jueves, 26 de abril de 2012
VACACIONES
Siempre que llega el verano necesito proyectarme hacia el más allá, rebasar sus límites. O mejor dicho, los efectos atosigantes del calor me despejan los horizontes capitalinos hasta creerme, realmente, en la posibilidad de transcender. La ciudad se vacía de casi todo. El ruido se va a donde normalmente no lo hay. Los huecos aparecen donde hace unos meses había interminables filas compactas. El metro se convierte en las tripas al fin no estreñidas de una ciudad que digiere bien.
El metro. Durante el resto del año no soy capaz de hacer uso de él. Me parece que no puede ser bueno para la salud de la ciudad que tanta gente, a diario, deambule entre túneles y pasadizos, sin otro control que el rigor de los horarios y la intrasigencia de la rutina. De ello, no me cabe la menor duda, se acaba por resentir la superficie capitalina. Se me ocurre una hipótesis biologicista: las histerias de arriba obedecen a las oclusiones de abajo. Pero con la llegada de los rigores del estío, el metro alcanza el punto óptimo en la función metabolizante de este intratable monstruo que es una ciudad moderna.
En esos días desciendo por las escaleras de la boca más próxima a mi casa, con la solemnidad de los grandes aconteciminetos. Ingluso me muestro inopinadamente generoso y dejo la vuelta del abono mensual del billete, para ayudar a aliviar los deterioros invernales, me digo a mi mismo para convencerme. Allí abajo siento la tranquilidad de que arriba todo funciona con precisión. Que cada sombra se perfila sin interferencias inútiles y contaminantes. Y que cada ruido se diluye en el aire sin perturbar el trabajo de los pájaros. Me horroriza la posibilidad de que esa armonía, mientra estoy allí metido, no se cumpla. Por eso durante la época del frío siempre voy en transporte público al aire libre. Temo que al volver al salir del metro, cualquier desquizamiento entre aquellos laberintos de luces y sombras, de prisas y codazos, de retrasos y sudores, de deseos efímeros, haya repercutido fatalmente en la vida sobre el asfalto o en el jardín de mi casa. La gente piensa en castizo y cada vez confunde mas el culo con las témporas. El uso del metro se antepone a la calidad de la existencia en cada hora. Eso puede ser catastrófico en un futuro inmediato.
Pero de momento, en esos meses de más luz y menos gente en la ciudad, trato de conjurar mis presagios apocalípticos solazándome entre andenes y pasillos. Sin mas ilusión que acomodarme en cualquier vagón que eliga, todos están a mi disposición. Con el gozo infinito de poder alimentar de nuevo ensoñaciones infantiles al sumergirme en cada túnel. En esos días no me parece tan opaco, y deseo fervientemente que el vagón se estropee, o provocar yo la detención para tener que caminar por los railes hasta la siguiente estación, que se ve iluminada unos metros más allá.
Cuando siento cerca el final del verano y debido a los delites acumulados, incluso me es razonablemente sencillo llevarme bien con los anuncios publicitarios. Lo que además de ser un broche inmejorable a mis vacaciones, fortifica mi espíritu para sobrellevar los ásperos días venideros.
martes, 24 de abril de 2012
EL ALMA DEL MUNDO
Cuando un lector lee o un espectador mira u oye, y se estremece o se queda perplejo o sobrecogido con lo leído y lo visto u oído, pero en ningún caso se rie o se burla o se encoge de hombros como diciendo que eso no tiene que ver con él, porque él está ahí para pasar el rato o porque no sabe donde estar o donde ir, es que las voces que hablan y las imágenes y sonidos que se ofrecen, y los lectores que escuchan y los espectadores que miran u oyen, se han encontrado en el Otro Mundo. En el mundo propio de la literatura, del cine, de la música, de la pintura, etc., en fin, en el mundo particular de la experiencia creadora. Es el mundo de lo permanente, de lo que no sucede ni esta sujeto al imperativo del paso del tiempo histórico, que es irreversible. Está ahí desde siempre. Por tanto, no puede ser anticipado previamente por ninguna teoría o doctrina, sino únicamente encontrado porque quien en ese mundo se mete y lo habita. Unos lo llaman el Inconsciente Colectivo, otros el Espíritu Universal. Aristóteles lo bautizó como el Alma del Mundo. A mi es el que mas gusta.
