Ya he comentado en otra ocasión que el arte moderno fue una de las consecuencias (las dos carnicerias mundiales fueron las otras) de la manera de pensar peligrosamente que se apoderó de la mente humana a principios del siglo XX, y de la que esta endemoniada crisis y su cohorte de consecuencias creativas y de otros tipos sean, al menos así lo espero y deseo, su definitivo enterramiento. Anhelando que entonces se vuelva a apoderar de la humanidad la apasionada sensación de sobrecogimiento como respuesta a los acontecimientos que no entendamos, lo que supondrá aceptar que esa ignorancia nos constituye de forma mas determinante que el puñado de convicciones que solemos tener cogidas con pinzas, pero que exhibimos como si fueran la joya de la corona de un reino ya inexistente. No será de la forma que lo hicieron nuestros antepasados, algo de todo punto imposible, pero si haciendo valer el poderío y la fuerza de nuestra imaginación, voluntariamente y conscientemente renovada.
Lo que no me cabe duda es que en esta transición en la que estamos inmersos, tanto los peligrosos como los sobrecogidos pugnan por hacerse visibles, incluso compartiendo los mismos espacios. El lunes de pascua me di una vuelta por la exposicion que habia organizado una de esas bodegas, que a parte de con el negocio del vino intenta darse a conocer a través de los casos de creatividad que acudan a su convocatoria expositiva. Y vaya que si acudieron, acudieron todos, o al menos todos los que pillaron un hueco para colocar su pieza. Defraudante. Con la exposición, la bodega se convirtió en un almacén improvisado de unos objetos intercambiables, que parecían darse codazos entre ellos para competir por el escaso espacio de que disponían. No hace falta que le diga el nombre de la bodega y de la exposición porque no quiero hablar de ellos. De lo que quiero hablar a continuación es de una de los daños colaterales de su maridaje: la falta de respeto que este tipo de eventos tienen hacia al espectador.
Soy de los que piensan que la experiencia creativa solo se produce entre quien levanta la obra y quien la mira, la lee o la escucha, la huele o la toca. Es decir, cuando existe el mayor grado de sinestesia entre la obra de uno y la mirada del otro. Ahora bien, igualmente pienso que esa experiencia se puede dar en cualquier sitio. Y una bodega es uno tan bueno como lo son las cafeterias, zapaterías, peluquerías o los espacios híbridos (cafe-peluquería-librería), lugares todos ellos donde proliferan este tipo de eventos. La pregunta que me hago, después de visitar unos cuantos, es que si quienes los organizan piensan en el espectador con la misma intensidad y dedicación que lo hacen en quien expone y su obra. Honestamente creo que no. Hay un deseo apremiante, tanto en el del local como en el de la obra, por poner toda su imaginación a servicio de renovar las maneras de la comercialización del encuentro, que los incapacita para pensar en quien va a ver todo aquello. Si no me interpreta literalmente, comprobará que no estoy hablando de una persona física, sino de la mirada implícita con que todo autor debe dotar a su obra para que su trabajo no se convierta en un puro y estéril ejercicio de solipsismo.
Eso que llamaba al principio como un peligroso ejercicio del pensamiento. Sencillamente porque impide renovar las formas de la imaginación, que no es otra cosa que hacer del descubrimiento del otro un acto sobrecogedor.