lunes, 25 de septiembre de 2017

LOS VERRACOS VETONES

Nada más llegar al hotel de Frankfurt de Main, Duarte recibió un correo de un familiar donde le mostraba en una foto adjunta dos fotos de sendos toros, para entendernos, similares a los muy conocidos toros de Guisando. Le pregunté si había adjuntado a la foto algún comentario. Me contestó extrañada que su primo - esa era la relación parental que tenían - le había escrito: fíjate que hermosura. Únicamente esas palabras. Miré la foto de los verracos con detenimiento y, efectivamente, me parecieron hermosos. Pero, además, puestos ahí, en medio de la plaza del pueblo, sobreponiéndose desde su remoto pasado a la ocurrencia, o a la honesta intención (vete tú a saber), del munícipe de turno o de algún vecino influyente, me trasmitieron misterio, densidad, autoridad resolutiva, intensa percepción, capacidad de conexión desde un tiempo tan lejano, en fin, me hicieron sentir que tenían un valor fuera de toda medición propia del mercado. Sencillamente estaban allí en la pantalla como una aparición inesperada. Dejamos las alforjas tal y como las habíamos traído empaquetadas, para que pudieran pasar los protocolos de peso del embarque, y salimos corriendo a cenar algo antes de que cerraran el último restaurante o chiringuito. De nuevo maldije en voz baja, para que Duarte no me escuchara, por el retraso de salida en el inicio del viaje. Duarte es una eficiente agencia de viajes en sí misma, y no se merece mis quejas histéricas a cuenta de los imponderables de la circulación aérea, de los que no tiene por qué hacerse responsable. Así que me concentré en la foto de los verracos que le había enviado su primo y le pregunté desde cuando ella conocía este tipo de esculturas, si es que se le podían llamar así. Yo ya le había oído decir que los verracos le eran familiares desde que tenía uso de razón, que más o menos coincidía con la época que más tiempo visitó el pueblo y sus alrededores. Mientras nos comíamos unas salchichas, como no, de Frankfurt, acompañadas de una cerveza dunkel, como no, de medio litro, Duarte me comentó que esas figuras de piedra son bastantes comunes por aquellos parajes de Ávila. Al parecer, según las últimas investigaciones arqueológicas y antropológicas, pertenecen a la cultura de los vetones, un pueblo prerrománico que habitó esta zona de la península y parte de la lusitania, lo que hoy es Portugal. Según Duarte me iba dando detalles de su infancia en compañía de tan hermosos y misteriosos hallazgos, yo iba asociando sus palabras con el hallazgo del monolito que hace el homínido de Kubrick en su película “2001, odisea del espacio” y, sobre todo, con las no menos hermosas y misteriosas palabras que pronunció Aleksander Solzhenitsyn durante la entrega del premio Nobel que le concedió la Academia sueca. Dice así el escritor ruso:
Así mismo nosotros, teniendo el arte en nuestras manos, creemos confiados ser su dueño; y con toda osadía, lo dirigimos, lo renovamos, lo reformamos y lo exponemos; lo vendemos a cambio de dinero, lo utilizamos para complacer a los que ostentan el poder; a veces buscamos en él la diversión (…) y en otras ocasiones (…) lo usamos para servir a las necesidades pasajeras de nuestros políticos y con fines sociales estrechos de miras. Pero el arte no se envilece a causa de nuestros actos, ni tampoco se aleja nunca de su auténtica naturaleza, sino que en cada ocasión y en cada uso que hacemos de él nos cede una parte de su secreta luminosidad interior.”

Si los verracos vetones habían aguantado todo el envilecimiento humano que nos sea posible imaginar a los largo de tantos años de Historia, me pareció oportuno pensar que en Documenta podían aparecer, como en los campos de Ávila, instalaciones o esculturas que supieran sobreponerse a esa característica tan humana del envilecimiento de todo lo que mira y todo lo que toca. En fin, el envilecimiento de todo lo que siente. Documenta, dicen sus instigadores, surge cada cinco años allí en medio de Alemania,  donde ocurrió lo que no tenía que haber sucedido hace ochenta años, para dar cobijo a lo mejor que seamos capaces de imaginar, a nuestro pesar por tan macabra herencia, desde entonces.