Acabo de comprar un libro que se titula "La filosofía hoy", de Emilio Lledó. Tiene un subtítulo que es una cita de Antonio Machado: "Hoy es siempre todavía". Me ha parecido, además de su santo y seña, la mejor manera de iniciar mi comentario de la novela "La quinta esquina" de Izrail Metter, fijándome en las dos acepciones significativas de la cita machadiana, que pueden afectar a mi lectura: leída la cita como muro o leída como puente. Leída de forma literal e histórica o leída como una de las formas de tiempo literario.
Ciertamente los regímenes totalitarios nos son los sistemas democráticos. Pero de esto ya nos han informado la historia, la economía, la sociología, etc, mucho antes de que Boria, el narrador de "La quinta esquina", aparezca en la vida del lector. Y, sobre todo, lo sabemos por nuestra propia experiencia. Pero la pregunta continua brillando en lo mas alto y arañándonos en lo mas hondo, ¿qué significa, para los lectores de aquí y ahora, tener que enfrentarnos al relato de la vida de Boria?
Oír y ver cómo Boria se sobrepone a esa experiencia, arrastrando la culpa que destilan sus palabras, que lo confirman ante el lector como un ser todavía existente, después de haber perdido a su mejor amigo y a la mujer de su vida y de sus sueños, es preguntarnos a nosotros mismos sobre por qué seguimos todavía vivos. Es preguntarnos cómo hemos tomado la palabra, para averiguar qué hacemos aquí de esta manera, para comprobar qué o a quién hemos perdido, qué o quien hemos traicionado, qué o a quién hemos olvidado intencionadamente, qué o quién no nos merecemos en este bienestar oligárquico nuestro. Y es que "hoy es siempre todavía", si somos honestos como lectores y prescindimos de su acepción como muro, hace de puente hacia la vida de Boria. Sintiéndonos más cerca incluso de él que de quienes nos acompañan, tan pegados como extraños, cada día en el trabajo o en la familia. Lo cuál confirma lo que deberíamos saber al aceptar el reto de escuchar a Boria y sentarnos alrededor de la mesa: que la literatura y la filosofía hablan de lo que es intemporal en el ser humano. No de su coyuntura democrática o totalitaria, sino de nuestra condición perenne, suicida y aniquiladora, agazapada en los rincones oscuros de nuestras alma o condición.
¿Puede no quedar perplejo el lector, cualquier lector de cualquier latitud y creencia y de color de piel, ante las primeras palabras de Boria, que son también su carta de presentación.
Oigámosle con atención y arrobada emoción:
"El amigo de mi ya lejana infancia, Sasha Beliavski, murió cerca de Kiev el primer año de la guerra. Pero, desde mucho antes de su muerte, nos veíamos tan rara vez que, cuando nos encontrábamos, ambos experimentábamos un sentimiento extraño: era como si nuestra antigua amistad nos obligara a mantener una familiaridad que, quizá justamente por lo antiguo de la misma, no existía entre nosotros.
Nos unían los recuerdos de la niñez, fijos como en una fotografía de aficionados. Todo cuanto recordábamos se podía contar con los dedos de la mano: la dacha en los alrededores de Jarkov, ahora inexistente, la hamaca en la que nos mecíamos, los escarabajos en las cajas de cerillas, una tormenta de granizo, el juego de los indios. Una infancia buena, recóndita, aislada del mundo entero - de ese pernicioso torrente de información, como se dice ahora -, no nos daba derecho a una amistad adulta."
Después de este comienzo puede le lector prescindir, en su lectura, de las preguntas: ¿para qué? ¿a quién? ¿por que me cuenta lo que me va a contar? Después de ese comienzo puede el lector, cualquier lector de cualquier latitud y creencia, y de color de la piel, no sentirse conmovido e interpelado? ¿Puede sentarse pasivamente a esperar, a ver qué pasa? Puede no preguntarse: ¿qué nos roba la vida, la misma que nos impulsa a seguir viviendo después de la pérdida de la inocencia?
Boria salta con sus palabras de un lado para otro en el espacio, pero yo las siento, y me encuentro con ellas, moviéndose en el tiempo como embrión de todo lo originario y consuelo de todo final. Usa sus palabras - invitando de paso al lector a hacer lo mismo con las suyas, si es que se llega a sentir interpelado - para superar la minoría de edad a que lo ha sometido el régimen estalinista. ¿Qué gobernante democrático, después mucho tiempo en el gobierno, no deja de ser el pequeño Bonaparte y se convierte en el gran emperador Napoleón?
Se lo dice claro al lector atento, que lo siga escuchando:
"No teníamos derecho a llorar. No teníamos derecho a continuar sentados sin expresión en el rostro. Debíamos aplaudir. La sospecha de todos contra todos se arraigaba en el cerebro, irradiaba los genes, cambiando su código; la sospecha ya era hereditaria.
Y, pese a todo, la gente trabajaba. Trabajaban olvidándose de sí mismos, de sus beneficios. Arriesgaban su vida en nombre de la felicidad del género humano. Pero esa felicidad se alejaba en el horizonte, como un espejismo. Los hombres caminaban hacia ella como hormigas, cargados de trabajo, infatigables; cuando en su camino se encontraban con sus camaradas caídos, los evitaban pasando por un costado y continuaban hacia adelante con su carga.
Esa época mostró que el ser humano no conoce límites para sus capacidades, ni para el heroísmo, ni para la bajeza.
La cronología me estorba; se enreda entre las piernas tratando de crear un orden, allí donde este resulta embarazoso.
En la vida de todo hombre existen acontecimientos que están claramente ligados al tiempo. Pero sucede también así: había una vez un año,, había una vez un mes, había una vez un reino,..."
¡Cómo no suscribir estas palabras hoy en día! Boria no solo está ocupado con el tiempo de su narración, sino también muy preocupado, como para atreverse a advertir al lector. Sin ocultar su duración personal en aquel régimen, quiere dejar constancia de ese fluir temporal que transita también por su conciencia, ya que eso es lo que permitirá ser escuchado cuando él desaparezca. Talmente en este momento que lo leo.
Un régimen, el estalinista, como dice el propio narrador, ya no es histórico en el relato, sino algo intemporal. Un régimen, hoy ya no lo podemos ocultar, que no es solo una entidad política, sino que forma parte intrínseca de lo que alumbra nuestro esclarecimiento existencial. Un régimen que es un mapa emocional, transitivo y transitable por cualquier lector que quiera poner luz en su alma. Está sucediendo, nos está sucediendo en cada momento. Entonces, ¿qué impide revelarnos individualmente contra el adocenamiento colectivo que padecemos? Boria, al menos, se ha dado cuenta y hace uso de sus palabras. Y las lanza al mundo. ¿Cómo usamos nuestras palabras en una sociedad de libertad de expresión legalizada? ¿Cuál es el sentido de unas existencias, como es nuestro caso, cuando no corren peligro inminente de desaparición en los sumideros del Estado? ¿Dónde desaparecen o se ocultan cada día? Como denuncia el filósofo Han, detrás de nuestra transparencia, de nuestro indomable positivismo, de nuestro pertinaz ensimismamiento, en fin, detrás del bienestar "inmerecido" de las sociedades democráticas. Un bienestar antiedad, que queda al margen del fluir de cualquier tiempo. Inmortales, al fin. Un positivismo y ensimismamiento que es, tal vez por ello, fuente de la barbarie democrática. Ya nos advirtió Benjamin, sobre la forma en que se expresa nuestra barbarie al banalizar el bien del bienestar que se goza en las sociedades democráticas. Cómo las barbaries comunista y nazi lo fueron debido a la banalización del mal. Una barbarie democrática contra la que, a diferencia de la barbarie comunista donde vive Boria, y en la que todavía se puede imaginar el bien, no tenemos recursos para enfrentarnos a ella porque somos incapaces de imaginar el mal, además de vivir obstinadamente de espaldas a la muerte.
Este es el reto a que nos enfrenta, creo yo, el aprendizaje de esta lectura por uno de los senderos de la barbarie del totalitarismo europeo, al leerlo y comentarlo apoyados sobre los mullidos cojines de nuestro ensimismamiento democrático. Dos tipos de barbaries (la totalitaria y la democrática) que, sin embargo, se pueden descubrir y mirarse con asombro, cara a cara, en el acto mismo de la lectura de esta novela, por mor del coraje que pone su narrador Boria, y del que deben poner sus lectores al no tener miedo de insertarlas en el interior de sus vidas. Porque pensar y escribir sobre cómo vivimos, en todo tiempo y lugar, es en principio un asunto de valor y coraje.
sábado, 31 de octubre de 2015
viernes, 30 de octubre de 2015
A LOS LECTORES ADULTOS, ¿PARA QUÉ NOS SIRVEN LOS NIÑOS, PARA QUÉ NOS SIRVEN LOS CUENTOS?
Otro de los grandes mitos románticos que está desapareciendo, junto con el de la linealidad de los relatos, es el que persevera en que su lectura nos hará libres. Justamente porque ya no se puede leer en línea recta, con la lectura solo podemos aprender a ser, no libres, sino responsables en una sociedad que parece aceptar democratizarse conviviendo con todas sus imperfecciones e incertidumbres dentro, dejando de lado el sueño exterior de la exactitud y perfección del paraíso, puesto que se ha mostrado un sueño tan doliente como inalcanzable.
