Encuentro al librero del barrio ansioso. Yo diría que a punto de entrar en una recesión. Debería decir depresión, pero recesión me parece mas adecuada. Voy a consultar con él los títulos de unos libros y me recibe entre un montón de facturas que no le cuadran. No se si llegaré a final de año, me confiesa apesadumbrado, no me salen las cuentas. Con la confianza que nos hemos dado después de hablar y hablar sobre la conveniencia de unos libros y no de otros, intento animarle diciéndole que el tiempo no existe, que es la representación que hacemos de las cosas lo que produce la sensación de lo pasado antes, lo que ahora esta pasando y lo que pasará mañana.Tampoco existen los números, a los que se les dio la categoría de realidad primera a causa del equívoco o de la pereza, vaya usted a saber, de que entender el mundo es lo mismo que medirlo, que todo es una cuestión de sumas y restas.
No lo hago para aleccionarlo, ya que es un firme convencido de todo eso que le digo, sino para refrescarle la memoria, para recordarle lo que tantas veces me ha dicho: que es librero a pesar de lo que digan, y cuando lo digan, las estadísticas. “Mira que lo hemos discutido veces”, estoy a punto de espetarle, pero no me atrevo tan averiado lo veo. Doy fe de que no es una forma de resistencia ni de un romanticismo trasnochado. Es librero porque piensa que las palabras, esas otras formas de la inexistencia, se aproximan con más acierto y perspectiva a lo que somos. Eso es todo.
Sea por lo que fuere, lo cierto es que el librero del barrio está atrapado en la misma tela de araña que lo pueda estar un broker de bolsa o un vendedor de automóviles. A la deriva en un mundo flotante y cambiante de inexistencias, está a punto de perder lo que más ama. La profesión que le da la vida. Su propia existencia.