lunes, 11 de junio de 2012

SEÑALIZACIONES


Cuando era un niño viajaba en el metro con el espíritu de aventura  propio de todo lo que es nuevo. Ahora, siglos después, me lleno de desasosiego cada vez que tengo que entrar ahí abajo, y tratar con ese indescifrable laberinto en que se ha convertido este veterano del transporte público urbano. No es una cuestión de la edad lo que me agobia e, incluso, me atemoriza, sino la sensación de un engaño desconocido que me transmite tanto cartel flechado apuntando en todas las direcciones. 

Siempre fui de la opinión de que las complicaciones exageradas, o el obscurecimiento intencionado, eran el reflejo exacto de voluntades poco fiables. Esas que hablan para no hacerse entender. Tal desconfianza me ha permitido sobrevivir con dignidad en esa tarea heroica de tener que viajar cada día en el metro.

Antes era fácil detectar cualquier manipulación subterránea, que tipos mal nacidos quisieran llevar a cabo. Los corredores y pasadizos estaban perfectamente diferenciados, así como sus encrucijadas. Una flecha te llevaba a un solo andén. Y transbordar era un interludio placentero de un largo trayecto. Nadie se atrevió nunca a subvertir tan armonioso orden.

Me di cuenta de que todo iba a cambiar el día que descubrí a un individuo que, haciéndose pasar por funcionario de la compañía metropolitana, quitaba los carteles de siempre, poniendo en su lugar otros ininteligibles y desorientadores. Flechas al techo, al suelo, a las vías, flechas a ninguna parte que conducían al desprevenido viajero por túneles interminables. De repente me horrorizó aquel desbarajuste insidioso. Pero lo que más me causó pavor fue ver a los usuarios como autómatas, aceptando tal impostura sin extraviarse. Entendí, entonces, que ya estaban perdidos.

Soy ya demasiado mayor para que puedan engañarme esos facinerosos de azul relamido y recurrente. No estoy dispuesto, sin embargo, a renunciar a seguir usando el medio de transporte con el que he disfrutado tanto. Escruto cada letrero con la minuciosidad del advenedizo. Pregunto la veracidad de sus leyendas a varios funcionarios con el ánimo picaresco de desvelar sus contradicciones y la intención de la farsa que representan. Aun así, tengo la máxima preocupación en el límite de cada entronque y no doblo nunca un recodo sin comprobar quien me acompaña. Espero siempre la llegada del tren en un extremo del andén, apoyando la espalda contra la pared.