El "sueño" ahora será, en términos lectores, no tanto que un relato nos enganche desde la primera línea, como aprender a responsabilizarnos delante de las palabras de la voz narradora que lo cuenta. ¿Qué significa pedir a un relato que nos enganche desde la primera línea, o simplemente pedirle que nos enganche? Significa que no queremos tener delante a una escritor, sino a un amanuense. Y significa algo peor, la puesta en marcha de un colosal chantaje, mediante el que esas personas justifican ante el mundo que solo quieren ser meros clientes, pero también quieren que los sigamos llamando lectores. Pues sólo quieren que les cuenten lo que a priori quieren escuchar porque ya se lo saben, y eso los tranquiliza. Incluso cuando piden al narrador que los sorprenda. ¿Es tranquilidad y no libertad (que no es, ni de lejos, lo mismo) lo que anhelan con sus lecturas los tardo románticos? Leer así significa, en fin, substituir el pacto de responsabilidad literario entre quien escribe y quien lee, por el pacto comercial entre quien vende un libro y quien lo compra. Un pacto de responsabilidad que responde tanto a la necesidad del que cuenta como a la necesidad del que ha de escuchar al leer. Dos necesidades que se condicionan mutuamente, pero que nunca deben intentar apropiarse o abusar la una de la otra. Durante toda la experiencia lectora y después de ella, tanto el lector como el narrador (en la mente de aquel), deben continuar siendo dos almas inteligentes y sensibles de la única manera que lo pueden serlo, siendo responsables. Que el pacto de responsabilidad lo rompa el escritor, creando un narrador cuyas palabras sean, no complicadas, sino intransitivas e impenetrables, es decir, unas palabras que no tengan en cuenta en el acto creativo al lector que las va a leer, perjudica únicamente al propio autor. Pero que el pacto de responsabilidad lo rompa el lector, chantajeando al autor de la manera que decía antes, afecta, deteriorándolo, al núcleo mismo de la acción lectora. Ya que, en última instancia, la última palabra sobre toda creación literaria la tiene siempre el lector.
Llegados a este extremo de irresponsabilidad, que es donde se encuentran instaladas muchas de las accciones lectoras de las sociedades democráticas actuales, y si la lectura solo puede ser lo que el lector-cliente exige que sea, convengamos entonces que no se está leyendo. O que se está leyendo de forma irresponsable. Tal vez se compren muchos libros, o se bajen mas de internet, pero todos esos lectores no hacen otra cosa que leerse así mismos. Una y otra vez, una y otra vez. Y da lo mismo a lo que se enfrenten, sea un libro, un cuadro, una sinfonía. Únicamente se miraran y se oirán así mismos. Para salir de ese ensimismamiento lector - que es el correlato del ensimismamiento ciudadano vigente - y poder abrirnos al ámbito del escuchar al otro, de mirar al otro, en fin, de reconocer la existencia de todo lo otro que no sea el yo, les dejo la siguiente pregunta: ¿a que se parece la lectura, si como todos sabemos, al abrir un libro, lo primero que oímos es la voz de quien nos cuenta la historia, que no es el lector pero que se le parece?
Escuchar por primera vez la voz de un narrador se podría comparar con la primera vez que escuchamos las voces de nuestros padres nada más nacer. El buen leer adulto conserva, en cuanto a la relación con las palabras de la ficción, ese momento de asombro y curiosidad fundacional de relación con las palabras de la vida, ese enfrentarnos a palabras que no podemos entender. Entonces, ¿para que sirven los niños? y ¿para qué sirven los cuentos? Sería a todas luces insuficiente responder que los niños sirven para cuidarlos. Y los cuentos para leerlos. Todos los animales cuidan a sus retoños, pero no todos los padres asombran a sus hijos con sus relatos. Tenemos que buscar la respuesta a esas dos preguntas, no en el ámbito del pragmatismo retórico, sino en el ámbito de la imaginación, que para eso somos lectores. Sólo podemos saber para qué sirven los niños, si somos capaces de saber, dentro de ese ámbito inicial del nacer, para qué sirven también las palabras de los cuentos. Yo creo que los niños y los cuentos sirven a los lectores adultos para recordar y mantener viva, es decir, para imaginar esa capacidad de asombro primera, en la que escuchamos las primeras palabras de nuestra vida salidas de la boca de alguien que es y no es como el recién nacido. Nuestros padres. Ese enfrentamiento con el no entender las primeras palabras con que todo relato comienza. En este sentido el recién nacido y el lector adulto que oyen por primera vez la voz de un narrador se asemejan, al estar bajo la influencia de esa primera capacidad de asombro y curiosidad. Les separa el tiempo histórico, no el tiempo poético. Lo que acontece en el alma de un bebé y de un lector adulto es semejante en ese momento fundacional. El primero escuchando por primera vez las voces de sus padres y el lector adulto escuchando por primera vez la voz del narrador. Y ese momento está lleno de lo mismo: perplejidad y curiosidad a partes iguales. Perplejidad y curiosidad ante alguien, los padres y el narrador, que no son como nosotros (niño y lector adulto) pero tampoco son ajenos: están diciendo continuamente, están hablando todo el rato y nosotros (niño y lector adulto) tenemos que escucharlos. No de una forma pasiva si queremos vivir y leer, sino haciendo algo con lo que escuchamos. Nos vamos construyendo en relación con lo que los padres y el narrador nos dicen. El territorio de la lectura adulta, narrador-lector, y el de la afectividad primera, padres-hijos, son el mismo en cuanto al enfrentamiento con las palabras que no podemos entender. Por tanto, el leer adulto y el empezar a vivir de un niño significan lo mismo. Verdaderamente sólo empezamos a leer, y solo empezamos a afrontar la existencia recién estrenada, cuando no entendemos las palabras que escuchamos a los otros. Cuando no entendemos al narrador y a los padres.
Por eso ante las preguntas dirigidas a los lectores adultos ¿para qué nos sirven los niños? y ¿para qué nos sirven los cuentos?, ¿cabría responder?: para que los lectores adultos nos volvamos más cuidadosos. O lo que es lo mismo, para proteger nuestra frágil humanidad del nihilismo depredador que, como un gangrena, los adultos llevamos instalado dentro fruto del paso inapelable del tic tac del tiempo histórico, que nos fuerza renunciar a ver, y a escuchar. Para proteger aquel tiempo poético fundacional. El tiempo del asombro y la curiosidad permanente: la capacidad de enfrentarnos a las palabras que de pronto no podemos entender.
jueves, 29 de octubre de 2015
LOS TEMORES OCULTOS, cuento de Luis Mateo Díez
No prestamos nuestra atención a cualquier precio, pero allí donde la prestamos es donde realmente estamos. Posiblemente, zapeando. Dándose el caso frecuente que estando en la tertulia a la que hemos decidido asistir, "estemos" de verdad en otro sitio. Todos los lectores que compartimos nuestras lecturas pasamos por este trance hasta que, poco a poco y mediante el respeto mutuo a nuestras intervenciones, vamos construyendo el espacio común del habla propicio, y necesario, para escuchar al narrador del cuento que pide nuestra atención, que es para lo que nos ha convocado. Esta es, a mi entender, la grandeza de leer y escuchar, atentamente, en compañía.
Lo que no podemos es no prestar atención. Estemos donde estemos siempre prestamos nuestra atención a algo o a alguien. Una atención, sin más remedio, interesada. Es decir, con todo el derecho a reclamar algo a cambio. Todas las atenciones son legítimas, pero no todas ven lo mismo allá donde ponen los sentidos. Por tanto, todas las atenciones llevan unidos - como la uña lo está a la carne - su préstamo junto a la responsabilidad por lo prestado. Leer un texto en compañía sirve para aproximar atenciones. No para unificarlas. Pero, ¿para qué sirve aproximar las atenciones de los lectores si todas son legítimas? Porque a las atenciones que ven menos les puede interesar no tanto ver mas como ver mejor. Pero, ¿quién decide cual es el lugar desde donde se ve mejor, con mejor perspectiva, eso a lo que hemos decidido prestarle muestra atención? ¿Aceptamos el pacto, para eso nos ha convocado, que ese lugar es el que ocupa el narrador y hacia el cual debemos converger todos los lectores? Un lugar que queda enmarcado entre las primeras palabras del relato y las últimas. Pero, ¿ese lugar puede hacer indistintas la diferentes atenciones que se fijen en él? Convengamos, también, que el trayecto lector es uno pero las atenciones sobre sus mojones (por ejemplo, las tres manchas de sangre en "Los temores ocultos") son tantas como lectores, y que aquí cada lector se la juega para llegar sano y lúcido a las últimas palabras del relato. Convengamos, por último, que nuestra atención nos puede extraviar en el recorrido. No muy diferente pasa en la vida, con la diferencia de que los extravíos existenciales pueden ser fatales. Por eso es fundamental la mejor atención en el momento de la lectura. Es es su valor de uso al volver luego al trajín de la existencia. Nos ayuda a reparar los extravíos inherentes al empeño indeclinable por seguir vivos.
Todos los lectores iniciamos el trayecto lector con nuestro fardo existencial a cuestas. No es que esto sea necesario, es que es inevitable. Por un lado, están las razones abstractas, binarias. sumarias, frías como una ecuación de segundo grado, que demuestran la viabilidad y exactitud del mundo. Por otro, los impulsos callados que banalizan el mal tanto como el bien, y que afean y arruinan la significación del mundo. Es decir, banalizan su belleza. La atención del lector que reclama el narrador del texto tiene que abrirse paso entre estos dos feroces rinocerontes. Ese fardo, es decir, el mundo real donde vivimos, nos pesa y nos asfixia por esa combinación estrafalaria que siempre hacemos entre razones frías e impulsos callados, lo que produce una equivocada o precaria capacidad para otorgarle significado a lo que nos rodea. Por ejemplo, confundir el espíritu romántico que, como el espíritu cristiano, marxista, psicoanalítico, etc..., atraviesan de forma arbitraria nuestra época, caracterizada por el predominio de la sospecha sobre todas las creencias menos sobre una, con que nuestra época es absoluta y excluyentemente romántica, o cristiana, o marxista, o psicoanalítica, etc...O confundir el presente como una dimensión del pasado o el individuo como una excrecencia de la sociedad, cuando todo quisque siente y padece que es al revés. Confusiones que protagonizan muchas de las vidas actuales, dichas urbanas y modernas. Y que traducidas a la práctica de la lectura, se reflejan, por ejemplo, en el hecho de que hay un gran número de padres y profesores empeñados en proveer a los niños de textos que pueden dejarle una enseñanza moral, de forma más o menos explícita, con el convencimiento de que eso cambiara sus actitudes antisociales. La confianza ciega que tienen en el poder de la lectura no deja de ser sorprendente. La cosa, sin embargo, no es tan sencilla, ni tan mecánica. Principalmente porque este enfoque olvida la multiplicidad de significados que los textos tienen para cada lector. La pregunta se desprende por si sola, ¿cuántos lectores adultos leen hoy, todavía, bajo la influencia de ese enfoque que aprendieron en su infancia?