La ortodoxia de la teología religiosa y el racionalismo moderno (esas dos caras de la misma moneda de cambio) lo ignoran ámpliamente. Sus voceros ya ofrecen sus propias ofertas de otros mundos y no quieren ninguna competencia que les haga sombra. La una en el mas allá, inmediatamente después de la muerte. La otra en el más acá, aupados a un progreso ilimitado que intenta hacer olvidar como sea lo que es la única certeza irreductible, que algún día habrá un final. Pero cuando somos capaces de romper las ligaduras de tales corsés, el poder vivo de nuestra imaginación primordial florece con todo su esplendor. Y las formas que es capaz de producir o encontrar pueden ocurrir, entonces, en cualquier sitio. No está demás tener esto en cuenta, por si tenemos que salir corriendo.
sábado, 21 de abril de 2012
ALBERT EINSTEIN DIJO...
...como si fuera hoy, o mañana. Oigámosle a él y a todo aquel que merezca la pena ser oido. Para ello dispongamos la voluntad y el ánimo como si el infernal ruido de la cháchara radio-televisiva-internaútica no hubiera existido nunca. Aparecerán ante nosotros, entonces, las palabras dichas desde y para siempre. Oigamos.
“No pretendamos que las cosas cambien, si siempre hacemos lo mismo. La crisis es la mejor bendición que puede sucederle a personas y países, porque la crisis trae progresos.
La creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura. Es en la crisis que nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias. Quien supera la crisis se supera a sí mismo sin quedar superado. Quien atribuye a la crisis sus fracasos y penurias, violenta su propio talento y respeta más a los problemas que a las soluciones.
La verdadera crisis, es la crisis de la incompetencia. El inconveniente de las personas y los países es la pereza para encontrar las salidas y soluciones. Sin crisis no hay desafíos, sin desafíos la vida es una rutina, una lenta agonía. Sin crisis no hay méritos. Es en la crisis donde aflora lo mejor de cada uno, porque sin crisis todo viento es caricia.
Hablar de crisis es promoverla, y callar en la crisis es exaltar el conformismo. En vez de esto, trabajemos duro. Acabemos de una vez con la única crisis amenazadora, que es la tragedia de no querer luchar por superarla”.
“No pretendamos que las cosas cambien, si siempre hacemos lo mismo. La crisis es la mejor bendición que puede sucederle a personas y países, porque la crisis trae progresos.
La creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura. Es en la crisis que nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias. Quien supera la crisis se supera a sí mismo sin quedar superado. Quien atribuye a la crisis sus fracasos y penurias, violenta su propio talento y respeta más a los problemas que a las soluciones.
La verdadera crisis, es la crisis de la incompetencia. El inconveniente de las personas y los países es la pereza para encontrar las salidas y soluciones. Sin crisis no hay desafíos, sin desafíos la vida es una rutina, una lenta agonía. Sin crisis no hay méritos. Es en la crisis donde aflora lo mejor de cada uno, porque sin crisis todo viento es caricia.
Hablar de crisis es promoverla, y callar en la crisis es exaltar el conformismo. En vez de esto, trabajemos duro. Acabemos de una vez con la única crisis amenazadora, que es la tragedia de no querer luchar por superarla”.
jueves, 19 de abril de 2012
MAS ENAJENAMIENTO O APRENDER ALGO
Dando por aceptada de forma generalizada, además de sus importantes aportaciones en la evolución de las transacciones ecónomicas, la voluntad civilizadora que ha tenido hasta ahora el dinero al no quedarse únicamente en su ámbito competencial y extenderse y formar parte incuestionable de la forma de ser de los otros tipos o formas transaccionales de las sociedades modernas, lo que cabría averiguar es si lo que está pasando ahora es propiamente una crisis económica o es más bien una crisis de mas largo aliento, en la que el dinero por efecto de esa colonización aludida es uno de sus más importante protagonistas. O, sin más, podemos decir que es el único.
