jueves, 12 de abril de 2012

EL TITANIC QUE LLEVAMOS DENTRO

Hay que saber no escuchar como hay que saber no evitar el dolor. Son dos preceptos antiguos que nos convienen, y mucho, a quienes transitamos en esta época en que nos ha tocado vivir. No son dos ocurrencias de sobremesa, son dos formas de pensar de antes que el pensar se volviera peligroso. Y le conviene a lo que nos está tocando vivir, que ha sido, y todavía lo es, una de sus consecuencias, como decía en el anterior post. Muy peligrosa, porque si seguimos pensando así no hay soluciones para tanto desvarío, solo un único destino que apunta irremediablemente hacia el abismo. Se tardará mas o menos en llegar, pero llegaremos y nos despeñaremos en su vacío.

Escuchamos mucho y escuchamos mal. Las noticias y todo lo que se dice no implican necesariamente conocimiento, ni mucho menos trasparencia. Sin embargo, quedamos cautivados y cautivos de lo que diga el primer busto parlante que tenga un pico de oro y una sonrisa de plata, y que, sobre todo, diga lo que queremos oir. El mundo puede volverse opaco a base de noticias o a base de información sin clasificar, que es lo que pasa cada día con las toneladas de chascarrillos de todo tipo que vomitan lo medios de comunicación sus venticuatro horas. La información es un proceso subsidiario del conocimiento, pero no lo implica. Ahora bien, hoy todo el mundo cree que sabe porque tiene a su disposición una cantidad ingente de información. Se confunde opinión con argumentación, pero es igual, lo que prevalece es la sacrosanta obligación que cada cual se ha autoimpusto de decir lo que le peta, donde le peta y como le peta. Sobre el derecho a callar y a preguntarse sobre lo que no sabe no hay nadie que se atreva a decir algo, quedaría fulminantemente laminado al amanecer.

Con este panorama, como podrá deducir, el principio epicúreo de saber no evitar el dolor causa risa. Otro daño colateral del pensamiento peligroso. En este caso imperiosamente impuesto por la alianza del optimismo farmaceutico y una idea indolora de la vida que busca afanosamente la inmortalidad. Y ni siquiera a gente así los podemos llamar tipos angelicales, esos pobres seres que luchan a destajo en la literatura, el cine, la pintura, la música, etc., por buscar su hueco en un mundo donde los dioses los han abandonado, dejándolos sin su trabajo mediador entre ellos y los humanos. Yo me atreveria a calificarlos, por mucha opinión que manejen, de monstruos inopinados.

No hablo del dolor circunstancial o el ligado a las enfermedades, que nadie en su sano juicio no intenta mitigarlo o hacerlo desaparecer. Hablo del dolor propio del no saber quien se es, por estar vinculado a nuestra limitación e imperfección constitutiva, lo que nos obliga a cerrarnos como una concha para protegernos, pero que una vez dentro nos axfisiamos y estamos deseando volver salir. Hablo de esa forma radical del dolor que deviene cuando la realidad irrumpe, sin previo aviso, en un mundo que vive acunado por la propia esperanza, trufada para la ocasión en una engañosa deformación visual y de percepción. Ahí nos encontramos, naufragando. Cien años despues del hundimiento del Titanic, símbolo por excelencia de una forma de pensar que inició una época, la nuestra, pretenciosamente insumergible.