El itinerario de un cuento corto es comparable al trayecto que hacemos para ir a comprar el pan, o para ir cada día a trabajar. Muchos de esos cuentos no revisten ningún interés en superficie, ni presentan ningún matiz reseñable. Otros son descabellados. Otros no disimulan el dejar ver el fervor dramático que acompaña a las relaciones entre sus protagonistas. En cualquiera de los casos, sin embargo, la autoridad del narrador: "he imaginado una historia para alguien y quiero que ese alguien se comprometa con lo que he escrito", está ahí, dentro de esa insustancialidad, el disloque inexplicable o el dramatismo desatado. Y esta ahí para transformar todos esos materiales, reconocibles en el trajín de nuestras vidas cotidianas, en objeto de nuestro interés poético mediante osadas, refinadas y matizadas precisiones del lenguaje, que hacen aparecer la sustancia donde aparentemente no la había, explican lo aparentemente inexplicable y enfrían los dramas pasionales hasta hacerlos visibles, estimulando de paso nuestra compasión. ¿Qué ocurre cuando ese alguien lector se convierte en nadie, debido a que la forma de hacer del escritor consigue que todos los lectores lean lo mismo y de la misma manera? Ocurre, a su vez, que el autor puede sentir que ha perdido su autoridad como narrador. ¿Es este el inesperado descubrimiento de nuestro narrador-escritor de "los temores ocultos", el cuento que leímos en la última tertulia? ¿Es su falta de osadía narrativa lo que le bloquea la salida de la habitación donde escribe? ¿Nosotros, lectores competentes, acostumbrados a tratar con narradores de autoridad probada, lo vamos a dejar, ahí dentro, que se muera de asco o de pena o de miedo, después de haber leído su honesta y desesperada confesión? ¿Qué podemos hacer para "salvarlo"?
Con la Autoridad de su narrador al frente, la lectura de un cuento corto debería servir para consolarnos de aquellas confusiones y para mitigar la colosal fatiga y hastío que las acompañan. Lo ideal, y también lo deseable, es llegar al otro lado de la puerta - por referirme a las últimas palabras de "Los temores ocultos" - con el fardo aludido vacío. Es decir, libres, al fin, de toda esa estrafalaria combinación antes mencionada mediante la que intentamos a toda costa seguir vivos. Y, a cambio, llegar con el espíritu ahíto, elevándonos por la fuerza de la imaginación lectora que nos ha proporcionado el recorrido. Pero la pesadez del fardo juega en contra de nuestros sentidos y del sentido de la atención que le debemos prestar a la Autoridad del Narrador. Juega en contra, al fin y al cabo, del descubrimiento y disfrute de la belleza. Algo a lo seguimos teniendo derecho, por haberle hecho el valioso e irrepetible préstamo de nuestra atención. Atención de la que somos, por razones que emanan de ese mismo derecho, los únicos responsables. Porque siendo toda experiencia lectora "propiedad" inexcusable e irrepetible de cada lector, no puede, ni debe, transmitir la sensación de que queda colgada en un limbo, indiferenciada con otras experiencias lectoras. Es aquí, y a partir de este momento, donde todo escritor empieza a perder su autoridad narradora.
Lo que no podemos es no prestar atención. Estemos donde estemos siempre prestamos nuestra atención a algo o a alguien. Una atención, sin más remedio, interesada. Es decir, con todo el derecho a reclamar algo a cambio. Todas las atenciones son legítimas, pero no todas ven lo mismo allá donde ponen los sentidos. Por tanto, todas las atenciones llevan unidos - como la uña lo está a la carne - su préstamo junto a la responsabilidad por lo prestado. Leer un texto en compañía sirve para aproximar atenciones. No para unificarlas. Pero, ¿para qué sirve aproximar las atenciones de los lectores si todas son legítimas? Porque a las atenciones que ven menos les puede interesar no tanto ver mas como ver mejor. Pero, ¿quién decide cual es el lugar desde donde se ve mejor, con mejor perspectiva, eso a lo que hemos decidido prestarle muestra atención? ¿Aceptamos el pacto, para eso nos ha convocado, que ese lugar es el que ocupa el narrador y hacia el cual debemos converger todos los lectores? Un lugar que queda enmarcado entre las primeras palabras del relato y las últimas. Pero, ¿ese lugar puede hacer indistintas la diferentes atenciones que se fijen en él? Convengamos, también, que el trayecto lector es uno pero las atenciones sobre sus mojones (por ejemplo, las tres manchas de sangre en "Los temores ocultos") son tantas como lectores, y que aquí cada lector se la juega para llegar sano y lúcido a las últimas palabras del relato. Convengamos, por último, que nuestra atención nos puede extraviar en el recorrido. No muy diferente pasa en la vida, con la diferencia de que los extravíos existenciales pueden ser fatales. Por eso es fundamental la mejor atención en el momento de la lectura. Es es su valor de uso al volver luego al trajín de la existencia. Nos ayuda a reparar los extravíos inherentes al empeño indeclinable por seguir vivos.
Todos los lectores iniciamos el trayecto lector con nuestro fardo existencial a cuestas. No es que esto sea necesario, es que es inevitable. Por un lado, están las razones abstractas, binarias. sumarias, frías como una ecuación de segundo grado, que demuestran la viabilidad y exactitud del mundo. Por otro, los impulsos callados que banalizan el mal tanto como el bien, y que afean y arruinan la significación del mundo. Es decir, banalizan su belleza. La atención del lector que reclama el narrador del texto tiene que abrirse paso entre estos dos feroces rinocerontes. Ese fardo, es decir, el mundo real donde vivimos, nos pesa y nos asfixia por esa combinación estrafalaria que siempre hacemos entre razones frías e impulsos callados, lo que produce una equivocada o precaria capacidad para otorgarle significado a lo que nos rodea. Por ejemplo, confundir el espíritu romántico que, como el espíritu cristiano, marxista, psicoanalítico, etc..., atraviesan de forma arbitraria nuestra época, caracterizada por el predominio de la sospecha sobre todas las creencias menos sobre una, con que nuestra época es absoluta y excluyentemente romántica, o cristiana, o marxista, o psicoanalítica, etc...O confundir el presente como una dimensión del pasado o el individuo como una excrecencia de la sociedad, cuando todo quisque siente y padece que es al revés. Confusiones que protagonizan muchas de las vidas actuales, dichas urbanas y modernas. Y que traducidas a la práctica de la lectura, se reflejan, por ejemplo, en el hecho de que hay un gran número de padres y profesores empeñados en proveer a los niños de textos que pueden dejarle una enseñanza moral, de forma más o menos explícita, con el convencimiento de que eso cambiara sus actitudes antisociales. La confianza ciega que tienen en el poder de la lectura no deja de ser sorprendente. La cosa, sin embargo, no es tan sencilla, ni tan mecánica. Principalmente porque este enfoque olvida la multiplicidad de significados que los textos tienen para cada lector. La pregunta se desprende por si sola, ¿cuántos lectores adultos leen hoy, todavía, bajo la influencia de ese enfoque que aprendieron en su infancia?
El itinerario de un cuento corto es comparable al trayecto que hacemos para ir a comprar el pan, o para ir cada día a trabajar. Muchos de esos cuentos no revisten ningún interés en superficie, ni presentan ningún matiz reseñable. Otros son descabellados. Otros no disimulan el dejar ver el fervor dramático que acompaña a las relaciones entre sus protagonistas. En cualquiera de los casos, sin embargo, la autoridad del narrador: "he imaginado una historia para alguien y quiero que ese alguien se comprometa con lo que he escrito", está ahí, dentro de esa insustancialidad, el disloque inexplicable o el dramatismo desatado. Y esta ahí para transformar todos esos materiales, reconocibles en el trajín de nuestras vidas cotidianas, en objeto de nuestro interés poético mediante osadas, refinadas y matizadas precisiones del lenguaje, que hacen aparecer la sustancia donde aparentemente no la había, explican lo aparentemente inexplicable y enfrían los dramas pasionales hasta hacerlos visibles, estimulando de paso nuestra compasión. ¿Qué ocurre cuando ese alguien lector se convierte en nadie, debido a que la forma de hacer del escritor consigue que todos los lectores lean lo mismo y de la misma manera? Ocurre, a su vez, que el autor puede sentir que ha perdido su autoridad como narrador. ¿Es este el inesperado descubrimiento de nuestro narrador-escritor de "los temores ocultos", el cuento que leímos en la última tertulia? ¿Es su falta de osadía narrativa lo que le bloquea la salida de la habitación donde escribe? ¿Nosotros, lectores competentes, acostumbrados a tratar con narradores de autoridad probada, lo vamos a dejar, ahí dentro, que se muera de asco o de pena o de miedo, después de haber leído su honesta y desesperada confesión? ¿Qué podemos hacer para "salvarlo"?
Con la Autoridad de su narrador al frente, la lectura de un cuento corto debería servir para consolarnos de aquellas confusiones y para mitigar la colosal fatiga y hastío que las acompañan. Lo ideal, y también lo deseable, es llegar al otro lado de la puerta - por referirme a las últimas palabras de "Los temores ocultos" - con el fardo aludido vacío. Es decir, libres, al fin, de toda esa estrafalaria combinación antes mencionada mediante la que intentamos a toda costa seguir vivos. Y, a cambio, llegar con el espíritu ahíto, elevándonos por la fuerza de la imaginación lectora que nos ha proporcionado el recorrido. Pero la pesadez del fardo juega en contra de nuestros sentidos y del sentido de la atención que le debemos prestar a la Autoridad del Narrador. Juega en contra, al fin y al cabo, del descubrimiento y disfrute de la belleza. Algo a lo seguimos teniendo derecho, por haberle hecho el valioso e irrepetible préstamo de nuestra atención. Atención de la que somos, por razones que emanan de ese mismo derecho, los únicos responsables. Porque siendo toda experiencia lectora "propiedad" inexcusable e irrepetible de cada lector, no puede, ni debe, transmitir la sensación de que queda colgada en un limbo, indiferenciada con otras experiencias lectoras. Es aquí, y a partir de este momento, donde todo escritor empieza a perder su autoridad narradora.
