No prestamos nuestra atención a cualquier precio, pero allí donde la prestamos es donde realmente estamos. Posiblemente, zapeando. Dándose el caso frecuente que estando en la tertulia a la que hemos decidido asistir, "estemos" de verdad en otro sitio. Todos los lectores que compartimos nuestras lecturas pasamos por este trance hasta que, poco a poco y mediante el respeto mutuo a nuestras intervenciones, vamos construyendo el espacio común del habla propicio, y necesario, para escuchar al narrador del cuento que pide nuestra atención, que es para lo que nos ha convocado. Esta es, a mi entender, la grandeza de leer y escuchar, atentamente, en compañía.
Lo que no podemos es no prestar atención. Estemos donde estemos siempre prestamos nuestra atención a algo o a alguien. Una atención, sin más remedio, interesada. Es decir, con todo el derecho a reclamar algo a cambio. Todas las atenciones son legítimas, pero no todas ven lo mismo allá donde ponen los sentidos. Por tanto, todas las atenciones llevan unidos - como la uña lo está a la carne - su préstamo junto a la responsabilidad por lo prestado. Leer un texto en compañía sirve para aproximar atenciones. No para unificarlas. Pero, ¿para qué sirve aproximar las atenciones de los lectores si todas son legítimas? Porque a las atenciones que ven menos les puede interesar no tanto ver mas como ver mejor. Pero, ¿quién decide cual es el lugar desde donde se ve mejor, con mejor perspectiva, eso a lo que hemos decidido prestarle muestra atención? ¿Aceptamos el pacto, para eso nos ha convocado, que ese lugar es el que ocupa el narrador y hacia el cual debemos converger todos los lectores? Un lugar que queda enmarcado entre las primeras palabras del relato y las últimas. Pero, ¿ese lugar puede hacer indistintas la diferentes atenciones que se fijen en él? Convengamos, también, que el trayecto lector es uno pero las atenciones sobre sus mojones (por ejemplo, las tres manchas de sangre en "Los temores ocultos") son tantas como lectores, y que aquí cada lector se la juega para llegar sano y lúcido a las últimas palabras del relato. Convengamos, por último, que nuestra atención nos puede extraviar en el recorrido. No muy diferente pasa en la vida, con la diferencia de que los extravíos existenciales pueden ser fatales. Por eso es fundamental la mejor atención en el momento de la lectura. Es es su valor de uso al volver luego al trajín de la existencia. Nos ayuda a reparar los extravíos inherentes al empeño indeclinable por seguir vivos.
Todos los lectores iniciamos el trayecto lector con nuestro fardo existencial a cuestas. No es que esto sea necesario, es que es inevitable. Por un lado, están las razones abstractas, binarias. sumarias, frías como una ecuación de segundo grado, que demuestran la viabilidad y exactitud del mundo. Por otro, los impulsos callados que banalizan el mal tanto como el bien, y que afean y arruinan la significación del mundo. Es decir, banalizan su belleza. La atención del lector que reclama el narrador del texto tiene que abrirse paso entre estos dos feroces rinocerontes. Ese fardo, es decir, el mundo real donde vivimos, nos pesa y nos asfixia por esa combinación estrafalaria que siempre hacemos entre razones frías e impulsos callados, lo que produce una equivocada o precaria capacidad para otorgarle significado a lo que nos rodea. Por ejemplo, confundir el espíritu romántico que, como el espíritu cristiano, marxista, psicoanalítico, etc..., atraviesan de forma arbitraria nuestra época, caracterizada por el predominio de la sospecha sobre todas las creencias menos sobre una, con que nuestra época es absoluta y excluyentemente romántica, o cristiana, o marxista, o psicoanalítica, etc...O confundir el presente como una dimensión del pasado o el individuo como una excrecencia de la sociedad, cuando todo quisque siente y padece que es al revés. Confusiones que protagonizan muchas de las vidas actuales, dichas urbanas y modernas. Y que traducidas a la práctica de la lectura, se reflejan, por ejemplo, en el hecho de que hay un gran número de padres y profesores empeñados en proveer a los niños de textos que pueden dejarle una enseñanza moral, de forma más o menos explícita, con el convencimiento de que eso cambiara sus actitudes antisociales. La confianza ciega que tienen en el poder de la lectura no deja de ser sorprendente. La cosa, sin embargo, no es tan sencilla, ni tan mecánica. Principalmente porque este enfoque olvida la multiplicidad de significados que los textos tienen para cada lector. La pregunta se desprende por si sola, ¿cuántos lectores adultos leen hoy, todavía, bajo la influencia de ese enfoque que aprendieron en su infancia?
