jueves, 26 de abril de 2012

VACACIONES

Siempre que llega el verano necesito proyectarme hacia el más allá, rebasar sus límites. O mejor dicho, los efectos atosigantes del calor me despejan los horizontes capitalinos hasta creerme, realmente, en la posibilidad de transcender. La ciudad se vacía de casi todo. El ruido se va a donde normalmente no lo hay. Los huecos aparecen donde hace unos meses había interminables filas compactas. El metro se convierte en las tripas al fin no estreñidas de una ciudad que digiere bien. El metro. Durante el resto del año no soy capaz de hacer uso de él. Me parece que no puede ser bueno para la salud de la ciudad que tanta gente, a diario, deambule entre túneles y pasadizos, sin otro control que el rigor de los horarios y la intrasigencia de la rutina. De ello, no me cabe la menor duda, se acaba por resentir la superficie capitalina. Se me ocurre una hipótesis biologicista: las histerias de arriba obedecen a las oclusiones de abajo. Pero con la llegada de los rigores del estío, el metro alcanza el punto óptimo en la función metabolizante de este intratable monstruo que es una ciudad moderna. En esos días desciendo por las escaleras de la boca más próxima a mi casa, con la solemnidad de los grandes aconteciminetos. Ingluso me muestro inopinadamente generoso y dejo la vuelta del abono mensual del billete, para ayudar a aliviar los deterioros invernales, me digo a mi mismo para convencerme. Allí abajo siento la tranquilidad de que arriba todo funciona con precisión. Que cada sombra se perfila sin interferencias inútiles y contaminantes. Y que cada ruido se diluye en el aire sin perturbar el trabajo de los pájaros. Me horroriza la posibilidad de que esa armonía, mientra estoy allí metido, no se cumpla. Por eso durante la época del frío siempre voy en transporte público al aire libre. Temo que al volver al salir del metro, cualquier desquizamiento entre aquellos laberintos de luces y sombras, de prisas y codazos, de retrasos y sudores, de deseos efímeros, haya repercutido fatalmente en la vida sobre el asfalto o en el jardín de mi casa. La gente piensa en castizo y cada vez confunde mas el culo con las témporas. El uso del metro se antepone a la calidad de la existencia en cada hora. Eso puede ser catastrófico en un futuro inmediato. Pero de momento, en esos meses de más luz y menos gente en la ciudad, trato de conjurar mis presagios apocalípticos solazándome entre andenes y pasillos. Sin mas ilusión que acomodarme en cualquier vagón que eliga, todos están a mi disposición. Con el gozo infinito de poder alimentar de nuevo ensoñaciones infantiles al sumergirme en cada túnel. En esos días no me parece tan opaco, y deseo fervientemente que el vagón se estropee, o provocar yo la detención para tener que caminar por los railes hasta la siguiente estación, que se ve iluminada unos metros más allá. Cuando siento cerca el final del verano y debido a los delites acumulados, incluso me es razonablemente sencillo llevarme bien con los anuncios publicitarios. Lo que además de ser un broche inmejorable a mis vacaciones, fortifica mi espíritu para sobrellevar los ásperos días venideros.