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Mirada abierta,
Novelas y cuentos
miércoles, 28 de octubre de 2015
SOBRE LA MEDIOCRIDAD
El descubrimiento de que
la vida nunca va de broma (no otra cosa significa ser adulto) debería
acercarnos a la literatura y a la creación en general (no me refiero solo a la
literatura que se ve como arte: en festivales, en los premios, en las
librerías, en el mundo económico, sino
fundamentalmente a la literatura que nos hace ver, no sólo su arte, sino, sobre
todo, la vida) para dos cosas. Una, para consolarnos de tan espantosa toma de
conciencia. Dos, para tratar de entender lo que eso supone hasta que nos llegue
el momento de la tumba final. Consuelo y conocimiento que forman las
coordenadas por donde debería transitar el tiempo de la llamada edad adulta. Un
tiempo que es real y de ficción al mismo tiempo (ya no es todo ficción como
cuando éramos niños, ni solo real como cuando éramos jóvenes), y que debe ser,
por tanto, de renovación y mejora de nuestra humanidad. Deteriorada y
desgastada en su incapacidad de alcanzar significaciones creíbles por el hecho de
insistir en continuar vivos. Se trata de superar la concepción mercantil de la
palabra entretenerse, alcanzando a entender su verdadera dimensión existencial.
Estar entre. Existir entre y dentro de un horizonte limitado del pensar, más
allá del cual parece encontrarse la seriedad y autenticidad del ser. Eso
invisible, siempre reacio a su acontecer delante de nosotros, y que es de donde surge
el horizonte de nuestro saber.
No se trata de salir de
la dorada mediocridad, propia del bienestar de nuestro modelo de vida, mediante la puesta en práctica de la pura vitalidad. Eso
que se llamaba voy a pasármelo bien o voy a meterme en multiplicidad de tareas
que me hagan sentirme vivo. Yo creo que lo importante es
tener conciencia de cuánto tiempo hace que uno está mirando las cosas de la
misma manera. Esta autoconciencia es la que nos permite saber que tenemos que
hacer para intentar verlas desde otro punto de vista. Siempre insisto que el escribir es una
acción, una tarea que nos marca el camino, nos marca el sentido y el acorde de
esa nueva manera de ver las cosas, una vez que uno tiene conciencia de que su manera de ver el mundo produce una situación de estancamiento y
aislamiento, en definitiva de ceguera verbal y visual. En última estancia, yo
creo que es algo que tiene que ver con esa obligación, como dices Jaspers, que
tenemos los seres humanos de esclarecimiento permanece y constante de nuestra
propia existencia. Es decir, de la búsqueda de la verdad y del lugar que
podemos tener a nuestra disposición para llevar a cabo toda esa actividad.
El ser humano es una
existencia autoconsciente, Es decir, que a diferencia de los animales nos damos
cuenta perfectamente de que estamos existiendo, lo cual nos permite saber en
cada momento como y por qué no practicamos la mediocridad, en qué medida somos
mediocres o somos creativos, en qué medida seguimos viendo las cosas como hace
mucho tiempo. Y, por tanto, podemos mirarlas y hacerlas de otra manera o
podemos decidir no hacerlo. Somos autoconscientes de nuestra mediocridad y de
nuestra creatividad. Por eso no es acertada la división de los empíricos
cientifistas de dividir a los humanos en dos grupos: los mediocres y los
creativos.
No podemos no pensar y,
por tanto, no podemos no ser creativos, no podemos no ser mediocres. Se trata,
en última instancia, de cómo nos enfrentemos ese esclarecimiento de nuestro ser
en el mundo, es decir, de nuestra relación con las posibilidades que se nos
presentan al abrirnos al mundo al que pertenecemos.
TERESA DE ÁVILA, MAESTRA DE LA ORACIÓN
¿Por qué pienso que le sienta bien al estado actual de la fe en nuestro laicismo republicano la exposición sacra de Teresa de Ávila? Para comprobar la vigencia y vitalidad de esa fe laica, tan querida por nosotros. Para contrastarla, nada menos, que con la fe de una de las creyentes mas intrépidas e inteligentes que ha dado el catolicismo. La fe en el Estado Moderno compartiendo y dialogando unas horas con la fe en el Dios Antiguo. Dicho esto es como no decir nada, si a continuación no individualizamos a los creyentes.
Pienso que es interesante la exposición de Teresa de Ávila, porque esta mujer se atrevió a pensar, y a dejar por escrito su pensamiento, en un tiempo donde hacerlo era jugarse la vida. Se atrevió a algo, a mi entender, sumamente difícil: no quedarse ciega verbalmente debido a los efectos colaterales de su fe irrenunciable en Dios. Sino que a partir de ese colosal impulso, mantuvo vivo y afilado su pensamiento. Desarrollando otra fe de similar rango: su fe en el poder de su palabra escrita. Y su convicción de que sus palabras pertenecían a algo mas grande como era la Palabra de Dios, que era la que diseñaba un mundo que no acababa de ver. Teresa escribió, como no podía ser de otra manera, para saber. Para entender porque los hombres que la rodeaban, ensombrecían y afeaban con sus palabras el mundo luminoso y hermoso que prometían las Palabras de Dios.
Ahora si, ahora Teresa de Ávila interpela directamente nuestra fe laica, quinientos años después de su nacimiento. La interpela invitándonos a hacerle una renovación, ya que podemos caer en la tentación de creer que nunca le ha hecho, ni le hará, falta. Podemos caer en la tentación de creer que nuestra actual vida laica es mejor, en términos individuales de fe y conocimiento, que la antigua vida religiosa. Equívoco que se desprende de confundir sistema con individuo. Como dijo Kierkegaard, ninguna vida humana puede ser entendida, ni compartida, si la reducimos a su pertenencia al sistema histórico de turno. Si confundimos, para entendernos, a Teresa de Ávila con el Antiguo Régimen. Si confundimos a Alice Munro o Anne Michaels con la Época Postmoderna actual. Por eso, pienso yo, el interés que tiene la exposición: "Teresa de Ávila, maestra de la oración". Aunque su imagen mas conocida siga estando dominada por los herederos de aquellos hombres sombríos y crueles del Vaticano del siglo XVI, que amargaron la vida de Teresa de Ávila. La vida, tal vez, pero no su pensamiento, reflejado en su poderosa y directa manera de escribir. Reflejado en muchas de sus palabras, salidas entre el trajín de los pucheros.
¿Podemos decir con certeza, que la fe en nuestro laicismo republicano nos garantiza, al día de hoy, no quedar ciegos verbalmente, además sin jugarnos la vida, ante lo que sucede en nuestro entorno. Y no digamos un poco más allá de nuestro entorno. ¿Nos permite esa fe en el laicismo republicano decir en público, y sin arrobo?: "sin haber rezado nunca, siento mis lecturas como si fueran plegarias." ¿No es la verdadera lectura un acto supremo de concentración y atención hacia unas voces y unas palabras que nos son desconocidas y mas grandes que las palabras habituales que utilizamos, a ras de tierra, en el Ágora de la Res Pública o Privada? Unas palabras que, aunque nazcan entre pucheros o en las oficinas de diseño, se alzan siempre a la busca de lo bello y lo sublime. Unas palabras que, como las nuestras, no provienen del orden del diccionario, sino que pertenecen a algo fuera del tic tac de nuestro tiempo histórico, - no llamémosle Dios, porque somos laicos republicanos - llamémosle la Memoria del Mundo. Palabras millones de veces dichas y oídas, que resuenan desde la noche de los tiempos en la que los seres llamados humanos empezaron a hablar. ¿No son Alice Munro o Anne Michaels, por ejemplo, las Teresas Modernas? ¿No son la Cripta de Invierno o la Vida de las Mujeres sendos Libros de la Vida? ¿No se hablan sus narradores, de tu a tu, en ese tiempo que habita la Memoria o Alma del Mundo?
En definitiva, la exposición "Teresa de Ávila, maestra de la oración" significa la posibilidad de poner al día la siempre conflictiva relación entre nuestra fe y nuestro conocimiento. Sobre todo en una época como la nuestra, no mejor que la de Teresa sino únicamente más cómoda. Una comodidad que nos hace inhibir la manifestación pública de lo que creemos, es decir, de lo que no sabemos, en favor del lenguaje que acompaña a los conocimientos que arrastra una tecnología desquiciada y apabullante, que pretende saberlo todo. Una comodidad que, al fin y al cabo, nos acaba cegando verbalmente frente al misterio del mundo en el que vivimos, que aparece ante nuestros ojos como inexistente al dejarnos acompañar, vía razón tecnológica, por la transparencia de un bienestar ajeno a los peligros y amenazas de su acabamiento. O lo que es lo mismo, un bienestar que nos instala, de forma permanente, en una minoría de edad que homóloga y construye un único relato, a partir sólo, y sin contención, del positivismo de nuestros deseos.
Teresa de Ávila es, por tanto, un ejemplo a tener en cuenta - verificable a través de la lectura de sus escritos - en nuestro presente, de cómo relacionarnos con aquel conflicto humano, demasiado humano, que no entiende de épocas ni fronteras. Ayer con la omnipresencia de Dios. Hoy con su calculada ausencia. Ayer con el Banco del Vaticano. Hoy con el Fondo Monetario Internacional. Ayer bendecidos con la tonsura de aquellos siniestros hombres de negro. Hoy con la sonrisa prestamista de estos "amables" hombres de gris.
Pienso que es interesante la exposición de Teresa de Ávila, porque esta mujer se atrevió a pensar, y a dejar por escrito su pensamiento, en un tiempo donde hacerlo era jugarse la vida. Se atrevió a algo, a mi entender, sumamente difícil: no quedarse ciega verbalmente debido a los efectos colaterales de su fe irrenunciable en Dios. Sino que a partir de ese colosal impulso, mantuvo vivo y afilado su pensamiento. Desarrollando otra fe de similar rango: su fe en el poder de su palabra escrita. Y su convicción de que sus palabras pertenecían a algo mas grande como era la Palabra de Dios, que era la que diseñaba un mundo que no acababa de ver. Teresa escribió, como no podía ser de otra manera, para saber. Para entender porque los hombres que la rodeaban, ensombrecían y afeaban con sus palabras el mundo luminoso y hermoso que prometían las Palabras de Dios.
