Siempre he sido intransigente con el hecho de tener que ceder el asiento del metro a quien lo necesite. Antepongo la prioridad de leer con dignidad unas páginas durante el largo trayecto, al precepto moral de aliviar a alguien el peso de sus años o el dolor de la mutilación de su cuerpo. No es que no tenga tiempo para leer en otros momentos y lugares, tiene que ver con el encanallamiento que siento al tener que hacer ese viaje cada día con una mano sobre la otra. La lectura me hace sobreponerme, incluso, ya se que puede parecer excesivo, me hace sentir angelical entre tanta humanidad claudicada.
Después de tantos años empeñado en la misma tarea, he llegado a la conclusión de que un libro entre las manos, es lo único capaz de romper el enmarañamiento de conductas que se rozan o se traban en los recorridos suburbanos de cada día. Lo único que produce sentido entre tanta arbitrariedad. Los hay que solo pestañean con nerviosismo, sin otro afán que ver como el tren recala en el andén donde se tienen que apear. Otros se pasan todo el rato dormitando de tedio o de cansancio, dejando caer la cabeza en el hombro de quien tiene al lado. Los hay que buscan transacciones carnales adoptando extrañas posturas para llamar la atención. Y los hay, la mayoria, que, invariablemnte, poniendo cara de palo, no sé si van o vienen del trabajo o a donde sea.
Aquella mañana, por mas que dejé pasar tres o cuatro trenes no conseguí sentarme. Era un dia de huelga. Cuando entré en el vagón, arrastrado por la muchedumbre, me di cuenta de inmediato que ni siquiera iba a poder leer una línea. Fueron suficiente un par de meneos contundentes para que el libro me saltara de las manos, perdiéndose entre los pies del ganado. Acto seguido sentí una punzada en el cerebro que me produjo un leve mareo, suficiente para seguir el mismo destino que el libro. Allí abajo me dí cuenta que a un par de metros de donde yo había caido, el libro era pisoteaco sin compasión.
Era la primera vez que sufría semejante atropello, lo que me hizo tener una sensación insólita de fraude y de suciedad, abandonado en medio de aquel tumulto infernal. Bramé como una animal cuando intentaron ayudarme a ponerme en pie, librandome con hosquedad de los brazos solícitos. Una vez que conseguí recuperar la vertical, me apeé en la estación siguiente, maldiciendo de manera ininteligible a quienes continuaron el viaje. Luego me acerqué a una papelera y vomité desconsolado. En el asiento de al lado una vagabundo dormía tumbado sobre unos periódicos atrasados.