El
cementerio de Glasnevin es un centro sentimental, un poco a la manera como habla
Vila-Matas en su novela Dublinesca. Hasta allí peregrinamos los joycianos siguiendo la calesa donde viajaban Simon
Dedalus, Martin Cunningham y John Power acompañando el féretro de Paddy Dignam,
y hasta allí se acercan también los patriotas irlandeses. Michael Collins
descansa, no se si en paz o todavía en guerra con sus colegas traidores, en una tumba
cubierta de flores frescas, situada cerca de la entrada principal a mano derecha.
Cuando llegamos un guía repetía ante un público entregado las loas al héroe de
la independencia irlandesa. Aplausos, y rictus de nostalgia y contrariedad en
los rostros. Las cosas deberían haber seguido otro rumbo. Los joycianos dimos por
concluido nuestro rito literario sabiendo que Paddy Dignam descansa, en este
caso seguro que en paz, en algún lugar de aquel amplio territorio de fantasmas
y recuerdos. No nos interesa saber el lugar exacto. No nos preocupan tanto, en
verdad no nos preocupan nada, las coordenadas precisas de ubicación de la tumba
de Dignam, como el rigor expresivo del mito literario al que su muerte y
funeral han ayudado a construir, igual que nosotros al acompañarle hasta su
última morada. Michael Collins es un personaje histórico y Paddy Dignam lo es
literario, y nosotros los joycianos tenemos muy clara la diferencia que hay
entre la realidad y la ficción. Entre la Historia y el Mito.
El
camino de vuelta fue mas agradecido. No hay nada como bajar pedaleando después
de haberlo hecho subiendo. Ademas se abrió provisionalmente el cielo y un sol esplendoroso
nos acompañó durante el recorrido ciclista. Dejamos las bicis cerca del
Trinnity College y a continuación nos acercamos, caminando, al pub David Byrne’s,
donde Bloom se jaló una tapa de queso gorgonzola y un vaso de vino de borgoña.
Así dimos por cumplimentado el aperitivo y allí mismo, había joycianos disfrazos
para la ocasión pero no en exceso (la mayoria habían estado allí unas horas
antes), nos dispusimos a hacer lo propio con la comida. Yo pedí el irish stew, el
guiso irlandés de cordero que no me importa recomendar, acompañado por el litro
correspondiente de cerveza Guinnes.
El resto de la tarde, hasta la hora de cenar, fue una
entrega a la audición de la majestuosa oralidad del texto sagrado. Primero al
aire libre, sobre el templete de Sant Stephen Garden donde, por riguroso orden
de petición previa de turno, fueron subiendo los lectores a mostrar su personal
relación emocional con el relato. Despues, bajo el techo verde irlanda de la
Biblioteca Nacional de Dublín, una pareja de lectores nos dio una versión mas
académica del relato, si es que ello es posible. Al menos ellos lo intentaron
con sobrada dignidad y talento lector. La cena fue cosa de zambullirnos sin
miramientos en el jolgorio del Temple Bar, el lugar para comer y beber mas conocido de Dublin. De nuevo los sabores irlandeses no nos defraudaron al igual que sus
excelentes y gigantescas cervezas. El dia no acaba nunca en estas latitudes celtas
y en esta época del año, así que el personal, como si fueran gallos y gallinas,
piensa que la fiesta, en consonancia, no acaba de empezar del todo, por lo que no
hay razón para dejar el cacareo y los intentos de rozarse unos con otros, a la
espera del gran momento que les proporcionará las caida de las tinieblas.
En el último día no quisimos perder la ocasión de acercarnos
en tren a ver el Ojo de Irlanda, reserva natural de especies marinas. Es una isla
situada enfrente del pueblo costero de Howth, en el extremo opuesto, en la bahía
de Dublín, a Sandycove, donde se encuentra Torre Martello (en la foto), punto de arranque del
Ulises. Con él le dejo, invitándole, sino lo ha hecho todavía, a que se inicie en tan
singular aventura. O si lo ha leído ya, lo vuelva a intentar de nuevo. Puesto
que joycianos somos todos, tanto los que lo han leído como los que no. Pero,
comprenderá, que unos lo seamos mas que otros. Ya me entiende.
”Imponente, el rollizo Buck Mulligan apareció en lo alto de
la escalera, con una bacía desbordante de espuma, sobre la cual traía, cruzados,
un espejo y una navaja. La suave brisa de la mañana hacía flotar con gracia la
bata amarilla desprendida. Levanto el tazón y entonó:
*Introibo ad altare Dei.
Se detuvo, miró de soslayo la oscura escalera de caracol y
llamó groseramente:
*Acércate, Kinch. Acércate, jesuita miedoso.
Se adelantó con solemnidad
y subió a la plataforma de tiro...”