Ahora si, ahora Teresa de Ávila interpela directamente nuestra fe laica, quinientos años después de su nacimiento. La interpela invitándonos a hacerle una renovación, ya que podemos caer en la tentación de creer que nunca le ha hecho, ni le hará, falta. Podemos caer en la tentación de creer que nuestra actual vida laica es mejor, en términos individuales de fe y conocimiento, que la antigua vida religiosa. Equívoco que se desprende de confundir sistema con individuo. Como dijo Kierkegaard, ninguna vida humana puede ser entendida, ni compartida, si la reducimos a su pertenencia al sistema histórico de turno. Si confundimos, para entendernos, a Teresa de Ávila con el Antiguo Régimen. Si confundimos a Alice Munro o Anne Michaels con la Época Postmoderna actual. Por eso, pienso yo, el interés que tiene la exposición: "Teresa de Ávila, maestra de la oración". Aunque su imagen mas conocida siga estando dominada por los herederos de aquellos hombres sombríos y crueles del Vaticano del siglo XVI, que amargaron la vida de Teresa de Ávila. La vida, tal vez, pero no su pensamiento, reflejado en su poderosa y directa manera de escribir. Reflejado en muchas de sus palabras, salidas entre el trajín de los pucheros.
¿Podemos decir con certeza, que la fe en nuestro laicismo republicano nos garantiza, al día de hoy, no quedar ciegos verbalmente, además sin jugarnos la vida, ante lo que sucede en nuestro entorno. Y no digamos un poco más allá de nuestro entorno. ¿Nos permite esa fe en el laicismo republicano decir en público, y sin arrobo?: "sin haber rezado nunca, siento mis lecturas como si fueran plegarias." ¿No es la verdadera lectura un acto supremo de concentración y atención hacia unas voces y unas palabras que nos son desconocidas y mas grandes que las palabras habituales que utilizamos, a ras de tierra, en el Ágora de la Res Pública o Privada? Unas palabras que, aunque nazcan entre pucheros o en las oficinas de diseño, se alzan siempre a la busca de lo bello y lo sublime. Unas palabras que, como las nuestras, no provienen del orden del diccionario, sino que pertenecen a algo fuera del tic tac de nuestro tiempo histórico, - no llamémosle Dios, porque somos laicos republicanos - llamémosle la Memoria del Mundo. Palabras millones de veces dichas y oídas, que resuenan desde la noche de los tiempos en la que los seres llamados humanos empezaron a hablar. ¿No son Alice Munro o Anne Michaels, por ejemplo, las Teresas Modernas? ¿No son la Cripta de Invierno o la Vida de las Mujeres sendos Libros de la Vida? ¿No se hablan sus narradores, de tu a tu, en ese tiempo que habita la Memoria o Alma del Mundo?
En definitiva, la exposición "Teresa de Ávila, maestra de la oración" significa la posibilidad de poner al día la siempre conflictiva relación entre nuestra fe y nuestro conocimiento. Sobre todo en una época como la nuestra, no mejor que la de Teresa sino únicamente más cómoda. Una comodidad que nos hace inhibir la manifestación pública de lo que creemos, es decir, de lo que no sabemos, en favor del lenguaje que acompaña a los conocimientos que arrastra una tecnología desquiciada y apabullante, que pretende saberlo todo. Una comodidad que, al fin y al cabo, nos acaba cegando verbalmente frente al misterio del mundo en el que vivimos, que aparece ante nuestros ojos como inexistente al dejarnos acompañar, vía razón tecnológica, por la transparencia de un bienestar ajeno a los peligros y amenazas de su acabamiento. O lo que es lo mismo, un bienestar que nos instala, de forma permanente, en una minoría de edad que homóloga y construye un único relato, a partir sólo, y sin contención, del positivismo de nuestros deseos.
Teresa de Ávila es, por tanto, un ejemplo a tener en cuenta - verificable a través de la lectura de sus escritos - en nuestro presente, de cómo relacionarnos con aquel conflicto humano, demasiado humano, que no entiende de épocas ni fronteras. Ayer con la omnipresencia de Dios. Hoy con su calculada ausencia. Ayer con el Banco del Vaticano. Hoy con el Fondo Monetario Internacional. Ayer bendecidos con la tonsura de aquellos siniestros hombres de negro. Hoy con la sonrisa prestamista de estos "amables" hombres de gris.
martes, 27 de octubre de 2015
LA LITERATURA VA EN SERIO PORQUE LA VIDA NUNCA ES UNA BROMA
Quizá convenga recordar que la literatura es una experiencia del mundo en el territorio del lenguaje, también una forma de comunicación que abre las puertas al conocimiento. Conocimiento en sentido amplio, no solamente de códigos racionales, ni demostrativos. Me refiero al conocimiento de las semejanzas, de lo metafórico, de lo difícil, de lo que es hasta entonces obscuro para los lectores. Y que sin la capacidad de esos lectores de hacer preguntas a su experiencia y sin la necesidad de darle sentido mediante el lenguaje, creo que no hay posibilidad de la literatura así concebida.
Si la literatura no es una investigación de lo experimentado por cada lector, creo entonces que no vale nada. Si pudiéramos explicar mediante significados precisos aquello que cuenta, entonces valdría con exponer esos significados sin necesidad de construir lo literario, que es más bien interrogativo que concluyente. La literatura sigue en esto a la vida, que me parece que es también interrogativa. Ahí radica la seriedad a la que aludo en el título. Si la literatura fuera demostrativa entonces no habría necesidad del lector individual e irrepetible, ni del diálogo que mantiene con el narrador. Se conformaría con los expertos que tienen respuestas y soluciones para todo, y con un público indiferenciado: ese conglomerado humano que aplaude o rechaza, pero que no interviene.
Insisto en ello porque me resisto a aceptar, aunque vaya a contracorriente, que leer y escribir sea una actividad sólo de profesionales de la literatura, o de iniciados que pertenezcan a alguna secta o congregación. Un día alguien que no estaba habituado a leer me lo resumió así: "si la vida va en serio, tal y como yo creo que va, intuyo que la literatura también, aunque no entienda del todo lo que me diga el narrador." Comprendí entonces que que ese era el significado de la seriedad de la vida y de la literatura. Porque la seriedad de la vida y de la literatura consiste en aceptar, debido a nuestra naturaleza imperfecta e inacabada, que no nos entendemos, pero que nunca debemos renunciar a intentarlo, si no queremos pagar un alto precio por ello. El precio de la locura o del infantilismo crónico, que son las dos caras de la misma moneda con que se trafica en el mundo actual.
Entendí que leer y escribir en compañía, de eso se trata. Pero también entendí que la vida y la literatura solo pueden ir en serio entre personas y lectores adultos. Traigo a colación lo que dice Richard Ford, en su libro "Flores en las grietas", sobre la literatura de Chéjov:
"Pese a su superficial sencillez y a su aparente accesibilidad y claridad, los cuentos de Chéjov - en particular los mejores - no son tan fáciles para un joven corriente. Al contrario, a mí Chéjov me parece un escritor para adultos, cuya obra es útil y también bella porque orienta la atención a los sentimientos adultos, las complejas reacciones humanas y los pequeños problemas de elección moral en el seno de dilemas mayores, dominantes, cualquiera de cuyos elementos, en caso de que se presentaran en nuestra complicada e impulsiva vida social, escaparía incluso a una observación sutil. El deseo de Chéjov es complicar y poner a prueba nuestra visión de personajes que erróneamente creeríamos capaces de comprender a simple vista. Además, casi siempre nos aborda con una gran dosis de seriedad centrada en algo que intenta hacer irreductible y accesible, y mediante esa concentración insiste en que nos tomemos la vida en serio. Esta indicación, por supuesto, no siempre es fácil de seguir cuando se es joven."
Si la literatura no es una investigación de lo experimentado por cada lector, creo entonces que no vale nada. Si pudiéramos explicar mediante significados precisos aquello que cuenta, entonces valdría con exponer esos significados sin necesidad de construir lo literario, que es más bien interrogativo que concluyente. La literatura sigue en esto a la vida, que me parece que es también interrogativa. Ahí radica la seriedad a la que aludo en el título. Si la literatura fuera demostrativa entonces no habría necesidad del lector individual e irrepetible, ni del diálogo que mantiene con el narrador. Se conformaría con los expertos que tienen respuestas y soluciones para todo, y con un público indiferenciado: ese conglomerado humano que aplaude o rechaza, pero que no interviene.
Insisto en ello porque me resisto a aceptar, aunque vaya a contracorriente, que leer y escribir sea una actividad sólo de profesionales de la literatura, o de iniciados que pertenezcan a alguna secta o congregación. Un día alguien que no estaba habituado a leer me lo resumió así: "si la vida va en serio, tal y como yo creo que va, intuyo que la literatura también, aunque no entienda del todo lo que me diga el narrador." Comprendí entonces que que ese era el significado de la seriedad de la vida y de la literatura. Porque la seriedad de la vida y de la literatura consiste en aceptar, debido a nuestra naturaleza imperfecta e inacabada, que no nos entendemos, pero que nunca debemos renunciar a intentarlo, si no queremos pagar un alto precio por ello. El precio de la locura o del infantilismo crónico, que son las dos caras de la misma moneda con que se trafica en el mundo actual.
