El descubrimiento de que
la vida nunca va de broma (no otra cosa significa ser adulto) debería
acercarnos a la literatura y a la creación en general (no me refiero solo a la
literatura que se ve como arte: en festivales, en los premios, en las
librerías, en el mundo económico, sino
fundamentalmente a la literatura que nos hace ver, no sólo su arte, sino, sobre
todo, la vida) para dos cosas. Una, para consolarnos de tan espantosa toma de
conciencia. Dos, para tratar de entender lo que eso supone hasta que nos llegue
el momento de la tumba final. Consuelo y conocimiento que forman las
coordenadas por donde debería transitar el tiempo de la llamada edad adulta. Un
tiempo que es real y de ficción al mismo tiempo (ya no es todo ficción como
cuando éramos niños, ni solo real como cuando éramos jóvenes), y que debe ser,
por tanto, de renovación y mejora de nuestra humanidad. Deteriorada y
desgastada en su incapacidad de alcanzar significaciones creíbles por el hecho de
insistir en continuar vivos. Se trata de superar la concepción mercantil de la
palabra entretenerse, alcanzando a entender su verdadera dimensión existencial.
Estar entre. Existir entre y dentro de un horizonte limitado del pensar, más
allá del cual parece encontrarse la seriedad y autenticidad del ser. Eso
invisible, siempre reacio a su acontecer delante de nosotros, y que es de donde surge
el horizonte de nuestro saber.
No se trata de salir de
la dorada mediocridad, propia del bienestar de nuestro modelo de vida, mediante la puesta en práctica de la pura vitalidad. Eso
que se llamaba voy a pasármelo bien o voy a meterme en multiplicidad de tareas
que me hagan sentirme vivo. Yo creo que lo importante es
tener conciencia de cuánto tiempo hace que uno está mirando las cosas de la
misma manera. Esta autoconciencia es la que nos permite saber que tenemos que
hacer para intentar verlas desde otro punto de vista. Siempre insisto que el escribir es una
acción, una tarea que nos marca el camino, nos marca el sentido y el acorde de
esa nueva manera de ver las cosas, una vez que uno tiene conciencia de que su manera de ver el mundo produce una situación de estancamiento y
aislamiento, en definitiva de ceguera verbal y visual. En última estancia, yo
creo que es algo que tiene que ver con esa obligación, como dices Jaspers, que
tenemos los seres humanos de esclarecimiento permanece y constante de nuestra
propia existencia. Es decir, de la búsqueda de la verdad y del lugar que
podemos tener a nuestra disposición para llevar a cabo toda esa actividad.
El ser humano es una
existencia autoconsciente, Es decir, que a diferencia de los animales nos damos
cuenta perfectamente de que estamos existiendo, lo cual nos permite saber en
cada momento como y por qué no practicamos la mediocridad, en qué medida somos
mediocres o somos creativos, en qué medida seguimos viendo las cosas como hace
mucho tiempo. Y, por tanto, podemos mirarlas y hacerlas de otra manera o
podemos decidir no hacerlo. Somos autoconscientes de nuestra mediocridad y de
nuestra creatividad. Por eso no es acertada la división de los empíricos
cientifistas de dividir a los humanos en dos grupos: los mediocres y los
creativos.
No podemos no pensar y,
por tanto, no podemos no ser creativos, no podemos no ser mediocres. Se trata,
en última instancia, de cómo nos enfrentemos ese esclarecimiento de nuestro ser
en el mundo, es decir, de nuestra relación con las posibilidades que se nos
presentan al abrirnos al mundo al que pertenecemos.