Mencionar la cuencas del Ruth es convocar a todos los peores fantasmas del continente europeo que lo asolaron durante el siglo XX. El Ruth, un pequeño afluente del Rin, guarda en sus entrañas el secreto de todo lo que nos ha pasado en los últimos cien años. Antes de que el silicio se convirtieran en objeto de deseo de todos los traficantes y crimínales, el carbón y el acero cegaron la mente y la inteligencia de quienes deseaban apoderarse del mundo. Resultado, las dos guerras mundiales mas devastadoras que ha conocido la humanidad. Y una tercera guerra fría, mediatizada por el terror nuclear, el cual no se si hace bueno al carbón, o al silicio.
La cuenca del Ruth fue el avispero de Europa, cuando Europa era el ombligo del mundo. Cuando la minas de carbón tapaban el cielo con sus humos. Hoy la cuenca del Ruth - en la época que domina el silicio - es un parque temático verde y de cielo prístinos, que sirve para que los turistas hagamos fotos con nuestros dispositivos. El silicio tiene algo etéreo y transparente, como la sociedad a la que da forma, que impide captar la gravedad de la vida que alumbraba y calentaba el carbón de entonces. Nos seguimos matando por su propiedad, en eso todo sigue igual, pero el mundo que alumbra y calienta el silicio es otro. Aunque parques temáticos como el de Zollverein, cerca de Essen, tienen una utilidad encomiable. Desvelan el fracaso de la transparencia a que ha llevado el silicio con su historia de inmediatez y aceleración. La generación del carbón siempre luchó y mató por una vida mejor. Eran fantásticos y estremecedores aquellos sueños de la antracita, reflejados en los relatos de las familias que se hicieron millonarios con las minas decimonónicas. Sus herederos de la generación del silicio, al fin y al cabo, solo hemos conseguido una vida más cómoda, aunque también la llamemos mejor. Lo que pueda ser mejor, lo que signifique mejor para los del silicio se ha perdido, sin saber muy bien como, ni por qué, en el trayecto rápido que hemos hecho entre el carbón y el silicio. Hemos perdido el significado de lo mejor, porque nunca hemos tenido la oportunidad de enfrentarnos al significado de lo peor. Dejémoslo, como decía, en más cómodo. Somos mas limpios, sí, pero infinitamente más turbios nadando aceleradamente en el líquido transparencia de nuestra inmediatez.
Wikipedia dixit: El Complejo industrial de la mina de carbón de Zollverein es un antiguo lugar industrial en la ciudad alemana de Essen, en el estado federal de Renania del Norte-Westfalia. Ha sido inscrito por la Unesco en la lista de sitios Patrimonio de la Humanidad desde el 14 de diciembre de 2001 y es uno de los puntos más importantes de la Ruta europea de la Herencia Industrial. La familia Krupp es de Essen; establecieron una industria para producir acero en sus inmediaciones en 1811. Essen fue durante décadas la ciudad minera más grande de Europa gracias al imperio de la industria de armamentos de esta importante familia.
A mi lo de la herencia industrial es lo que menos me convence de esta postal de la nueva primavera minera. La gente del carbón eran pétreos. La amenaza de la mina no era comparable a la de los bancos de hoy en el día día. La amenaza de la mina venia de dentro de la Tierra, que todavía seguía imponiendo sus leyes. En la época minera se sabía que cualquier día en la mina podía ser el último. Temían a la muerte, seguro. Se sentían inmortales, ni pensarlo. Lo único que tenían claro era que la vida y la muerte iban de la mano. La amenaza del silicio, que es la de los bancos, no se sabe donde está ubicada, y menos cuando darán el zarpazo. Con el carbón no existía el aburrimiento que despliega mediante sus formas la forma de vida que ha creado el silicio. El carbón renovaba la tragedia griega. El silicio despliega un meloso sainete perverso que impide la catarsis. Es decir, la renovación que toda vida necesita. Lo que nos mete en algo desconocido hasta ahora, algo post o infrahumano. No sé. Por eso mas que herencia industrial, yo vi, dentro a de las instalaciones de Zollverein, y con todo el mundo haciendo fotos de un mundo inexistente, la ruptura del ciclo de la industria, que es también el de la vida. Vi otra naturaleza haciendo fotos a lo que quedaba de la Antigua Naturaleza. Sólo el hambre y el miedo, me dije, nos harán a los del silicio volver la vista hacia la "infelicidad" de los del carbón. Mientras tanto, solo tendremos el disfrute de una libertad tan feliz como estéril.