Entendí que leer y escribir en compañía, de eso se trata. Pero también entendí que la vida y la literatura solo pueden ir en serio entre personas y lectores adultos. Traigo a colación lo que dice Richard Ford, en su libro "Flores en las grietas", sobre la literatura de Chéjov:
"Pese a su superficial sencillez y a su aparente accesibilidad y claridad, los cuentos de Chéjov - en particular los mejores - no son tan fáciles para un joven corriente. Al contrario, a mí Chéjov me parece un escritor para adultos, cuya obra es útil y también bella porque orienta la atención a los sentimientos adultos, las complejas reacciones humanas y los pequeños problemas de elección moral en el seno de dilemas mayores, dominantes, cualquiera de cuyos elementos, en caso de que se presentaran en nuestra complicada e impulsiva vida social, escaparía incluso a una observación sutil. El deseo de Chéjov es complicar y poner a prueba nuestra visión de personajes que erróneamente creeríamos capaces de comprender a simple vista. Además, casi siempre nos aborda con una gran dosis de seriedad centrada en algo que intenta hacer irreductible y accesible, y mediante esa concentración insiste en que nos tomemos la vida en serio. Esta indicación, por supuesto, no siempre es fácil de seguir cuando se es joven."
viernes, 23 de octubre de 2015
SOBRE APRENDER Y CRECER
¿Que se quiere contar cuando se dice que al leer lo que se pretende es aprender y crecer? Dando por hecho que quien escucha entiende lo que se quiere decir con ello. Digo esto porque quien así suele hablar, un lector adulto, es alguien al que se le supone “aprendido y crecido” cuando se dispone a entrar en un relato adulto. Yo pienso que son
expresiones que mas que abrirse a un mundo desconocido, como aparentan sugerir, apuntalan mas a quien las dice en el que ya se encuentra enraizado. Es chocante, además, en este galimatías que es la comunicación humana, que esta necesidad de aprender y crecer no esté en boca de quienes, simultáneamente, están comenzando la andadura de la vida. Muy al contrario, estos pipiolos presumen constantemente de estar de vuelta de todo aprendizaje y crecimiento. La vida es así de rara.
En relación con lo anterior me da por pensar que muchos lectores tienen una visión restrictiva del uso del lenguaje, el cual no va más allá de ser una mero instrumento para intercambiar información. Bien es verdad que sofisticada, si lo queremos comparar con el que utilizan los otros seres vivos con quienes compartimos el planeta. Es decir, leer a cambio de un poco más de información que poder sumar así al patrimonio ya atesorado, lo que inevitablemente redundará en un estirón en el bagaje interno del lector.
Este estilo mecanicista y acumulativo con el que muchos lectores entran en el universo poético de una novela, para entendernos: como un elefante en una cacharrería, domina el mundo actual, donde el lenguaje es un instrumento más a servicio de un único objetivo: que cuadre la cuenta de resultados. Conviene tenerlo en cuenta, porque todos
nosotros pertenecemos y sobrevivimos en ese mundo, y usamos diariamente ese tipo de lenguaje. Conviene tenerlo en cuenta, para saber cuales son las transformaciones que estamos dispuestos a experimentar como lectores, al entrar en el universo de una novela, en el que, por definición, su narrador esta obligado a expresarse mediante la invención de un mundo sensible y coherente, en absoluto
raro como la vida y ajeno a cualquier idea que tenga que ver con lo contante y sonante. Con lo medible. Un universo donde el narrador nunca sacrificará los sentidos y los sentimientos a ellos asociados, nunca "matará" la vida para acceder, mediante la información, al entendimiento de ideas y conceptos abstractos formulados de forma apriorística.
No se lee para aprender y crecer, sino para hacer algo con lo que se lee. Y esa acción inevitable, que es hacer un camino, no es otra que la escritura. Hay que hacerla y recorrerla. Hay que escribir. Y entonces, sólo entonces, el lector podrá comprobar lo que ha aprendido y crecido. Y para qué y en qué dirección. En fin, podrá comprobar que es lo que ha entendido y lo que le queda por entender, que es de lo que se trata.
expresiones que mas que abrirse a un mundo desconocido, como aparentan sugerir, apuntalan mas a quien las dice en el que ya se encuentra enraizado. Es chocante, además, en este galimatías que es la comunicación humana, que esta necesidad de aprender y crecer no esté en boca de quienes, simultáneamente, están comenzando la andadura de la vida. Muy al contrario, estos pipiolos presumen constantemente de estar de vuelta de todo aprendizaje y crecimiento. La vida es así de rara.
En relación con lo anterior me da por pensar que muchos lectores tienen una visión restrictiva del uso del lenguaje, el cual no va más allá de ser una mero instrumento para intercambiar información. Bien es verdad que sofisticada, si lo queremos comparar con el que utilizan los otros seres vivos con quienes compartimos el planeta. Es decir, leer a cambio de un poco más de información que poder sumar así al patrimonio ya atesorado, lo que inevitablemente redundará en un estirón en el bagaje interno del lector.
Este estilo mecanicista y acumulativo con el que muchos lectores entran en el universo poético de una novela, para entendernos: como un elefante en una cacharrería, domina el mundo actual, donde el lenguaje es un instrumento más a servicio de un único objetivo: que cuadre la cuenta de resultados. Conviene tenerlo en cuenta, porque todos
nosotros pertenecemos y sobrevivimos en ese mundo, y usamos diariamente ese tipo de lenguaje. Conviene tenerlo en cuenta, para saber cuales son las transformaciones que estamos dispuestos a experimentar como lectores, al entrar en el universo de una novela, en el que, por definición, su narrador esta obligado a expresarse mediante la invención de un mundo sensible y coherente, en absoluto
raro como la vida y ajeno a cualquier idea que tenga que ver con lo contante y sonante. Con lo medible. Un universo donde el narrador nunca sacrificará los sentidos y los sentimientos a ellos asociados, nunca "matará" la vida para acceder, mediante la información, al entendimiento de ideas y conceptos abstractos formulados de forma apriorística.
No se lee para aprender y crecer, sino para hacer algo con lo que se lee. Y esa acción inevitable, que es hacer un camino, no es otra que la escritura. Hay que hacerla y recorrerla. Hay que escribir. Y entonces, sólo entonces, el lector podrá comprobar lo que ha aprendido y crecido. Y para qué y en qué dirección. En fin, podrá comprobar que es lo que ha entendido y lo que le queda por entender, que es de lo que se trata.
miércoles, 21 de octubre de 2015
SOMOS INFERIORES A NUESTROS SUEÑOS
Tal vez sea la explicación de por qué se nos amontonan en el paladar (sin atrevernos a sacarlas fuera) las palabras que no forman parte del modo como soñamos, sino del modo como nos trata la vida, de como nos tratamos con ella. Así como nuestros sueños son diferentes, lo que hace imposible pensar maneras para compartirlos (como los gustos, cada uno tiene los sueños que le peta, y ya está), el trato con la vida nos hace muy semejantes, lo que hace más factible, y necesario, imaginar espacios y tiempos donde tomar parte reciproca en sus asuntos. Donde decir, al fin, las palabras que, apelmazadas en el paladar, tienen que ver con todo ello. Pero lo mas dramático – cierro los ojos con fuerza al decirlo - es que aunque la vida nos trate cruelmente, no nos otorga por ello, como compensación, la capacidad inmediata de mirarla de frente con todo el rigor y la atención que exige su constante y feroz apabullamiento, la capacidad de saber elegir las palabras mas convenientes en cada momento. Hay que aprenderlo. Y, sin embargo, es imposible escapar a su presencia, que acaba por ser mas fuerte y determinante que la de las palabras que sostienen nuestros sueños. Inevitablemente destinadas a su disgregación.
Es ésta una intuición que se me acrecienta, en su aspecto mas crudamente emocional, cuando me siento a contemplar una playa en invierno. Aunque, paradójicamente, la razono con mas lucidez, y en todos sus recovecos, en los meses en que el calor mas aprieta, cuando las playas parecen enormes parrillas ahítas de carne a la brasa.
martes, 20 de octubre de 2015
CRIMEN Y CASTIGO, novela de Fiodor Dostoievski
Lo mejor de la novela "Crimen y castigo", de Fiodor Dostoievski, es que su narrador muestra su historia, directamente y sin tapujos, para que el lector adulto actual, o el venidero, le dé cabida en su imagen del mundo y en su sensibilidad. No la muestra para que hagamos una comprobación histórica o una tasación ideología o profesional, ya que el lenguaje que utiliza lo impide. Sin embargo, lo difícilmente aceptable, leído el relato poniendo los sentimientos adultos en cada página, es descubrir que ahí dentro no hay nada memorable. O mejor dicho hay asco, resentimiento, miseria, babas, dolor, envidia, falta de coraje, traición, avaricia, cinismo, incompetencia, ambición desmedida. Y el remate final de bondad y amor de Sonia, que redime al protagonista Rodia Raskolnikov a siete años vista. En fin, hay todo eso que impulsa la lenta aniquilación de quien ha decido prescindir de Dios tratando vanamente de ocupar su lugar. Así Rodia Raskolnikov, un asesino sin sueldo, que nos señala el destino del alma humana moderna, cuya sensibilidad es únicamente nihilista. Es decir, un alma que se sabe sola y desterrada en el propio universo, definitivamente fuera del paraíso, víctima y verdugo de ese colosal y lacerante abandono y destierro. Un alma que, desde la Moral de Aristóteles, no ha hecho otra cosa que especular con los valores y comerciar con ellos. Un alma que después de ese largo recorrido está hoy agotada y a punto de acabamiento, pero que sus tenues rescoldos sirven todavía como foco de nuestra actual sensibilidad nihilista y transparente. Nos hemos quedado sin ética, sin política, en fin, nos hemos quedado sin mundo. Como individuos, entonces, todo dependerá de lo que nos encontremos por la calle. Y de lo que seamos capaces de hacer al comunicarnos con ello. Eso es todo. Que aunque nos parezca poco es mucho, porque desde Caín, el primer asesino sin sueldo, es lo de siempre. Lo que pasa es que como ya no podemos soñar como dioses, lo de pensar como pordioseros, por efecto de ese colosal vacío, nos cuesta aceptarlo. Pero tenemos la vida que nos queda por delante. Esa es nuestra única esperanza. Ahora sí, humana, irreductiblemente humana.