Si ponemos la atención en una escala individual yo creo que lo entenderemos mejor. Y tiene que ver con la diferencia que media entre la concepción del dinero como un abrigo o como un seguro protector frente a las dos adversidades exteriores mas temidas, y su inevitable corolario: el hambre, la pobreza y la muerte, y esa otra en que el individuo se ha convertido ya en su desinteresado servidor, convecido de que solo su majestad es capaz de pone orden duradero en el ámbito social y político. Yo tengo la horrorosa sospecha de que esto no se mueve, ni se moverá en los próximos viente años como ya preciden los ayatolas económicos, ni cuando lo haga nada volverá a ser lo mismo, porque la mayoría de la peña esta metida de coz y hoz en la segunda cosmovisión: el dinero como un fin en sí mismo.
¿Cómo salir de este enajenamiento? Una inapropiada pregunta si va dirigida a quien se encuentra enajenado o cerca de estarlo. Por aquí no hay salida. No hay duda de que concebir el dinero como un fin en sí mismo enajena a quien, pudiera parecer, quisiera agradecer sus servicios de protección prestados, seguramente no a él sino a sus progenitores. Pero así, agradecido, ha perdido todo contacto con lo real y su enfermedad se ha hecho incurable. Otra cosa es ver si quien invente y formule las preguntas convenientes a partir de ahora, se puede abrir camino durante los próximos veinte años entre ese miedo ortopédico, esa fobia reinante que no quiere ver lo inevitable de aquello ante lo que huye.
El próximo destino será, ya que se ha roto de forma irreversible la linealidad paterno filial del enriquecimiento económico, asistir otra vez a la ceremonia de los que lo habiten entonces, y comprobar si en ella volverán a mirar ciegamente, o lo harán cara a cara, a aquellas dos amenazas permanentes y su corolario, y si la respuesta será de nuevo la huida o es que estarán dispuestos a aprender algo.
Si ponemos la atención en una escala individual yo creo que lo entenderemos mejor. Y tiene que ver con la diferencia que media entre la concepción del dinero como un abrigo o como un seguro protector frente a las dos adversidades exteriores mas temidas, y su inevitable corolario: el hambre, la pobreza y la muerte, y esa otra en que el individuo se ha convertido ya en su desinteresado servidor, convecido de que solo su majestad es capaz de pone orden duradero en el ámbito social y político. Yo tengo la horrorosa sospecha de que esto no se mueve, ni se moverá en los próximos viente años como ya preciden los ayatolas económicos, ni cuando lo haga nada volverá a ser lo mismo, porque la mayoría de la peña esta metida de coz y hoz en la segunda cosmovisión: el dinero como un fin en sí mismo.
¿Cómo salir de este enajenamiento? Una inapropiada pregunta si va dirigida a quien se encuentra enajenado o cerca de estarlo. Por aquí no hay salida. No hay duda de que concebir el dinero como un fin en sí mismo enajena a quien, pudiera parecer, quisiera agradecer sus servicios de protección prestados, seguramente no a él sino a sus progenitores. Pero así, agradecido, ha perdido todo contacto con lo real y su enfermedad se ha hecho incurable. Otra cosa es ver si quien invente y formule las preguntas convenientes a partir de ahora, se puede abrir camino durante los próximos veinte años entre ese miedo ortopédico, esa fobia reinante que no quiere ver lo inevitable de aquello ante lo que huye.
El próximo destino será, ya que se ha roto de forma irreversible la linealidad paterno filial del enriquecimiento económico, asistir otra vez a la ceremonia de los que lo habiten entonces, y comprobar si en ella volverán a mirar ciegamente, o lo harán cara a cara, a aquellas dos amenazas permanentes y su corolario, y si la respuesta será de nuevo la huida o es que estarán dispuestos a aprender algo.
lunes, 16 de abril de 2012
ENTRE AULLAR Y SER FELICES
No lo hemos aprendido todavía. Seguimos sin saber lo que es nadar en la lucha efectiva diaria para no quedar sumergidos. Continuamos yéndonos por los sumideros. De cualquier minucia "montamos una guerra civil". En fin, lo nuestro. Nos conformamos con que hoy en todo ya no es como ayer. Aunque en una parte sigue siendo lo mismo. Tiene que ver, claro está, con el como nos ven desde fuera. Ahora desde Europa ya no nos dicen: anda que os den, ¡mataros entre vosotros! Ahora nos dicen: mataros, pero de una forma que no os impida cumplir con el déficit y todos los otros deberes que os hemos impuesto. Este segundo mataros es solo verbal, pero está teniendo entre nosotros efectos nunca antes conocidos.
