No podemos evitarlo, es
decir, queremos y sabemos cómo salir de casa - sea por uno, quince, treinta,
ciento ochenta o mil quinientos días -, pero nunca sabemos por qué salimos de
casa, y, menos aún, por qué un día, de repente, bajo la sorprendente estructura
de un aeropuerto o de una estación A mí, en Dusseldorf - ciudad a orillas del
padre Rin - la pregunta me abordó al siguiente día de llegar. Volver a casa da
miedo, mucho miedo, justo porque un día decidimos salir de casa. ¿A qué? ¿A la
busca de sentido? Me temo que no. Miedo en la misma proporción que el coraje
que pusimos aquel día para salir de casa. Y, sin embargo, otro día, a pesar del
coraje juvenil de entonces y del miedo adulto e inesperado de ahora, que ese
mismo día, y solo ese día, conviven juntos, "incomprensiblemente"
necesitamos volver a casa. Coraje y miedo se miran como auténticos
desconocidos, como si salieran de personas distintas. Es cuando el destino
soñado es igual al destino que nos espera en nuestra casa. ¿Queremos volver,
por qué ya lo sabemos todo? O, ¿por qué llegamos a la convicción, fuera de
casa, de que solo se aprende de verdad dentro de casa?
Al final, y en cualquier caso, ¿qué significa quedarse en casa?. Pensamos, aupados por el coraje del principio, que estar cerca de la nada. Puede, al principio puede. Pero, más tarde, el miedo nos alerta y nos ilumina. Quedarse en casa es quedarse lejos, sí, pero ¿de dónde?, y ¿protegidos de qué y contra quién?: un misterio en la senda del pensamiento. Sin salir de casa. Un misterio en los tiempos en los que no hay ya que conquistar nada, ni a nadie. En los tiempos del nihilismo absoluto. En los tiempos de volver a empezar.
Cuando uno sale de casa se le presentan, si tiene interés en ello, dos posibilidades. O lo hace como viajero o como turista. Viajar sólo se puede hacer con la imaginación. Empujando el cuerpo sólo se puede hacer como turista, ya sea académico, profesional, cultural, ecológico, aventurero, fotográfico, etc. Lo cierto, sin embargo, es que cuando uno sale de casa, no puede evitar hacer de viajero y de turista al mismo tiempo. Acompañado de las preceptivas guías y asumiendo los ineludibles riesgos. La modernidad romántica del progreso ilimitado, que dura y dura y dura, nos ha hecho así.
Refiriéndome ya a mi caso, me proponía seguir el curso del Rin hasta su desembocadura. Entonces, me dije, mejor acudir a la guía de Hölderlin, que además de escribir el himno al padre Rin, dejó para todos los que nos atrevemos a salir de nuestra casa una de las citas más implacablemente hermosas de todos los tiempos: soñamos como dioses, pero pensamos como pordioseros. Si pensáramos lo que nuestra imaginación imagina, no habría ninguna razón para salir de casa. Todo sería visible y visitable desde el salón del comedor de casa, ninguna realidad física podría superarlo. Solo nuestro afán de conquista romántica, de comernos el mundo, nos mete de coz y hoz en esa fatal trampa que es nuestra propia incompetencia existencial. Para sobreponernos, entonces, solo nos queda que, al salir de casa, levantemos el espacio por donde deambulan sin rumbo nuestros pordioseros pensamientos, para soñar el tiempo que algún día habitaron los dioses. La belleza, convulsa, esquiva, retorcida, etc.., sí, tiene por fuerza que habitar ahí. Fue Thomas Mann quien dijo que las cosas andarían mejor en el continente europeo y en el mundo moderno si Marx hubiese leído a Hölderlin. Convengamos que, después de leer al Doctor Faustos, el señor Mann sabía de que hablaba cuando se atrevió a decir afirmaciones de tal empaque.
El caso fue que aterricé en Dusseldorf, capital de Renania-Westfalia del Norte, y ciudad donde había dejado al padre Rin en el anterior viaje. Volar en avión se suma, al salir de casa, a ese afán de conquista que nos impone la modernidad. Volar pertenece al ámbito de los sueños, pero hacerlo en avión te mete de lleno en el peor de los pensamientos pordioseros. El propósito era llegar a la desembocadura del Rin en Rotterdam, Holanda. Aunque razones de índole diversa - como la hipertensión o nuestra presencia en el mundo, todas reales y todas al mismo tiempo enigmáticas - me empujaron a concluir el viaje en la ciudad de Amsterdam. Y es que el Rin, como el origen de nuestra presencia en el mundo, se esparrama por toda la geografía holandesa, hasta hacer de cada canal la impronta de cada ciudad, un testimonio vivo de su desembocadura. Lo que quiero decir es que en su final el Rin, en la voz de Hölderlein, somos todos los que por allí pasan y los que nunca pasaran: soñadores convulsos y pensadores pordioseros y contumaces a partes iguales.