Y si no hay nada memorable, ¿cómo constituirnos como lectores para adentrarnos en esta catedral del nihilismo que es "Crimen y castigo"? Así como nos sigue interesando y asombrando entrar en el otro gran monumento a la inutilidad humana, las catedrales góticas - será por la melancolía que nos produce saber que toda aquella fastuosidad, todo aquel homenaje a la luz, se hizo para honrar la gloria de dios, que es lo mismo que honrar la gracia que les otorgaba a nuestros antepasados y que se alojaba dentro de ellos - entrar en este otro monumento a la nada absoluta, a la muerte, es tan estremecedor, tan difícil, lo que no le resta un ápice a su necesidad lectora. Porque el mundo que habitamos cada día está hecho con esos mimbres, no con los de las grandes construcciones medievales. ¡Qué más quisiéramos nosotros, doloridas y angustiadas almas!
¿Por qué seguimos vivos, y por qué vivimos tantos años?, me pregunté después de oír al narrador de "Crimen y castigo". Porque somos capaces, como Rodia, de aguantarlo todo, de traicionarlo todo. Porque, aunque nihilistas como Rodia, todavía seguimos como corderos la condena divina ancestral de mantenernos vivos, incapaces de seguir el precepto de la rebelión del Lucifer triunfante: pensar por qué estamos vivos. Un vivir ovino llevado a cabo mediante las cambiantes formas oníricas de las religiones laicas (política, ecología, deporte, economía, educación,...) y de las de siempre, y también con la nueva religión de la artisticidad de masas. Formas "religiosas" que desde Rodia viene adoptando el nihilismo que siguió a la muerte de Dios, y que permite a sus seguidores poder practicar unas actividades con la fe del más conspicuo y arrebatado de los creyentes antiguos. ¿Cuánta crueldad, cuanta malignidad, cuánto cinismo hay en la fe de estas modernas andaduras? Kafka remató con sus escritos lo que sugirió Dostoieviski con los suyos, mostrando toda la extrañeza y desamparo que se dan entre los seres humanos de nuestro tiempo. Los del checo ya no son catedrales, son bocetos inacabados, que devienen en monstruos reconocibles, de una civilización a punto de su aniquilamiento. Después de la Luz incuestionable y omnipresente de Dios, solo nos queda la Ley Implacable y oscura de no se sabe quien. El ser humano no puede hacer nada fuera de su imperativa omnipresencia. Y dentro sabe que está condenado a ser un Don Nadie. Es decir, positivamente transparente en su total falta de fe.
En un momento de la tertulia se puso el énfasis en la bondad de Sonia, que es también la diferida redención de Rodia. Una bondad que se pretende, in extremis, como la última esperanza de salvarnos. Una bondad que en nuestra época nihilista nombramos, como a todo su campo semántico, bajo el rótulo de Lo Positivo: "hay que ser positivo, porque sino estamos condenados". Me parece que todo ello tiene que ver con la melancolía que nos acogota y que proviene de cuando estábamos tocados por la gracia de dios, y que inexplicablemente sigue habitando dentro de nuestro nihilismo. Seguimos sin aceptar que desde Rodia eso ya no es posible. La bondad como la maldad, como todo lo Positivo y lo Negativo, no existen en si mismos, ni ocupan un lugar determinado donde acudir a proveernos a la carta. La bondad y la maldad son únicamente un producto de la comunicación humana, que es lo que nos diferencia de los animales. Ya no hay gracia divina que bendiga o condene nuestros actos buenos o malos. Ni receptores de la misma, pertenecientes a una congregación de elegidos. ¿No lo quiere así nuestro pensamiento y nuestra sensibilidad al prescindir de la imagen de Dios? No podemos hacer nada contra el imperio omnipresente de la Ley implacable y oscura, cierto, solo podemos hacer algo con esa impotencia y la incompetencia existencial que produce. Hacer algo y decírselo a los otros. Somos impotentes e incompetentes frente al misterio de la existencia, no otra cosa significa esa Ley opaca que nos sale al paso poco antes de despeñarnos en el abismo. Pero no somos mudos, ni estamos quietos, y nuestra soledad esta rodeada de otras soledades igualmente extrañas y desamparadas. De nosotros depende el cómo, el para qué y el con quién queramos sentirnos acompañados. Propongo que estemos juntos para habitar y sentir nuestra incompetencia frente al por qué. Al fin y al cabo, los seguidores del "hay que ser positivos" no pueden eludir, tarde o temprano, tener que enfrentarse a la pregunta de Kafka: ¿dónde he de colocarme para saber de la vida?: fuera de la Ley o dentro de la Ley. A los que seguimos los pasos de Josef K, el protagonista de "el Proceso", no nos sorprende del todo la pregunta. Como tampoco las decisiones de su pariente protagonista anterior, Rodia. Me parece estimulante pensar que la lectura de "Crimen y castigo" pueda llegar a ser para los militantes de Lo Positivo y la Transparencia una storytelling negativa, y que encuentren su verdadera salvación en los efectos colaterales remotos e imprevisibles. Como la salvación de Rodia lo será siete años más tarde, cuando se libre de los grilletes de la prisión, gracias al amor de la bondadosa y paciente Sonia.
Sea como fuere, el caso es que hay que leer "Crimen y castigo". ¿Cómo hacerlo,sobreponiéndonos a la tentación de los intercambios o poses psíquicas, historicistas, sociológicas, políticas, etc? ¿Cómo hacerlo desde la humildad de los humillados, la crueldad de los crueles, la nada gris como sustancia espiritual de la mayoría, la mansedumbre de los mansos? No se me ocurre nada científico que recomendarles. "Crimen y castigo", 150 años después de su publicación, debería ser uno de nuestros libros de cabecera. Pero me parece que no hemos avanzado tanto, o, mejor dicho, creyendo avanzar reculamos sin sentido y a toda velocidad, tan espantados estamos. No sé. Al leerlo si les sugiero que no se tapen la nariz, ni miren para otro lado, ni juzguen con sus principios ideológicos o morales de quita y pon, ni traten de encubrir lo que mas les repele, ni de buscar consuelo de inmediato. Simplemente pongan toda la atención de que sean capaces sobre las palabras del narrador y de sus protagonistas. Son palabras de siempre y de cada día. Nada del otro mundo, ya lo verán. Son palabras del mundo que habitamos. Aunque sentirán moverse el malestar que les produce, y todo la podredumbre que las acompaña, desde la punta de sus pies hasta su cerebro. Y viceversa. Como lo hace el mercurio cuando le aprieta la calor o el frío. Es el malestar y la podredumbre de cada día, dichos con acorde y sentido, y sin efectos especiales. Entonces comprobarán que Rodia es uno de los nuestros. No se espanten. Bienvenidos a la vida sin aliño, ni edulcoración. Escuchen a través de la impagable representación de este enorme protagonista su verdadero rugido. Como en la selva de nuestro presente, a veces lo oímos cerca, a veces lejos. A veces mata, otras es solo intimidatorio, pero a veces es acogedor. Aunque siempre firme e inequívoco en el mensaje: quien manda es ella. La vida a secas, sin adjetivos. Es inútil oponerse. Lo que es una conclusión, ahora sí, que proporciona un merecido consuelo, si es que todavía decidimos seguir vivos.
Y si no hay nada memorable, ¿cómo constituirnos como lectores para adentrarnos en esta catedral del nihilismo que es "Crimen y castigo"? Así como nos sigue interesando y asombrando entrar en el otro gran monumento a la inutilidad humana, las catedrales góticas - será por la melancolía que nos produce saber que toda aquella fastuosidad, todo aquel homenaje a la luz, se hizo para honrar la gloria de dios, que es lo mismo que honrar la gracia que les otorgaba a nuestros antepasados y que se alojaba dentro de ellos - entrar en este otro monumento a la nada absoluta, a la muerte, es tan estremecedor, tan difícil, lo que no le resta un ápice a su necesidad lectora. Porque el mundo que habitamos cada día está hecho con esos mimbres, no con los de las grandes construcciones medievales. ¡Qué más quisiéramos nosotros, doloridas y angustiadas almas!
¿Por qué seguimos vivos, y por qué vivimos tantos años?, me pregunté después de oír al narrador de "Crimen y castigo". Porque somos capaces, como Rodia, de aguantarlo todo, de traicionarlo todo. Porque, aunque nihilistas como Rodia, todavía seguimos como corderos la condena divina ancestral de mantenernos vivos, incapaces de seguir el precepto de la rebelión del Lucifer triunfante: pensar por qué estamos vivos. Un vivir ovino llevado a cabo mediante las cambiantes formas oníricas de las religiones laicas (política, ecología, deporte, economía, educación,...) y de las de siempre, y también con la nueva religión de la artisticidad de masas. Formas "religiosas" que desde Rodia viene adoptando el nihilismo que siguió a la muerte de Dios, y que permite a sus seguidores poder practicar unas actividades con la fe del más conspicuo y arrebatado de los creyentes antiguos. ¿Cuánta crueldad, cuanta malignidad, cuánto cinismo hay en la fe de estas modernas andaduras? Kafka remató con sus escritos lo que sugirió Dostoieviski con los suyos, mostrando toda la extrañeza y desamparo que se dan entre los seres humanos de nuestro tiempo. Los del checo ya no son catedrales, son bocetos inacabados, que devienen en monstruos reconocibles, de una civilización a punto de su aniquilamiento. Después de la Luz incuestionable y omnipresente de Dios, solo nos queda la Ley Implacable y oscura de no se sabe quien. El ser humano no puede hacer nada fuera de su imperativa omnipresencia. Y dentro sabe que está condenado a ser un Don Nadie. Es decir, positivamente transparente en su total falta de fe.