El itinerario de un cuento corto es comparable al trayecto que hacemos para ir a comprar el pan, o para ir cada día a trabajar. Muchos de esos cuentos no revisten ningún interés en superficie, ni presentan ningún matiz reseñable. Otros son descabellados. Otros no disimulan el dejar ver el fervor dramático que acompaña a las relaciones entre sus protagonistas. En cualquiera de los casos, sin embargo, la autoridad del narrador: "he imaginado una historia para alguien y quiero que ese alguien se comprometa con lo que he escrito", está ahí, dentro de esa insustancialidad, el disloque inexplicable o el dramatismo desatado. Y esta ahí para transformar todos esos materiales, reconocibles en el trajín de nuestras vidas cotidianas, en objeto de nuestro interés poético mediante osadas, refinadas y matizadas precisiones del lenguaje, que hacen aparecer la sustancia donde aparentemente no la había, explican lo aparentemente inexplicable y enfrían los dramas pasionales hasta hacerlos visibles, estimulando de paso nuestra compasión. ¿Qué ocurre cuando ese alguien lector se convierte en nadie, debido a que la forma de hacer del escritor consigue que todos los lectores lean lo mismo y de la misma manera? Ocurre, a su vez, que el autor puede sentir que ha perdido su autoridad como narrador. ¿Es este el inesperado descubrimiento de nuestro narrador-escritor de "los temores ocultos", el cuento que leímos en la última tertulia? ¿Es su falta de osadía narrativa lo que le bloquea la salida de la habitación donde escribe? ¿Nosotros, lectores competentes, acostumbrados a tratar con narradores de autoridad probada, lo vamos a dejar, ahí dentro, que se muera de asco o de pena o de miedo, después de haber leído su honesta y desesperada confesión? ¿Qué podemos hacer para "salvarlo"?
Con la Autoridad de su narrador al frente, la lectura de un cuento corto debería servir para consolarnos de aquellas confusiones y para mitigar la colosal fatiga y hastío que las acompañan. Lo ideal, y también lo deseable, es llegar al otro lado de la puerta - por referirme a las últimas palabras de "Los temores ocultos" - con el fardo aludido vacío. Es decir, libres, al fin, de toda esa estrafalaria combinación antes mencionada mediante la que intentamos a toda costa seguir vivos. Y, a cambio, llegar con el espíritu ahíto, elevándonos por la fuerza de la imaginación lectora que nos ha proporcionado el recorrido. Pero la pesadez del fardo juega en contra de nuestros sentidos y del sentido de la atención que le debemos prestar a la Autoridad del Narrador. Juega en contra, al fin y al cabo, del descubrimiento y disfrute de la belleza. Algo a lo seguimos teniendo derecho, por haberle hecho el valioso e irrepetible préstamo de nuestra atención. Atención de la que somos, por razones que emanan de ese mismo derecho, los únicos responsables. Porque siendo toda experiencia lectora "propiedad" inexcusable e irrepetible de cada lector, no puede, ni debe, transmitir la sensación de que queda colgada en un limbo, indiferenciada con otras experiencias lectoras. Es aquí, y a partir de este momento, donde todo escritor empieza a perder su autoridad narradora.