sábado, 31 de octubre de 2015

LA QUINTA ESQUINA, novela de Izraíl Métter

Acabo de comprar un libro que se titula "La filosofía hoy", de Emilio Lledó. Tiene un subtítulo que es una cita de Antonio Machado: "Hoy es siempre todavía". Me ha parecido, además de su santo y seña, la mejor manera de iniciar mi comentario de la novela "La quinta esquina" de Izrail Metter, fijándome en las dos acepciones significativas de la cita machadiana, que pueden afectar a mi lectura: leída la cita como muro o leída como puente. Leída de forma literal e histórica o leída como una de las formas de tiempo literario.

Ciertamente los regímenes totalitarios nos son los sistemas democráticos. Pero de esto ya nos han informado la historia, la economía, la sociología, etc, mucho antes de que Boria, el narrador de "La quinta esquina", aparezca en la vida del lector. Y, sobre todo, lo sabemos por nuestra propia experiencia. Pero la pregunta continua brillando en lo mas alto y arañándonos en lo mas hondo, ¿qué significa, para los lectores de aquí y ahora, tener que enfrentarnos al relato de la vida de Boria?  

Oír y ver cómo Boria  se sobrepone a esa experiencia, arrastrando la culpa que destilan sus palabras, que lo confirman ante el lector como un ser todavía existente, después de haber perdido a su mejor amigo y a la mujer de su vida y de sus sueños, es preguntarnos a nosotros mismos sobre por qué seguimos todavía vivos. Es preguntarnos cómo hemos tomado la palabra, para averiguar qué hacemos aquí de esta manera, para comprobar qué o a quién hemos perdido, qué o quien hemos traicionado, qué o a quién hemos olvidado intencionadamente, qué o quién no nos merecemos en este bienestar oligárquico nuestro. Y es que "hoy es siempre todavía", si somos honestos como lectores y prescindimos de su acepción como muro, hace de puente hacia la vida de Boria. Sintiéndonos más cerca incluso de él que de quienes nos acompañan, tan pegados como extraños, cada día en el trabajo o en la familia. Lo cuál confirma lo que deberíamos saber al aceptar el reto de escuchar a Boria y sentarnos alrededor de la mesa: que la literatura y la filosofía hablan de lo que es intemporal en el ser humano. No de su coyuntura democrática o totalitaria, sino de nuestra condición perenne, suicida y aniquiladora, agazapada en los rincones oscuros de nuestras alma o condición.

¿Puede no quedar perplejo el lector, cualquier lector de cualquier latitud y creencia y de color de piel, ante las primeras palabras de Boria, que son también su carta de presentación.

Oigámosle con atención y arrobada emoción:
"El amigo de mi ya lejana infancia, Sasha Beliavski, murió cerca de Kiev el primer año de la guerra. Pero, desde mucho antes de su muerte, nos veíamos tan rara vez que, cuando nos encontrábamos, ambos experimentábamos un sentimiento extraño: era como si nuestra antigua amistad nos obligara a mantener una familiaridad que, quizá justamente por lo antiguo de la misma, no existía entre nosotros.
Nos unían los recuerdos de la niñez, fijos como en una fotografía de aficionados. Todo cuanto recordábamos se podía contar con los dedos de la mano: la dacha en los alrededores de Jarkov, ahora inexistente, la hamaca en la que nos mecíamos, los escarabajos en las cajas de cerillas, una tormenta de granizo, el juego de los indios. Una infancia buena, recóndita, aislada del mundo entero - de ese pernicioso torrente de información, como se dice ahora -, no nos daba derecho a una amistad adulta."



Después de este comienzo puede le lector prescindir, en su lectura, de las preguntas: ¿para qué? ¿a quién? ¿por que me cuenta lo que me va a contar? Después de ese comienzo puede el lector, cualquier lector de cualquier latitud y creencia, y de color de la piel, no sentirse conmovido e interpelado? ¿Puede sentarse pasivamente a esperar, a ver qué pasa? Puede no preguntarse: ¿qué nos roba la vida, la misma que nos impulsa a seguir viviendo después de la pérdida de la inocencia?

Boria salta con sus palabras de un lado para otro en el espacio, pero yo las siento, y me encuentro con ellas, moviéndose en el tiempo como embrión de todo lo originario y consuelo de todo final. Usa sus palabras - invitando de paso al lector a hacer lo mismo con las suyas, si es que se llega a sentir interpelado - para superar la minoría de edad a que lo ha sometido el régimen estalinista. ¿Qué gobernante democrático, después mucho tiempo en el gobierno, no deja de ser el pequeño Bonaparte y se convierte en el gran emperador Napoleón?