Tradicionalmente la palabra armada era el prólogo que daba paso al dialogo de las pistolas. Las unas y las otras formaban parte de una misma y tenebrosa sintaxis, y sus propietarios eran tipos especialistas, muy diestros en el manejo de ambas. Abandonada por las pistolas la palabra armada se ha quedado sola y a la intemperie, proyectando por quienes la usan un sofocante y estridente comportamiento sobre la comunidad de oyentes. Ahora hablar en público se ha convertido en una bufonada continua y en cualquier sitio entre bandas rivales de charlatanes enfurecidos, donde lo importante es ver quien dispara primero y mas rápido, pero a sabiendas de que por mandato europeo la sangre nunca debe llegar al río. Al loro. Ciertamente no lo hará, de igual manera que no llegaran ni las bendiciones ni las inversiones que se necesitan para salir a flote de una vez por todas y para siempre.
¿Quien tirará del carro y del cotarro si unos aúllan y los demás, para no oirlos, únicamente piensan en ser felices?
Tradicionalmente la palabra armada era el prólogo que daba paso al dialogo de las pistolas. Las unas y las otras formaban parte de una misma y tenebrosa sintaxis, y sus propietarios eran tipos especialistas, muy diestros en el manejo de ambas. Abandonada por las pistolas la palabra armada se ha quedado sola y a la intemperie, proyectando por quienes la usan un sofocante y estridente comportamiento sobre la comunidad de oyentes. Ahora hablar en público se ha convertido en una bufonada continua y en cualquier sitio entre bandas rivales de charlatanes enfurecidos, donde lo importante es ver quien dispara primero y mas rápido, pero a sabiendas de que por mandato europeo la sangre nunca debe llegar al río. Al loro. Ciertamente no lo hará, de igual manera que no llegaran ni las bendiciones ni las inversiones que se necesitan para salir a flote de una vez por todas y para siempre.
¿Quien tirará del carro y del cotarro si unos aúllan y los demás, para no oirlos, únicamente piensan en ser felices?
sábado, 14 de abril de 2012
SOBRE FIARSE Y NO FIARSE
Me fío del señor Eastwood (Clint). No me fío del señor Almodóvar (Pedro). Me fío de los niños. No me fío de sus padres. Me fío de la señora Lindo (Elvira). No me fío de la señora Grandes (Almudena). Me fío de quien tiene miedo. No me fío de quien alardea de su valentía. Me fío del señor Muñoz (Molina). No me fío del señor García (Montero). Me fío de la marea de los blogs. No me fío de los columnistas que aguantan la prensa de régimen. Me fío del señor Nietzsche (Federico). No me fío del señor Hegel (Guillermo). Me fío del Manifiesto Comunista de Marx y Engels. No me fío de los manifiestos del 15M. Me fío de quien miente. No me fío de quien ni cuando miente dice la verdad. Me fío de los trenes alemanes. No me fío de los trenes que aquí padecemos. Me fío de la ilustración de Europa. No me fío de la estupidez que muchas veces le acompaña. Me fío de quien escucha. No me fío de quien no calla nunca. Me fío de la intuición. No me fío de la ortodoxia religiosa o racionalista. Me fío del derecho a preguntar. No me fío de la obligación de responder. Me fío los economistas. No me fío de los políticos. Me fío de los que de vez en cuando sonríen. No me fío de los que siempre están a punto de carcajada. Me fío de un narrador literario. No me fío de un médico de la SS. Me fío de Carl Jung. No me fío de Sigmund Freud. Me fío del Anima Mundi de Aristóteles. No me fío de la Teoría de la relatividad de Einstein. Aunque ahora que lo pienso, creo que es lo mismo dicho de dos maneras distintas y con tres mil años de diferencia. Me fío del señor Arguiñano (Carlos). No me fío del señor Adrià (Ferrán). Me fío de la prima de riesgo. No me fío de la palabra de honor. Me fío de la cólera de Aquiles. No me fío de la dignidad, poder y majestad de Agamenón. Me fío de lo que veo e imagino en el presente. No me fío de quien se inventa el pasado y de quien se apodera del futuro. Me fío del poder civilizador de la enseñanza. No me fío del espíritu funcionaril de los enseñantes. Me fío del señor Alonso (Fernando). No me fío de los ingenieros de Ferrari. Me fío de los militares. No me fío de los pacifistas. Me fío de los pacíficos. No me fío de los militaristas. Me fío de la naturaleza. No me fío de los naturalistas. Me fío de los ingenieros de aquí que buscan trabajo en Alemania. No me fío de las universalidades donde han estudiado. Me fío de mi amigo y de mi mujer. Y, con lo que he dicho, no se si fiarme de mi mismo.
