viernes, 30 de octubre de 2015

A LOS LECTORES ADULTOS, ¿PARA QUÉ NOS SIRVEN LOS NIÑOS, PARA QUÉ NOS SIRVEN LOS CUENTOS?

Otro de los grandes mitos románticos que está desapareciendo, junto con el de la linealidad de los relatos, es el que persevera en que su lectura nos hará libres. Justamente porque ya no se puede leer en línea recta, con la lectura solo podemos aprender a ser, no libres, sino responsables en una sociedad que parece aceptar democratizarse conviviendo con todas sus imperfecciones e incertidumbres dentro, dejando de lado el sueño exterior de la exactitud y perfección del paraíso, puesto que se ha mostrado un sueño tan doliente como inalcanzable.  

El "sueño" ahora será, en términos lectores, no tanto que un relato nos enganche desde la primera línea, como aprender a responsabilizarnos delante de las palabras de la voz narradora que lo cuenta. ¿Qué significa pedir a un relato que nos enganche desde la primera línea, o simplemente pedirle que nos enganche? Significa que no queremos tener delante a una escritor, sino a un amanuense. Y significa algo peor, la puesta en marcha de un colosal chantaje, mediante el que esas personas justifican ante el mundo que solo quieren ser meros clientes, pero también quieren que los sigamos llamando lectores. Pues sólo quieren que les cuenten lo que a priori quieren escuchar porque ya se lo saben, y eso los tranquiliza. Incluso cuando piden al narrador que los sorprenda. ¿Es tranquilidad y no libertad (que no es, ni de lejos, lo mismo) lo que anhelan con sus lecturas los tardo románticos? Leer así significa, en fin, substituir el pacto de responsabilidad literario entre quien escribe y quien lee, por el pacto comercial entre quien vende un libro y quien lo compra. Un pacto de responsabilidad que responde tanto a la necesidad del que cuenta como a la necesidad del que ha de escuchar al leer. Dos necesidades que se condicionan mutuamente, pero que nunca deben intentar apropiarse o abusar la una de la otra. Durante toda la experiencia lectora y después de ella, tanto el lector como el narrador (en la mente de aquel), deben continuar siendo dos almas inteligentes y sensibles de la única manera que lo pueden serlo, siendo responsables. Que el pacto de responsabilidad lo rompa el escritor, creando un narrador cuyas palabras sean, no complicadas, sino intransitivas e impenetrables, es decir, unas palabras que no tengan en cuenta en el acto creativo al lector que las va a leer, perjudica únicamente al propio autor. Pero que el pacto de responsabilidad lo rompa el lector, chantajeando al autor de la manera que decía antes, afecta, deteriorándolo, al núcleo mismo de la acción lectora. Ya que, en última instancia, la última palabra sobre toda creación literaria la tiene siempre el lector.

Llegados a este extremo de irresponsabilidad, que es donde se encuentran instaladas muchas de las accciones lectoras de las sociedades democráticas actuales, y si la lectura solo puede ser lo que el lector-cliente exige que sea, convengamos entonces que no se está leyendo. O que se está leyendo de forma irresponsable. Tal vez se compren muchos libros, o se bajen mas de internet, pero todos esos lectores no hacen otra cosa que leerse así mismos. Una y otra vez, una y otra vez. Y da lo mismo a lo que se enfrenten, sea un libro, un cuadro, una sinfonía. Únicamente se miraran y se oirán así mismos. Para salir de ese ensimismamiento lector - que es el correlato del ensimismamiento ciudadano vigente - y poder abrirnos al ámbito del escuchar al otro, de mirar al otro, en fin, de reconocer la existencia de todo lo otro que no sea el yo, les dejo la siguiente pregunta: ¿a que se parece la lectura, si como todos sabemos, al abrir un libro, lo primero que oímos es la voz de quien nos cuenta la historia, que no es el lector pero que se le parece?

Escuchar por primera vez la voz de un narrador se podría comparar con la primera vez que escuchamos las voces de nuestros padres nada más nacer. El buen leer adulto conserva, en cuanto a la relación con las palabras de la ficción, ese momento de asombro y curiosidad fundacional de relación con las palabras de la vida, ese enfrentarnos a palabras que no podemos entender. Entonces, ¿para que sirven los niños? y ¿para qué sirven los cuentos? Sería a todas luces insuficiente responder que los niños sirven para cuidarlos. Y los cuentos para leerlos. Todos los animales cuidan a sus retoños, pero no todos los padres asombran a sus hijos con sus relatos. Tenemos que buscar la respuesta a esas dos preguntas, no en el ámbito del pragmatismo retórico, sino en el ámbito de la imaginación, que para eso somos lectores. Sólo podemos saber para qué sirven los niños, si somos capaces de saber, dentro de ese ámbito inicial del nacer, para qué sirven también las palabras de los cuentos. Yo creo que los niños y los cuentos sirven a los lectores adultos para recordar y mantener viva, es decir, para imaginar esa capacidad de asombro primera, en la que escuchamos las primeras palabras de nuestra vida salidas de la boca de alguien que es y no es como el recién nacido. Nuestros padres. Ese enfrentamiento con el no entender las primeras palabras con que todo relato comienza. En este sentido el recién nacido y el lector adulto que oyen por primera vez la voz de un narrador se asemejan, al estar bajo la influencia de esa primera capacidad de asombro y curiosidad. Les separa el tiempo histórico, no el tiempo poético. Lo que acontece en el alma de un bebé y de un lector adulto es semejante en ese momento fundacional. El primero escuchando por primera vez las voces de sus padres y el lector adulto escuchando por primera vez la voz del narrador. Y ese momento está lleno de lo mismo: perplejidad y curiosidad a partes iguales. Perplejidad y curiosidad ante alguien, los padres y el narrador, que no son como nosotros (niño y lector adulto) pero tampoco son ajenos: están diciendo continuamente, están hablando todo el rato y nosotros (niño y lector adulto) tenemos que escucharlos. No de una forma pasiva si queremos vivir y leer, sino haciendo algo con lo que escuchamos. Nos vamos construyendo en relación con lo que los padres y el narrador nos dicen. El territorio de la lectura adulta, narrador-lector, y el de la afectividad primera, padres-hijos, son el mismo en cuanto al enfrentamiento con las palabras que no podemos entender. Por tanto, el leer adulto y el empezar a vivir de un niño significan lo mismo. Verdaderamente sólo empezamos a leer, y solo empezamos a afrontar la existencia recién estrenada, cuando no entendemos las palabras que escuchamos a los otros. Cuando no entendemos al narrador y a los padres.  

Por eso ante las preguntas dirigidas a los lectores adultos ¿para qué nos sirven los niños? y ¿para qué nos sirven los cuentos?, ¿cabría responder?: para que los lectores adultos nos volvamos más cuidadosos. O lo que es lo mismo, para proteger nuestra frágil humanidad del nihilismo depredador que, como un gangrena, los adultos llevamos instalado dentro fruto del paso inapelable del tic tac del tiempo histórico, que nos fuerza renunciar a ver, y a escuchar. Para proteger aquel tiempo poético fundacional. El tiempo del asombro y la curiosidad permanente: la capacidad de enfrentarnos a las palabras que de pronto no podemos entender.