Cuando
era un niño viajaba en el metro con el espíritu de aventura propio de todo lo que es nuevo. Ahora,
siglos después, me lleno de desasosiego cada vez que tengo que entrar ahí
abajo, y tratar con ese indescifrable laberinto en que se ha convertido este
veterano del transporte público urbano. No es una cuestión de la edad lo que me
agobia e, incluso, me atemoriza, sino la sensación de un engaño desconocido que
me transmite tanto cartel flechado apuntando en todas las direcciones.
Siempre
fui de la opinión de que las complicaciones exageradas, o el obscurecimiento
intencionado, eran el reflejo exacto de voluntades poco fiables. Esas que
hablan para no hacerse entender. Tal desconfianza me ha permitido sobrevivir
con dignidad en esa tarea heroica de tener que viajar cada día en el metro.
Antes
era fácil detectar cualquier manipulación subterránea, que tipos mal nacidos
quisieran llevar a cabo. Los corredores y pasadizos estaban perfectamente
diferenciados, así como sus encrucijadas. Una flecha te llevaba a un solo
andén. Y transbordar era un interludio placentero de un largo trayecto. Nadie
se atrevió nunca a subvertir tan armonioso orden.
Me di
cuenta de que todo iba a cambiar el día que descubrí a un individuo que,
haciéndose pasar por funcionario de la compañía metropolitana, quitaba los
carteles de siempre, poniendo en su lugar otros ininteligibles y
desorientadores. Flechas al techo, al suelo, a las vías, flechas a ninguna
parte que conducían al desprevenido viajero por túneles interminables. De
repente me horrorizó aquel desbarajuste insidioso. Pero lo que más me causó
pavor fue ver a los usuarios como autómatas, aceptando tal impostura sin
extraviarse. Entendí, entonces, que ya estaban perdidos.
Soy
ya demasiado mayor para que puedan engañarme esos facinerosos de azul relamido
y recurrente. No estoy dispuesto, sin embargo, a renunciar a seguir usando el
medio de transporte con el que he disfrutado tanto. Escruto cada letrero con la
minuciosidad del advenedizo. Pregunto la veracidad de sus leyendas a varios
funcionarios con el ánimo picaresco de desvelar sus contradicciones y la
intención de la farsa que representan. Aun así, tengo la máxima preocupación en
el límite de cada entronque y no doblo nunca un recodo sin comprobar quien me
acompaña. Espero siempre la llegada del tren en un extremo del andén, apoyando
la espalda contra la pared.