SobreVivir no es otra cosa que estar vinculado a una red, misteriosamente trabada, de confianzas y desconfianzas. Individuales y sociales. Como siempre. Las crisis son únicamente el efecto no deseado de su voladura incontrolada. Durarán hasta que aquellas se recompongan. Y no hay guión previo a seguir. Eso es todo.
SobreVivir no es otra cosa que estar vinculado a una red, misteriosamente trabada, de confianzas y desconfianzas. Individuales y sociales. Como siempre. Las crisis son únicamente el efecto no deseado de su voladura incontrolada. Durarán hasta que aquellas se recompongan. Y no hay guión previo a seguir. Eso es todo.
viernes, 13 de abril de 2012
LEER
Siempre he sido intransigente con el hecho de tener que ceder el asiento del metro a quien lo necesite. Antepongo la prioridad de leer con dignidad unas páginas durante el largo trayecto, al precepto moral de aliviar a alguien el peso de sus años o el dolor de la mutilación de su cuerpo. No es que no tenga tiempo para leer en otros momentos y lugares, tiene que ver con el encanallamiento que siento al tener que hacer ese viaje cada día con una mano sobre la otra. La lectura me hace sobreponerme, incluso, ya se que puede parecer excesivo, me hace sentir angelical entre tanta humanidad claudicada.
Después de tantos años empeñado en la misma tarea, he llegado a la conclusión de que un libro entre las manos, es lo único capaz de romper el enmarañamiento de conductas que se rozan o se traban en los recorridos suburbanos de cada día. Lo único que produce sentido entre tanta arbitrariedad. Los hay que solo pestañean con nerviosismo, sin otro afán que ver como el tren recala en el andén donde se tienen que apear. Otros se pasan todo el rato dormitando de tedio o de cansancio, dejando caer la cabeza en el hombro de quien tiene al lado. Los hay que buscan transacciones carnales adoptando extrañas posturas para llamar la atención. Y los hay, la mayoria, que, invariablemnte, poniendo cara de palo, no sé si van o vienen del trabajo o a donde sea.
Aquella mañana, por mas que dejé pasar tres o cuatro trenes no conseguí sentarme. Era un dia de huelga. Cuando entré en el vagón, arrastrado por la muchedumbre, me di cuenta de inmediato que ni siquiera iba a poder leer una línea. Fueron suficiente un par de meneos contundentes para que el libro me saltara de las manos, perdiéndose entre los pies del ganado. Acto seguido sentí una punzada en el cerebro que me produjo un leve mareo, suficiente para seguir el mismo destino que el libro. Allí abajo me dí cuenta que a un par de metros de donde yo había caido, el libro era pisoteaco sin compasión.
Era la primera vez que sufría semejante atropello, lo que me hizo tener una sensación insólita de fraude y de suciedad, abandonado en medio de aquel tumulto infernal. Bramé como una animal cuando intentaron ayudarme a ponerme en pie, librandome con hosquedad de los brazos solícitos. Una vez que conseguí recuperar la vertical, me apeé en la estación siguiente, maldiciendo de manera ininteligible a quienes continuaron el viaje. Luego me acerqué a una papelera y vomité desconsolado. En el asiento de al lado una vagabundo dormía tumbado sobre unos periódicos atrasados.
