Cuando el tren entró en el andén de la estación de metro, me puse a su lado con la intención de estar cerca de ella, bien de pie o sentado. Afortunadamente cuando se sentó y yo lo puede hacer a su lado, aunque para ello tuve que dar un pequeño empujón a un anciano que quería sentarse también. Lo hice con el suficiente disimulo o con una descarada desvergüenza, no sé bien distinguirlos, sin que se produjera una altercado de esos que últimamente proliferan en el subterráneo a favor de la fraternidad humana, ya sea a favor de los refugiados o de cualquier tribu identitaria de las que cada vez más proliferan en el mercado variable de la moralidad pública. Valga decir, no me digas por qué, que cuando viajo en metro me vienen a la cabeza comparaciones de este tipo en el que moralidad pública, por ejemplo, la percibo muy vinculada a la deuda pública, pues sus altos y sus bajos dependen de asuntos inesperados que nunca tenemos a la vista, ni están determinados por razones siempre explicables. Supongo que lo hago para sobreponerme a esa costra de cemento en qué consiste la realidad rampante, en la que no hay cabeza que sobresalta sobre las otras siguiendo el horroroso principio de igualdad que impone el hormigón. La explicación por la que quería estar al lado de aquella mujer tuvo que ver con el efecto de seducción que me produjo comprobar que estaba leyendo el mismo libro que yo. Nunca antes me había pasado. Habitualmente cuando veo a alguien leyendo en el metro intento sacarle una foto para incorporar a mi colección de instagram, que consisten en un único tema: una persona leyendo. Es una manera de reconocer ese instante de soledad, que visualmente es siempre el mismo para la mirada ajena, pero que la cámara lo bendice como un instante de intimidad irrepetible. Lo diferente de esta ocasión era que la lectora del asiento de al lado estaba leyendo, ya digo, el mismo libro que yo. No me interesó hacerle una foto, lo que me apeteció de manera irresistible fue conversar con ella sobre cómo llevaba su experiencia lectora. El que yo en ese momento llevara el libro en la mochila me produjo un malestar que no supe cómo aliviarlo. No quería dirigirme a ella preguntando por lo que estaba leyendo y que pensara que lo que de verdad quería era ligar. Tampoco me parecía una salida oportuna sacar el libro de la mochila y ponerme a leer, haciéndome luego el encontradizo al dirigirme a ella. Era una situación embarazosa por lo poco habitual de las salidas y además por el aroma rancio que despediría si las ponía en práctica. Yo estaba a punto de acabar la novela y ella estaba, por lo que comprobé al mirarla de reojo, por el primer capítulo. Mi intención no era contarle lo que le esperaba, sino hablarle de la pregunta que yo me hice justo en las páginas en donde ella se encontraba. La protagonista de la novela era una mujer y me dio apuro que pensara que, al ser un hombre, me metía donde no me habían llamado. Alcé la vista, para ver cómo se encontraba el anciano al que le había quitado el asiento unos minutos antes. Me tranquilizó comprobar que un chico joven de enfrente le había cedido el suyo. Volví a mirar de reojo a la lectora que tenía al lado y comprobé que seguí mirando fijamente la misma página. De repente, me entró un nerviosismo inesperado. Al final me arriesgué y el dije que en esas páginas se encontraba el momento decisivo del libro. Después de pronunciar mis palabras me sonaron pedantes e inoportunas. Pero las que primero se me ocurrieron eran más altisonantes todavía: “pienso que es justamente en esa escena donde el lector se enfrenta a algo decisivo para el porvenir de su lectura del libro, saber en qué lugar lo ha colocado el narrador para que lea la historia, al mostrarle el sentimiento que aguanta en pie a la protagonista.” Ella ni movió la cabeza, y siguió con la mirada fija sobre el libro. No supe interpretar su falta de reacción ante mis palabras, si como un gesto de indiferencia o de mudo agradecimiento o de desprecio contenido. En ese momento el tren entró en una nueva estación. Alzó la mirada del libro y puso el punto de lectura entre las páginas de donde no se había movido desde que me puse a su lado. Se levantó de su asiento poco antes de que el tren se parara y abrieran las puertas. El señor al que yo le había “robado” el asiento también hizo ademanes de ponerse en pie, pero quien estaba su lado le ayudó a hacerlo prestándole su brazo derecho. Cuando se disponía a salir ella se dio la vuelta y me miró con amable fijeza. “Nadie nos atiende lo suficiente, por eso hay volver a coger la medida al espacio y el tiempo, ambos se vuelven infinitos cuando hay que recorrerlos, ello nos obliga, como a nuestra protagonista, a adquirir una nueva mirada sobre nuestro cuerpo y nuestra alma. Gracias por el consejo.” Y salió al andén, detrás del anciano, que al final lo hizo con sus propios pies.