Dentro a de la mina del carbón se conserva la opacidad del mundo y todo depende de las excavaciones. En el silicio todo es transparente, sin posibilidad de oscuridad. O como dice Han, de negatividad. Dentro de la mina está la mugre que mancha al minero y el grisú que lo puede hacer saltar contra la roca oscura, pero al salir de la mina estaban el agua, el jabón y el oxigeno que lo limpian y lo revitalizaban. En el mundo del silicio no hay excavaciones que valgan, no hay viaje a través de la noche. Todo es luz, todo está limpio y así todo acaba siendo transparente. En decir, el fondo igual a la forma. No hay por tanto rastro de espíritu. Solo materia expuesta permanentemente a la ley de la oferta y la demanda. Trozos de carne con ojos, en fin. Con el carbón un día podían no ser, podían desaparecer. Con la aparente ligereza de la vida que ha creado el silicio, siempre podemos serlo todo. O sea, nada. Me produjo escalofrío ver a unos tipos reírse indiferentes ante el aspecto oscuro y triste que ofrecía el parque temático a los visitantes. Como no veían nada, optaron por hacerse unos selfies, con el telón de fondo negruzco. Al igual que las risas que he visto otras veces en los campos de concentración, la herencia del dolor y el sufrimiento del carbón, la herencia de su mugre, no es la herencia de la industria, es la herencia de su alegría renovada por el florecimiento diario de la vida, la cual se ha roto con el estilo que ha impuesto el silicio a sus consumidores. Entendería cualquier otro gesto de los del silicio, siempre y cuando no dejaramos de revelar el milagro por seguir vivos, pero esa risa perpetua con que sujetan sus dispositivos delante de sus caras, arrastra una trampa invisible: hace la vida, sin peligro de muerte alguno, obligatoria, es decir, sin significado. Una vida de silicio que, al fin y a postre, acabará siendo más pesada que la del carbón y el acero. Una vida de silicio que, a la larga, no mata el dolor, ni el sufrimiento. Únicamente los cataloga y estabula, como a las vacas, para que no molesten y no se distraigan en su cometido: la obligación de vivir riendo. Una vida de silicio que solo le preocupa hacer desaparecer la mugre, pero se amilana ante los hedores que destilan sus inevitables calamidades.
La producción de carbón comenzó a declinar a principios de los años sesenta. Pero antes, la fuerza de su combustión todavía reciente, que había dejado cien millones de muertos, encendió, al fin, la imaginación diplomática de los encarnizados enemigos del continente: Francia y Alemania, formando en 1950 la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, CECA. El embrión de lo que hoy es la Unión Europea.
Por lo demás las ciudades de la cuenca del Ruth - Essen por ejemplo, y a pesar de la lluvia inclemente - es hoy luminosa y magnifica. Aniquilada su angosta antigüedad urbanística, arquitectónica y minera en un 70 %, por efecto de la segunda carnicería del carbón, aparece hoy ante el turista limpia, museística - el museo de la CECA como espacio simbólico de una gran importancia - amplia en sus avenidas, transparentes desde cualquiera de sus puntos de vista. En fin, aparece dinámica en su nueva máscara cultural y de servicios. Por todo ello, fue nombrada capital cultural europea en 2010. Lo cual me pone delante de los dilemas de la industria del turismo municipal alemán. Destruidas por las bombas casi en su totalidad, a una ciudad alemana ¿qué es lo que mejor le conviene, para que sigan queriéndola sus visitantes? ¿Levantar de nuevo una copia de la ciudad anterior a los grandes bombardeos? O, ¿inventarse una ciudad nueva, que sea testigo de una época, no digamos más humana, digamos solo y sin tanta audacia, post bombardeos con bombas (pues bombardeos los padecemos de mucha clases). A mi me gusta mas la segunda solución, que es la que han elegido los munícipes de casi todas las ciudades alemanas, por cierto, bombardeadas con bombas sin piedad y sin justificación militar por los aliados, oficialmente los liberadores del continente. No me puedo imaginar caminando por la "antigua" ciudad de Essen después de su desaparición. Sería como caminar entre fantasmas. Hitchcock llamó "Vértigo" a ese sentimiento tan melancólicamente humano. Para entendernos, prefiero tener la posibilidad hoy de pasear por la ex bombardeada Berlín y también por el nunca bombardeado París. Son dos paseos, creo yo, que ofrecen mas posibilidades a la mirada de silicio de los ciudadanos, que hoy transitan y negocian sobre el espacio del continente razonablemente en "paz", e imaginan su porvenir inmersos en su tiempo lleno de clarooscuros.