Lo primero, nada más llegar del aeropuerto al centro de la ciudad de Dusseldorf: la bici. Mi fiel acompañante durante el viaje. Sin ella no hay recorrido, al menos como lo he imaginado. Bici de alquiler y sin retrovisor, lo cual me obligó a aceptar los puntos ciegos que aparecieran en el camino. Partir es morir un poco, pensé, cuando así me la presentaron. Las envestidas del tiempo meteorológico fue otra de las incertidumbres que me acompañaron. Como otras veces, en el verano centroeuropeo las previsiones climáticas ofrecen toda su gama de posibilidades. En Dusseldorf, este primer día amenazaba lluvia. No era el mejor comienzo. La lluvia al lado del Rin no es lo mismo que, pongamos, a orillas del Guadalquivir. Encoge el alma. La amenaza de la lluvia se hizo efectiva y comenzó a caer agua a mansalva. El espacio de los pensamientos pordioseros se humedeció y todavía el tiempo de los dioses no había acudido en mi ayuda.
Antes de que apareciera la lluvia di un paseo a orillas del Rin, que discurría tranquilo, demasiado despreocupado diría yo, al igual que, me dio la impresión, se encontraban las numerosas personas que estaban por allí tumbadas o sentadas. La globalización de la indiferencia es el nombre que han elegido los expertos mediáticos, para nombrar al sentimiento que nos abraza a todos en este tiempo último de conquista o aceleración inusitada. ¿Hubo algún tiempo histórico pasado de menor despreocupación? No sé cómo medirlo. Lo que si hubo fue más lentitud. Es atrevido imaginar que el ser humano sea capaz de preocuparse de verdad - héroes al margen - por algo que se encuentre más allá de las cuatro paredes de su casa. Por eso siempre me ha parecido curioso la clasificación que hacemos de los grupos humanos, y, por ende, de cada individuo que existe fuera de nuestra casa: los andaluces graciosos, los ingleses altivos, los alemanes cuadriculados, los rusos borrachos y violentos. Sin embargo, es común leer en los foros de excursionistas, por ejemplo, que a los hijos y las hijas de Lenin los han encontrado sedosos y elegantes, como los italianos de la Lombardía. Convengamos que la indiferencia es otra manera de conjurar el miedo a lo que hay fuera de nuestra casa, ahí donde no nos conocen y no nos quieren. Es la aceleración moderna la que determina una forma desconocida hasta ahora, que combina por igual las sonrisas de lo conocido y el entrecejo hosco de lo desconocido. Desconcertándonos.
En la plaza del mercado de Dusseldorf había jolgorio. Más de doscientos cientos bares y restaurante trenzan y el casco histórico con ríos de cerveza y demás viandas. De repente un viejo rockero imitando a Jagger me sacó de mi indiferencia, y sus baladas locales me llevaron a los confines de los nibelungos. Los dioses se acercaban a mi lado. El río de cerveza hizo lo suyo en el acercamiento.
De vuelta al padre Rin, la línea del cielo emergió delante de mí, a un centenar de metros, con soberbia insultante. No diré nunca - como si lo hago con las catedrales góticas - enigmática y sobrenatural. Las catedrales góticas fueron las últimas construcciones en la Tierra en las que la técnica honró la gloria de Dios en el Cielo. Toda la arquitectura que se elevó después hacia el firmamento se hizo, paulatinamente, a servicio del insaciable poder humano. Ya en los antiguos muelles del puerto fluvial se encontraban, entre otras las prodigiosas obras de Franz Gehry (Gugenheim), donde la modernidad parece retorcerse contra sus imperativos e imperiosos preceptos, volviendo a evocar e invocar al Supremo. Todos los edificios son distintos, unos al lado de los otros. Pero una extraña fuerza que no salía de ninguna de ellos, los hermanó ante mi mirada mediante una hermosa e inquietante armonía. Ya no tenía dudas, los dioses se habían encariñaron conmigo. El viaje comenzaba a tener sentido.