Se lo dice claro al lector atento, que lo siga escuchando:
"No teníamos derecho a llorar. No teníamos derecho a continuar sentados sin expresión en el rostro. Debíamos aplaudir. La sospecha de todos contra todos se arraigaba en el cerebro, irradiaba los genes, cambiando su código; la sospecha ya era hereditaria.
Y, pese a todo, la gente trabajaba. Trabajaban olvidándose de sí mismos, de sus beneficios. Arriesgaban su vida en nombre de la felicidad del género humano. Pero esa felicidad se alejaba en el horizonte, como un espejismo. Los hombres caminaban hacia ella como hormigas, cargados de trabajo, infatigables; cuando en su camino se encontraban con sus camaradas caídos, los evitaban pasando por un costado y continuaban hacia adelante con su carga.
Esa época mostró que el ser humano no conoce límites para sus capacidades, ni para el heroísmo, ni para la bajeza.
La cronología me estorba; se enreda entre las piernas tratando de crear un orden, allí donde este resulta embarazoso.
En la vida de todo hombre existen acontecimientos  que están claramente ligados al tiempo. Pero sucede también así: había una vez un año,, había una vez un mes, había una vez un reino,..."



¡Cómo no suscribir estas palabras hoy en día! Boria no solo está ocupado con el tiempo de su narración, sino también muy preocupado, como para atreverse a advertir al lector. Sin ocultar su duración personal en aquel régimen, quiere dejar constancia de ese fluir temporal que transita también por su conciencia, ya que eso es lo que permitirá ser escuchado cuando él desaparezca. Talmente en este momento que lo leo.

Un régimen, el estalinista, como dice el propio narrador, ya no es histórico en el relato, sino algo intemporal. Un régimen, hoy ya no lo podemos ocultar, que no es solo una entidad política, sino que forma parte intrínseca de lo que alumbra nuestro esclarecimiento existencial. Un régimen que es un mapa emocional, transitivo y transitable por cualquier lector que quiera poner luz en su alma. Está sucediendo, nos está sucediendo en cada momento. Entonces, ¿qué impide revelarnos individualmente contra el adocenamiento colectivo que padecemos? Boria, al menos, se ha dado cuenta y hace uso de sus palabras. Y las lanza al mundo. ¿Cómo usamos nuestras palabras en una sociedad de libertad de expresión legalizada? ¿Cuál es el sentido de unas existencias, como es nuestro caso, cuando no corren peligro inminente de desaparición en los sumideros del Estado? ¿Dónde desaparecen o se ocultan cada día? Como denuncia el filósofo Han, detrás de nuestra transparencia, de nuestro indomable positivismo, de nuestro pertinaz ensimismamiento, en fin, detrás del bienestar "inmerecido" de las sociedades democráticas. Un bienestar antiedad, que queda al margen del fluir de cualquier tiempo. Inmortales, al fin. Un positivismo y ensimismamiento que es, tal vez por ello, fuente de la barbarie democrática. Ya nos advirtió Benjamin, sobre la forma en que se expresa nuestra barbarie al banalizar el bien del bienestar que se goza en las sociedades democráticas. Cómo las barbaries comunista y nazi lo fueron debido a la banalización del mal. Una barbarie democrática contra la que, a diferencia de la barbarie comunista donde vive Boria, y en la que todavía se puede imaginar el bien, no tenemos recursos para enfrentarnos a ella porque somos incapaces de imaginar el mal, además de vivir obstinadamente de espaldas a la muerte.

Este es el reto a que nos enfrenta, creo yo, el aprendizaje de esta lectura por uno de los senderos de la barbarie del totalitarismo europeo, al leerlo y comentarlo apoyados sobre los mullidos cojines de nuestro ensimismamiento democrático. Dos tipos de barbaries (la totalitaria y la democrática) que, sin embargo, se pueden descubrir y mirarse con asombro, cara a cara, en el acto mismo de la lectura de esta novela, por mor del coraje que pone su narrador Boria, y del que deben poner sus lectores al no tener miedo de insertarlas en el interior de sus vidas. Porque pensar y escribir sobre cómo vivimos, en todo tiempo y lugar, es en principio un asunto de valor y coraje.