El último día de
mayo se cumplieron 50 años de la ejecución en Argentina de Adolf Eichmann, uno
de los pensadores y el ejecutor que con mas celo se aplicó a que, lo que se
conoce como la solución final, fuese una realidad contante pero poco sonante.
Redondeando, un total de seis millones de personas que desaparecieron por los
sumideros o se hicieron humo a través de las chimeneas de los campos de
concentración nazis.
Ahora ya no pasan cosas
como éstas, pero no somos mejores ni mas civilizados. Sencillamente la guerra
que padecemos, tambien llamada crisis (¿ha habido alguna guerra que no haya
sido una crisis maliciosamente incontrolable?), se ha adaptado a nuestro estilo
de vida. Al igual que los campos de exterminio. Ciertamente, dos no se pelean
si uno no quiere, pero eso no rebaja un ápice la beligerancia del que quiere sangre,
ni evita por ello el enfrentamiento. Estamos en guerra pues, por tanto no es hora de que
nos dejen en paz. Hay que pasar al ataque. Nuestros incansables hoplitas urbanos, que anunciaron a
bombo y platillo los idus de mayo, han de recuperar con prontitud la capacidad
de volver a entender el significado profundo y auténtico de la violencia, sino estamos perdidos. Y no digo que se
lancen, sin ton ni son, a poner bombas o a pegar tiros en la nuca. ¡Que
antiguos y pasados de moda, que rídiculos podrían llegar a ser! La batalla se
libra sin cuartel (en la doble acepción de la expresión), desde hace décadas,
en el campo sin piedad de la economía, pero nuestros soldados siguen jugando en la calle y
moviendo las manos como si se tratara de una gincana escolar. Créame, esta guerra es de verdad y va en serio. Se acabó el recreo.
La incompetencia
no es sólo de la casta política, aliada necesaria del poder bancario en su etapa
final de desesperada corrupción antes de desaparecer para siempre. La incompetencia
es también de una sociedad enajenada que tiene el cerebro hecho trizas, hasta el extremo
de haber sido incapaz de preparar a dirigentes que puedan imaginar estrategias de
ataque o tácticas de contención en ese territorio tan difuso y volátil como es
la economía financiera, para salvaguardar de sus inclementes bombardeos a la
economia productiva, que es donde respiramos los mortales. Sobran proclamas
donde nada mas se escuche el lamento del derrotado. Faltan programas para
combatir en un territorio donde todo es desconocido, hechos con rigor, donde
prevalezca ese tipo de inteligencia que abra ventanas en el pozo más oscuro y
en los que haya que poner en práctica el espíritu de disciplina y sacrificio. Basta ya de desesperos, así no se gana una guerra. Sobran libelos con frases y palabras de esas que es imposible
no ser un abajo firmante. Y ya está. Frases y palabras vacías, dichas hasta la
saciedad en todos los mentideros para acallar el miedo que nos acongoja, único
sentimineto realmente existente que hace inamovible nuestra vocación bovina. Falta inventar un lenguaje verdaderamente transitivo que de cuenta de todo eso y a todo oyente, barriendo de una vez por todas el lenguaje autista, agorero u optimista, con el que están haciendo su agosto los vendedores
de crecepelo que acompañan a toda contienda bélica. Y en los momentos de tregua leamos la oración fúnebre de Pericles, con la que se dirigió a
los atenienses en una situación semejante allá por el siglo V antes de Cristo.