Érase una hermosa tarde de otoño cuando un grupo de lectores, de diferentes edades y con desiguales entusiasmos, se reunieron alrededor de una mesa larga para hablar de un cuento corto: “la muchacha embustera”. Los lectores eran de verdad, pero el cuento era de mentira y, además, como dice el título, trataba sobre las peripecias de una muchacha embustera que vivió hace muchos años en un país muy lejano e irreconocible para los lectores de hoy en día.
Toda tertulia literaria empieza así, se constituye así: la verdad de unas vidas humanas delante de la mentira de un relato. Toda lectura y toda tertulia de lectores es, por tanto, un “duelo” entre el lector, que atesora como oro en paño su verdad, y el narrador del relato que muestra con todo su descaro la mentira de su historia. Un duelo entre una mentira que quiere alcanzar la categoría de verdad y una verdad que no quiere degradarse en mentira.
En los prolegómenos de la tertulia todo me pareció normal. No verdadero, normal. Fue después de la primera ronda de intervenciones cuando empecé a sentir que la normalidad, con que cada lector protegemos el tesoro de nuestra íntima verdad, empezó a tambalearse, y que la Virgen, la gran mentira del cuento, empezaba a ocupar, de forma incomprensible, el sitial que le correspondía como Gran Señora Verdadera, que le pedía, a su vez, a la niña reina que dijera la verdad. Fue este “no saber que hacer” con esta aparición celestial impremeditada lo mas interesante, y me atrevería a decir lo mas conmovedor, de estos primeros momentos. No podíamos decir, como la niña: sí, sácame de aquí virgencita, que no quiero quedarme más donde estoy, y no quiero ser nunca más como soy. Y también era de mal gusto, o una falta de respeto a los otros lectores, decir: leer esta chorrada es una pérdida de tiempo, me voy. Cabe también la posibilidad - y de eso me di cuenta sólo al final - que los lectores intuyéramos de forma más o menos consciente que el buen gusto atenta directamente contra la creatividad. Bien fuera porque somos gente educada, o porque somos intuitivos y creativos, o porque somos todo a la vez en una mezcla desconocida para nosotros mismos, el caso fue que nadie abandonó su silla cuando apareció la Virgen. Y fue a partir de la segunda ronda de intervenciones cuando comenzó mi disfrute de la tertulia. La normalidad del principio se desvaneció por completo, y empezó a aparecer tímidamente la verdad que todos guardamos dentro. Y lo que se encontró esa verdad del lector, que se atrevió asomar la nariz al mundo, fue algo tan desconcertante que a algunas de esas verdades, me dio la impresión, le dieron ganas de retirarse de nuevo a sus cálidos y seguros aposentos: la Virgen de la Cristiandad dueña absoluta del relato, y una humilde niña, hecha en dos líneas mujer y reina, - ¡qué es esto! - compitiendo a brazo partido contra esa poderosa majestuosidad con la única fuerza que dispone el débil frente al fuerte, el niño frente al adulto, el humano frente a los dioses: la verdad de su mentira. Te pongas como te pongas te digo y te repito, querida y amantísima Virgen, que no he entrado en la habitación prohibida. ¿Arrogancia? ¿Tozudez? ¿Falta de pragmatismo? ¿Heroicidad? ¿Rebeldía? ¿Valentía? ¿Lucidez?
Vamos a lo importante. Mientras tanto, ¿qué hizo nuestra verdad, recién liberada del corsé de la normalidad que la protege? ¿Qué hace, días después de conocer a la niña reina y a la Virgen? ¿Nos hemos olvidado ya, y nos hemos vuelto a rodear de esa apabullante normalidad cotidiana? Es decir, ¿hemos vuelto a las labores propias de nuestra supervivencia? ¿Seremos capaces de hipotecar el reino de nuestra querida normalidad, conseguido a base de mentir sobre nuestra verdadera identidad (una cosa es lo que somos y otra lo que aparentamos ser, una cosa es ser hija de labrador y otra es ser reina), y no dar nuestro brazo a torcer frente a quien nos ha aupado hasta ahí? Pero, ¿quién nos ha aupado hasta donde hoy estamos? Definitivamente sin Virgen benefactora que se nos aparezca y nos aúpe, ¿basta con decir: el hombre o la mujer hoy se hacen así mismos? Lo que quiero preguntar es, ¿cómo manejamos y “corrompemos” nuestros sueños? O de otra manera, ¿cómo mentimos para llegar a conseguir nuestros anhelos, para llegar a ser “reyes o reinas”? ¿Qué va quedando de aquella verdad, mientras transcurre la vida, que hemos querido tener a salvo, y que hemos ocultado con ahínco a la mirada externa? ¿Qué queremos ser al final de todo: seguir siendo una niña humilde, aspirar a ser una reina altiva pero mentirosa, o salir de los líos donde nuestra ambición nos mete como una madre oportunista? ¿O lo qué de verdad no podemos evitar, aunque lo queramos, es saber que no sabemos quienes somos? En fin.
Sólo habíamos bebido un te al principio, pero tres horas y media después, caída ya la noche, tuve la impresión de que las palabras que habíamos intercambiado los lectores asistentes a la tertulia - unas dichas con afán y otras con escaso entusiasmo, unas mas atadas a la literalidad de las palabras y otras mas imaginativas elevándose con la fuerza de su simbolismo, pero todas sabiendo entrelazarse entre ellas hasta alcanzar un considerable grado de lucidez -, habían conseguido que nos viéramos como seres humanos un poco mas de mentira. Sin embargo, los embustes de la muchacha reina, construidos sólo con las palabras del narrador, avanzaban con determinación hacia un tipo de verdad desconocida. Enigmática, apuntó con acierto uno de los lectores. Menos mal que alguien se dio cuenta de la deriva que había cogido la tertulia y empezó a poner sobre la mesa larga las viandas y el vino. Así todos volvimos a recuperar algo de “la normalidad” con que habíamos empezado la tarde.