¿Puede no ser descabellado pensar que gracias al ejercicio de la traición la democracia se abrió paso en lo que quedaba del viejo continente europeo después de las dos carnicerías mundiales, y que debido a su falta, o retraimiento, en la acción política europea actual estemos ante la posibilidad de volver a perderla, o tener que soportar como la vamos sustituyendo por ese rancio ectoplasma que llamamos fidelidad a las ideas, que no es otra cosa que pura y simple cobardia o ausencia de coraje, lo cual siempre acaba en indeseables formas autoritarias de gobierno?
Los norteamericanos, sin embargo, forman la comunidad democrática que mejor sabe garantizar su continudad al flexibilizar en la práctica los principios preconizados en la teoría. O dicho de otra manera, son los que mejor ejercen el saludable hábito de la traición política, los mejores y mas fiables traidores del planeta. Ya se que esto es inimaginable para el papanatismo de los europeos, siempre tan fieles a los ideales de toda la vida, siempre tan dispuestos a enzarzarnos en una guerra de religión laica donde poder morir gloriosamente por ellos. Pero mucho me temo que esta vez o seguimos la tradición norteamericana, convirtiéndonos en los más conspicuos y aventajados traidores, o no nos va quedar más remedio que cumplir el mas enojoso de los papeles: cobardes sin honor al que aferrarnos ni una gloria a la que aspirar, aunque sea después de caidos en combate. Porque ya no hay honor, ni gloria, ni campo de batalla donde librar el combate, ni muertos que enterrar. Hoy solo tenemos delante de nosotros una entelequia que sube o baja, que está y no no está, que va y viene, a la que tradicionalmente se le ha llamado economía y que se ha hecho dueña de todo el cotarro continental. La mayoría de los políticos europeos piensan, aferrados a sus sacrosantos principios, que siguen siendo los protas de la peli. No les haga caso, se han convertido en unos mediocres secundarios de tercera fila. En absoluto fiables.
Por ello le recomiendo que le eche un vistazo a la peli de George Clooney, Los idus de marzo, para comprobar como la acción política de sus protagonistas, traidora y desleal por necesidad, no hace palidecer ni un ápice la fuerte y permanente convicción teórica de los honorables principios fundadores de la república americana. Hay que tener mucho talento para mantenerse a flote, individual y colectivamente, durante mas de doscientos años, entre la abrumadora tensión de esta descomunal paradoja y el acoso interminable de quienes son, por encima de todo y caiga quien caiga, fieles a los Principios. Así con mayúscula.
“¿Te imaginas que por estos pagos continentales se ruede una peli sobre las elecciones primarias de cualquiera de los grandes partidos que aspiran a gobernar?”, me sopló al oido un colega ducho en estos asuntos, cinematográficos me refiero a los asuntos de cinematográficos. “Lo impedirían los Principios, como no, los inamovibles y sacrosantos Principios”, apostilló. Lo interesante de la peli de Clooney es comprobar como reacciona uno al ver a la traición convertirse en manos de los protagonistas en la fuerza motriz principal de la acción dramática, tanto en la conquista del poder como en su consolidación y eficiencia. Es decir, lo interesante es ver que hace el espectador con lo que está pasando delante de sus narices. Como europeo mimado, es decir, acostumbrado a pensar sin dolor, lo primero que me saltó, al igual que cuando me han puesto encima de la mesa la carta de despido, fue un sentimiento disparado como una bala contra tanto cinismo e hipocresía. Pero dias después, volviendo la mirada sobre el atasco monumental en el que estamos metidos y sobre los tumultuosos y caprichosos procesos que, trajinados sin tino ni control entre gobernantes y gobernados, lo único que hacen es alimentar al monstruo un poco más cada día, me di cuenta de que si no somos capaces de traicionarnos a nosotros mismos nuestro destino será mucho peor que sombrío. Traicionarnos, para empezar, en lo mas elemental: no podemos seguir encantados de habernos conocido, siempre cosidos a nuestras costumbres y creencias. De seguir así, cada cual metido en su choza tocando el tambor de la tribu y tirando a dar contra el que se acerque, la que no nos va a reconocer va ser la madre que nos parió.
De la película de Clooney se desprende algo que esta ahí desde siempre. La traición constituye el centro de la vida pública, de su manejo depende el futuro de los gobernantes y el nuestro. El progreso de nuestra civilización, bajo los auspicios irrenunciables de los ideales democráticos fundacionales, pasa por el saber hacer y el poder de seducción del traidor. Lo que quiere decir que la traición deja de ser eficiente, abriendose entonces al despotismo y a los oportunismos de todo pelaje, si no hay la posibilidad de una acertada elección y de un control eficaz sobre aquel. Traición y elección, quien nos lo iba a decir, son conductas condenadas a entenderse. Clooney no levanta con su ficción una condena de la traición, sino un canto a la democracia, mostrando sin reservas uno de los lados que en la vida real debe permenecer oculto (como tantas otras cosas), pero del cual debe saberse como funciona al margen de la intervención de los medios de comunicación, cada vez mas sospechosos de formar parte de la interesada ocultación y no del necesario desvelamiento. El director de cine Clooney no cree en la democracia, sino sería el predicador Clooney. Piensa sin aspavientos, sosegadamente sobre uno de sus aspectos mas importantes: el cómo y el por qué se elige a quien quiere ocupar el lugar vacante del poder demócrático. Bien es cierto que después de ver su peli, y a pesar de su abrupto contrasentido, al espectador le es imposible no creer en aquella. De eso se trata.
Pero como ya dije al final todo depende - Clooney no quiere excusar nuestra responsabilidad con falsos humanismos y romanticismos - de hasta donde, y cómo, seamos capaces también los ciudadanos de traicionar esa creencia. Ya ve.