El viaje en tren de Frankfurt a Kassel duró un par de horas. Tiempo más que suficiente para ir calentando motores. Es decir, para decidirme entre sí el arte es esencialmente pensamiento, como dice Chus Martínez, una de la comisarías de la Documenta 13 en la que se inspira la novela de Vila-Matas que vengo aludiendo “Kassel no invita a la lógica”; o más bien el arte es experiencia con el lenguaje, o dicho de otra manera, el arte es sentir el sentido de lo que previamente sientes. El arte o el goce estético es sentimiento. La creatividad o la imaginación humana son fenómenos de nuestra subjetividad, no un subrayado especial o excepcional de la subjetividad misma. A lo que me refiero es que así como la necesidad alimentaria surge para llenar la andorga vacía, la necesidad creativa no surge, como pudiera deducirse mecánicamente, para llenar el ego eternamente insatisfecho, diciendo lo listo o lo sensible que somos, sino para encontrarse con el otro y lo otro. Creatividad y alteridad son dos caras de la misma moneda, que juntas instituyen y constituyen eso que sea la subjetividad. El goce estético del arte es, por tanto, comunitario porque, paradójicamente, necesita al otro para llegar a su plenitud. No solo con la esperanza de que el otro haya disfrutado, sino, y sobre todo, para comprobar su perspectiva y alcance, que acabara por determinar la propia. Ya sé que esta forma de ver lo creativo choca frontalmente contra el subjetivismo militantes y campanudo del llamado arte contemporáneo que, como he dicho, a mí me gusta más llamarlo arte actual o arte que se está haciendo y anunciando en el presente. Su hipotética contemporaneidad es algo posterior y surge de la relación que mantenga el receptor con la obra, surge de su propia capacidad creativa que la tiene sin ninguna duda, aunque los medios de comunicación no le presenten ninguna atención. En el arte actual el artista va por delante de su obra. Duchamp fue el inventor de este giro hermeneútico. Un artista es quien dice que es artista. Nunca se me olvidará la anécdota en la que una conocida mía se convirtió de la noche a la mañana en artista. Su formación es la de una diseñadora gráfica. Pero su carácter es el de alguien, como suele pasar en estos casos, que tiene más ambición de notoriedad que talento. Como puedes deducir, en estos tiempos de hiperegolatría, estamos ante una bomba de relojería sin seguro, de esas que estallan cuando las miras. Dicho y hecho. Un día cualquiera, sin previo aviso, la diseñadora gráfica, siguiendo el mandato de Duchamp, explotó y se convirtió en una artista conceptual. Y, como no, me invitó a su primera exposición con filósofo de la historia incorporado, como mandan los cánones de este tipo de encuentros. Ni que decir tiene que lo importante de la exposición no fueron las obras, por lo demás meros estándares de lo muchas veces visto en los museos de este tipo de arte, sino la presentación en sociedad de la artista que no quería seguir siendo diseñadora gráfica. Lo que sucedió estuvo acompañado por el hilo musical de fondo de la sociedad del “nada a largo plazo”. A la diseñadora le pasó lo mismo que quien dice que no se va a pasar toda la vida de panadero, o de médico de cabecera, o de maestro de escuela. Que el panadero o el médico o el maestro no decidan dar el salto y convertirse en artistas, es un misterio, supongo, de la propia lógica del artisteo. En fin.
El caso fue que una vez que nos instalamos en la casa que iba a ser nuestro hogar en Kassel, durante los dos días que íbamos a observar y ser observados en la Documenta 14, Duarte me preguntó, después de comprar los tickets y el plano de la magna exposición, ¿por dónde empezamos? Sin dudarlo mucho le contesté que, según mi parecer, podíamos iniciar el periplo en la instalación central de la muestra, de Marta Minujín, titulada “Partenón de los libros”, que se encontraba situada en la plaza de Federico. La pieza era una réplica de la grandiosa estructura del Partenón ateniense, que la autora argentina había cubierto de decenas de miles de libros prohibidos. Se levantaba, apoyada en entramado de andamios visibles, en la plaza en la que los nazis quemaron montañas de volúmenes en 1933. Según la autora pretendía ser un símbolo de la persecución cultural. No era una obra acabada, sino una obra en construcción, a la espera de que los visitantes dejaran ejemplares de libros censurados a lo largo de la historia o prohibidos aún hoy día en distintas partes del mundo.