Es tiempo de primavera y las
ciudades provinciales del sur de Francia se ponen sus mejores galas. Es
entonces cuando me gusta hacer una visita a alguna de ellas. En esta ocasión he
elegido Albi, la cuna de la rebelión albigense y del gran retratista Henry
Toulouse-Lautrec (HTL). Hacía catorce años que la vi por última vez y
el paso del tiempo y los mordiscos de la crisis no le han hecho mella alguna.
Al contrario, ha rejuvenecido su estampa sin tener que recurrir a extraños liftings
o jeribeques arquitectónicos y urbanísticos, lo que anima al viajero a
pensar que no todo está perdido. El acicate fundamental del viaje era
visitar el museo que lleva el nombre del vecino mas ilustre de la ciudad, HTL,
que ha sido recientemente abierto de nuevo al público después de una
importante y acertada remodelación.
Dos son las características que
resaltan en la vida del HTL, cuya conjunción, me atrevo a a decir, ayudaron a propiciar que se
acabase dedicando a la pintura. Su origen noble y su enfermedad ósea que le
impidió crecer con normalidad. Nada más alcanzó los 152
centímetros
de altura. Sólo noble no habría pasado de ser un vulgar militar de caballería de
mediana graduación. Sólo piernas cortas no habría sido nada
más
que un desgraciado. Especulaciones aparte, lo importante es el legado pictórico que
nos ha dejado y que, casi en su totalidad, se puede ver y admirar en la
remozadas instalaciones del museo que su madre mandó construir en el año de 1922, a beneficio y gloria de la obra de su amado vástago.
Como Van Gogh, al que conoció en París, trabó contacto
con los impresionistas, pero no tardó en separarse de su liturgia y empezó a ver el
mundo por su cuenta y desde la atalaya de su corta estatura. Nada de paisajes
al aire libre, nada de nenúfares flotando en los estanques, nada de jardines
domésticos
tocados una y otra vez por la luz cambiante, a HTL le atrajo desde el principio
la ciudad moderna salida de la revolución industrial. Y de ésta sus
rincones mas ocultos, los personajes menos vistos y considerados, el punto de
vista mas canalla.
Pasó horas en los burdeles de París, no para
pintar el erotismo que ocupa las cabeza calenturientas de los burguesotes que
los frecuentan, sino para registrar lo que para él no era nada mas que un trabajo como
otro cualquiera. Con su rutina, su cansancio, sus inspecciones sanitarias, con
cuerpos de carnes fofas y caras demacradas, en fin, lo mismo que les estaba
pasando a los currantes en cualquier fábrica de
los alrededores capitalinos, que estaban produciendo a todo trapo el añorado
progreso anunciado. Y es que a 152 centímetros de altura el progreso no
es lo que parece en latitudes, digamos, normales. Esa perspectiva inigualable
le permitió, así mismo, dar respuesta a otra de las demandas del
momento: la publicidad de eventos, muy ligada a la nueva forma de entender el
ocio y la diversión que también anunciaba el progreso. Fue así como, del
trazo poderoso de su pincel nació lo que hoy nos parece de lo mas cotidiano: el
cartelismo.
Parece claro que a HTL no le
hicieron falta unas piernas mas largas par ver más y mejor el mundo que le tocó vivir. La lógica de la pintura la llevó siempre en el alma, y ésta quedó al margen de los condicionantes y contingencias de su esqueleto. La forzó con determinación en la dirección que creyó, y acabó por operar al margen del cuerpo deformado en el que se alojaba.