jueves, 21 de septiembre de 2017

EL MISTERIO DE LA VIDA Y EL ARTE

Quien me acompañaba en esta aventura, que a partir de ahora llamaré Duarte - María Duarte -, tuvo claro desde el primer momento que la primera etapa del viaje iba a tener lugar en el reducido ámbito del aeropuerto. Es allí donde empiezas a sentir la ruptura de la rutina en dos mitades. Por un lado la de cómo en casa en ninguna parte y, por otro, la de elevarte en cuerpo y alma al mismo tiempo, cuando, si se da el caso, sean los sueños de la razón los que intentan esos desplazamientos. Al cuerpo por sí mismo no le interesa otra cosa que tener los pies en la tierra. Esta primera etapa que discurre dentro del ámbito de aeropuerto nunca sabes lo que va a durar, pues está repleta de tiempos muertos, en los que lo mismo vale la idea de volver a empezar de nuevo como la del eterno retorno de lo igual. O lo diferente, si tienes un día más imaginativo. El caso fue que hicimos la primera cola - esta es una de las actividades que mejor definen esta primera etapa en el aeropuerto - en el mostrador de facturación correspondiente, acompañados como siempre con el temor de que las alforjas, para entendernos, las maletas de los cicloturistas, pesaran más de lo que habíamos contratado a la hora de comprar los billetes. El miedo es otro de los componentes que irrumpe con toda su fuerza en esa ruptura de la rutina aludida. De repente, sin saber muy bien el por qué, empiezo a tener miedo por todo. Aunque diagnosticar de urgencia que es debido a la ruptura de la rutina es un consuelo igualmente para salir del paso, no para saber lo que me pasa, y menos para saber qué hacer con ello. Al final todo salió como había previsto la báscula de casa, pero es el que miedo no entiende la lógica de las asociaciones de sus números. La segunda cola de esta primera etapa - la del control del cuerpo de los pasajeros y sus ocultas pertenecías - la superamos sin ningún incidente reseñable. Como el miedo, los pensamientos de aquellos no son detectados por los aparatos con que registran los funcionarios aeroportuarios. Cuando nos disponíamos a ponernos a la tercera y última cola, antes de subir al avión, saltó en la megafonía primero y luego en las pantallas lo no deseado pero no por ello inesperado: el retraso del despegue de casi una hora. La primera parte de esta etapa inicial se alargó, lo que dio paso a la angustia por cómo pudiera concluir en la meta final: Frankfurt de Meno, teniendo en cuenta que el avión tenía previsto aterrizar a cien kilómetros de distancia, siendo un autobús el que cubriría, vía terrestre claro está, esta segunda parte de la primera etapa. En fin, que visto lo visto y oído lo oído, Duarte se puso a leer el libro “Kassel no invita a la lógica”, la novela que Enrique Vila-Matas escribió sobre la muestra Documenta 13, celebrada en la ciudad alemana de Kassel en el año 2012. No en balde, la segunda etapa de nuestro itinerario se iba a desarrollar íntegramente en esa ciudad alemana, donde pensábamos contemplar, y en su caso interesarnos o desconcertarnos, la Documenta 14 que se celebraba este año, cinco años después de la anterior como manda el reglamento de los organizadores. 

Una vez que asumí el retraso pensé que la cosa no era tan disparataba como el miedo y la angustia me estaban haciendo creer. Según las páginas que yo llevaba leídas del libro de Vila-Matas, ¿cómo decirlo?, no es que la vida sea un asunto del que se ocupa el arte, como del pan se ocupan los panaderos, o del dinero mundial los hombres de Davos, sino que más bien, al menos en la Documenta de Kassel, la vida y el arte durante los cien días que dura la muestra forman un extraño, pero bien avenido, matrimonio. Una idea y una emoción que deberán andar su camino hasta el examen final, en una nueva muestra de aquí a cinco años. Eso es lo que íbamos a intentar averiguar.