En un momento de la tertulia se puso el énfasis en la bondad de Sonia, que es también la diferida redención de Rodia. Una bondad que se pretende, in extremis, como la última esperanza de salvarnos. Una bondad que en nuestra época nihilista nombramos, como a todo su campo semántico, bajo el rótulo de Lo Positivo: "hay que ser positivo, porque sino estamos condenados". Me parece que todo ello tiene que ver con la melancolía que nos acogota y que proviene de cuando estábamos tocados por la gracia de dios, y que inexplicablemente sigue habitando dentro de nuestro nihilismo. Seguimos sin aceptar que desde Rodia eso ya no es posible. La bondad como la maldad, como todo lo Positivo y lo Negativo, no existen en si mismos, ni ocupan un lugar determinado donde acudir a proveernos a la carta. La bondad y la maldad son únicamente un producto de la comunicación humana, que es lo que nos diferencia de los animales. Ya no hay gracia divina que bendiga o condene nuestros actos buenos o malos. Ni receptores de la misma, pertenecientes a una congregación de elegidos. ¿No lo quiere así nuestro pensamiento y nuestra sensibilidad al prescindir de la imagen de Dios? No podemos hacer nada contra el imperio omnipresente de la Ley implacable y oscura, cierto, solo podemos hacer algo con esa impotencia y la incompetencia existencial que produce. Hacer algo y decírselo a los otros. Somos impotentes e incompetentes frente al misterio de la existencia, no otra cosa significa esa Ley opaca que nos sale al paso poco antes de despeñarnos en el abismo. Pero no somos mudos, ni estamos quietos, y nuestra soledad esta rodeada de otras soledades igualmente extrañas y desamparadas. De nosotros depende el cómo, el para qué y el con quién queramos sentirnos acompañados. Propongo que estemos juntos para habitar y sentir nuestra incompetencia frente al por qué. Al fin y al cabo, los seguidores del "hay que ser positivos" no pueden eludir, tarde o temprano, tener que enfrentarse a la pregunta de Kafka: ¿dónde he de colocarme para saber de la vida?: fuera de la Ley o dentro de la Ley. A los que seguimos los pasos de Josef K, el protagonista de "el Proceso", no nos sorprende del todo la pregunta. Como tampoco las decisiones de su pariente protagonista anterior, Rodia. Me parece estimulante pensar que la lectura de "Crimen y castigo" pueda llegar a ser para los militantes de Lo Positivo y la Transparencia una storytelling negativa, y que encuentren su verdadera salvación en los efectos colaterales remotos e imprevisibles. Como la salvación de Rodia lo será siete años más tarde, cuando se libre de los grilletes de la prisión, gracias al amor de la bondadosa y paciente Sonia.
Sea como fuere, el caso es que hay que leer "Crimen y castigo". ¿Cómo hacerlo,sobreponiéndonos a la tentación de los intercambios o poses psíquicas, historicistas, sociológicas, políticas, etc? ¿Cómo hacerlo desde la humildad de los humillados, la crueldad de los crueles, la nada gris como sustancia espiritual de la mayoría, la mansedumbre de los mansos? No se me ocurre nada científico que recomendarles. "Crimen y castigo", 150 años después de su publicación, debería ser uno de nuestros libros de cabecera. Pero me parece que no hemos avanzado tanto, o, mejor dicho, creyendo avanzar reculamos sin sentido y a toda velocidad, tan espantados estamos. No sé. Al leerlo si les sugiero que no se tapen la nariz, ni miren para otro lado, ni juzguen con sus principios ideológicos o morales de quita y pon, ni traten de encubrir lo que mas les repele, ni de buscar consuelo de inmediato. Simplemente pongan toda la atención de que sean capaces sobre las palabras del narrador y de sus protagonistas. Son palabras de siempre y de cada día. Nada del otro mundo, ya lo verán. Son palabras del mundo que habitamos. Aunque sentirán moverse el malestar que les produce, y todo la podredumbre que las acompaña, desde la punta de sus pies hasta su cerebro. Y viceversa. Como lo hace el mercurio cuando le aprieta la calor o el frío. Es el malestar y la podredumbre de cada día, dichos con acorde y sentido, y sin efectos especiales. Entonces comprobarán que Rodia es uno de los nuestros. No se espanten. Bienvenidos a la vida sin aliño, ni edulcoración. Escuchen a través de la impagable representación de este enorme protagonista su verdadero rugido. Como en la selva de nuestro presente, a veces lo oímos cerca, a veces lejos. A veces mata, otras es solo intimidatorio, pero a veces es acogedor. Aunque siempre firme e inequívoco en el mensaje: quien manda es ella. La vida a secas, sin adjetivos. Es inútil oponerse. Lo que es una conclusión, ahora sí, que proporciona un merecido consuelo, si es que todavía decidimos seguir vivos.
martes, 6 de octubre de 2015
LA MUCHACHA EMBUSTERA, cuento de Autor Anónimo
Érase una hermosa tarde de otoño cuando un grupo de lectores, de diferentes edades y con desiguales entusiasmos, se reunieron alrededor de una mesa larga para hablar de un cuento corto: “la muchacha embustera”. Los lectores eran de verdad, pero el cuento era de mentira y, además, como dice el título, trataba sobre las peripecias de una muchacha embustera que vivió hace muchos años en un país muy lejano e irreconocible para los lectores de hoy en día.
Toda tertulia literaria empieza así, se constituye así: la verdad de unas vidas humanas delante de la mentira de un relato. Toda lectura y toda tertulia de lectores es, por tanto, un “duelo” entre el lector, que atesora como oro en paño su verdad, y el narrador del relato que muestra con todo su descaro la mentira de su historia. Un duelo entre una mentira que quiere alcanzar la categoría de verdad y una verdad que no quiere degradarse en mentira.
En los prolegómenos de la tertulia todo me pareció normal. No verdadero, normal. Fue después de la primera ronda de intervenciones cuando empecé a sentir que la normalidad, con que cada lector protegemos el tesoro de nuestra íntima verdad, empezó a tambalearse, y que la Virgen, la gran mentira del cuento, empezaba a ocupar, de forma incomprensible, el sitial que le correspondía como Gran Señora Verdadera, que le pedía, a su vez, a la niña reina que dijera la verdad. Fue este “no saber que hacer” con esta aparición celestial impremeditada lo mas interesante, y me atrevería a decir lo mas conmovedor, de estos primeros momentos. No podíamos decir, como la niña: sí, sácame de aquí virgencita, que no quiero quedarme más donde estoy, y no quiero ser nunca más como soy. Y también era de mal gusto, o una falta de respeto a los otros lectores, decir: leer esta chorrada es una pérdida de tiempo, me voy. Cabe también la posibilidad - y de eso me di cuenta sólo al final - que los lectores intuyéramos de forma más o menos consciente que el buen gusto atenta directamente contra la creatividad. Bien fuera porque somos gente educada, o porque somos intuitivos y creativos, o porque somos todo a la vez en una mezcla desconocida para nosotros mismos, el caso fue que nadie abandonó su silla cuando apareció la Virgen. Y fue a partir de la segunda ronda de intervenciones cuando comenzó mi disfrute de la tertulia. La normalidad del principio se desvaneció por completo, y empezó a aparecer tímidamente la verdad que todos guardamos dentro. Y lo que se encontró esa verdad del lector, que se atrevió asomar la nariz al mundo, fue algo tan desconcertante que a algunas de esas verdades, me dio la impresión, le dieron ganas de retirarse de nuevo a sus cálidos y seguros aposentos: la Virgen de la Cristiandad dueña absoluta del relato, y una humilde niña, hecha en dos líneas mujer y reina, - ¡qué es esto! - compitiendo a brazo partido contra esa poderosa majestuosidad con la única fuerza que dispone el débil frente al fuerte, el niño frente al adulto, el humano frente a los dioses: la verdad de su mentira. Te pongas como te pongas te digo y te repito, querida y amantísima Virgen, que no he entrado en la habitación prohibida. ¿Arrogancia? ¿Tozudez? ¿Falta de pragmatismo? ¿Heroicidad? ¿Rebeldía? ¿Valentía? ¿Lucidez?
Vamos a lo importante. Mientras tanto, ¿qué hizo nuestra verdad, recién liberada del corsé de la normalidad que la protege? ¿Qué hace, días después de conocer a la niña reina y a la Virgen? ¿Nos hemos olvidado ya, y nos hemos vuelto a rodear de esa apabullante normalidad cotidiana? Es decir, ¿hemos vuelto a las labores propias de nuestra supervivencia? ¿Seremos capaces de hipotecar el reino de nuestra querida normalidad, conseguido a base de mentir sobre nuestra verdadera identidad (una cosa es lo que somos y otra lo que aparentamos ser, una cosa es ser hija de labrador y otra es ser reina), y no dar nuestro brazo a torcer frente a quien nos ha aupado hasta ahí? Pero, ¿quién nos ha aupado hasta donde hoy estamos? Definitivamente sin Virgen benefactora que se nos aparezca y nos aúpe, ¿basta con decir: el hombre o la mujer hoy se hacen así mismos? Lo que quiero preguntar es, ¿cómo manejamos y “corrompemos” nuestros sueños? O de otra manera, ¿cómo mentimos para llegar a conseguir nuestros anhelos, para llegar a ser “reyes o reinas”? ¿Qué va quedando de aquella verdad, mientras transcurre la vida, que hemos querido tener a salvo, y que hemos ocultado con ahínco a la mirada externa? ¿Qué queremos ser al final de todo: seguir siendo una niña humilde, aspirar a ser una reina altiva pero mentirosa, o salir de los líos donde nuestra ambición nos mete como una madre oportunista? ¿O lo qué de verdad no podemos evitar, aunque lo queramos, es saber que no sabemos quienes somos? En fin.
Sólo habíamos bebido un te al principio, pero tres horas y media después, caída ya la noche, tuve la impresión de que las palabras que habíamos intercambiado los lectores asistentes a la tertulia - unas dichas con afán y otras con escaso entusiasmo, unas mas atadas a la literalidad de las palabras y otras mas imaginativas elevándose con la fuerza de su simbolismo, pero todas sabiendo entrelazarse entre ellas hasta alcanzar un considerable grado de lucidez -, habían conseguido que nos viéramos como seres humanos un poco mas de mentira. Sin embargo, los embustes de la muchacha reina, construidos sólo con las palabras del narrador, avanzaban con determinación hacia un tipo de verdad desconocida. Enigmática, apuntó con acierto uno de los lectores. Menos mal que alguien se dio cuenta de la deriva que había cogido la tertulia y empezó a poner sobre la mesa larga las viandas y el vino. Así todos volvimos a recuperar algo de “la normalidad” con que habíamos empezado la tarde.
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