Después de tantos años empeñado en la misma tarea, he llegado a la conclusión de que un libro entre las manos, es lo único capaz de romper el enmarañamiento de conductas que se rozan o se traban en los recorridos suburbanos de cada día. Lo único que produce sentido entre tanta arbitrariedad. Los hay que solo pestañean con nerviosismo, sin otro afán que ver como el tren recala en el andén donde se tienen que apear. Otros se pasan todo el rato dormitando de tedio o de cansancio, dejando caer la cabeza en el hombro de quien tiene al lado. Los hay que buscan transacciones carnales adoptando extrañas posturas para llamar la atención. Y los hay, la mayoria, que, invariablemnte, poniendo cara de palo, no sé si van o vienen del trabajo o a donde sea.
Aquella mañana, por mas que dejé pasar tres o cuatro trenes no conseguí sentarme. Era un dia de huelga. Cuando entré en el vagón, arrastrado por la muchedumbre, me di cuenta de inmediato que ni siquiera iba a poder leer una línea. Fueron suficiente un par de meneos contundentes para que el libro me saltara de las manos, perdiéndose entre los pies del ganado. Acto seguido sentí una punzada en el cerebro que me produjo un leve mareo, suficiente para seguir el mismo destino que el libro. Allí abajo me dí cuenta que a un par de metros de donde yo había caido, el libro era pisoteaco sin compasión.
Era la primera vez que sufría semejante atropello, lo que me hizo tener una sensación insólita de fraude y de suciedad, abandonado en medio de aquel tumulto infernal. Bramé como una animal cuando intentaron ayudarme a ponerme en pie, librandome con hosquedad de los brazos solícitos. Una vez que conseguí recuperar la vertical, me apeé en la estación siguiente, maldiciendo de manera ininteligible a quienes continuaron el viaje. Luego me acerqué a una papelera y vomité desconsolado. En el asiento de al lado una vagabundo dormía tumbado sobre unos periódicos atrasados.
jueves, 12 de abril de 2012
EL TITANIC QUE LLEVAMOS DENTRO
Hay que saber no escuchar como hay que saber no evitar el dolor. Son dos preceptos antiguos que nos convienen, y mucho, a quienes transitamos en esta época en que nos ha tocado vivir. No son dos ocurrencias de sobremesa, son dos formas de pensar de antes que el pensar se volviera peligroso. Y le conviene a lo que nos está tocando vivir, que ha sido, y todavía lo es, una de sus consecuencias, como decía en el anterior post. Muy peligrosa, porque si seguimos pensando así no hay soluciones para tanto desvarío, solo un único destino que apunta irremediablemente hacia el abismo. Se tardará mas o menos en llegar, pero llegaremos y nos despeñaremos en su vacío.
Escuchamos mucho y escuchamos mal. Las noticias y todo lo que se dice no implican necesariamente conocimiento, ni mucho menos trasparencia. Sin embargo, quedamos cautivados y cautivos de lo que diga el primer busto parlante que tenga un pico de oro y una sonrisa de plata, y que, sobre todo, diga lo que queremos oir. El mundo puede volverse opaco a base de noticias o a base de información sin clasificar, que es lo que pasa cada día con las toneladas de chascarrillos de todo tipo que vomitan lo medios de comunicación sus venticuatro horas. La información es un proceso subsidiario del conocimiento, pero no lo implica. Ahora bien, hoy todo el mundo cree que sabe porque tiene a su disposición una cantidad ingente de información. Se confunde opinión con argumentación, pero es igual, lo que prevalece es la sacrosanta obligación que cada cual se ha autoimpusto de decir lo que le peta, donde le peta y como le peta. Sobre el derecho a callar y a preguntarse sobre lo que no sabe no hay nadie que se atreva a decir algo, quedaría fulminantemente laminado al amanecer.
Con este panorama, como podrá deducir, el principio epicúreo de saber no evitar el dolor causa risa. Otro daño colateral del pensamiento peligroso. En este caso imperiosamente impuesto por la alianza del optimismo farmaceutico y una idea indolora de la vida que busca afanosamente la inmortalidad. Y ni siquiera a gente así los podemos llamar tipos angelicales, esos pobres seres que luchan a destajo en la literatura, el cine, la pintura, la música, etc., por buscar su hueco en un mundo donde los dioses los han abandonado, dejándolos sin su trabajo mediador entre ellos y los humanos. Yo me atreveria a calificarlos, por mucha opinión que manejen, de monstruos inopinados.
No hablo del dolor circunstancial o el ligado a las enfermedades, que nadie en su sano juicio no intenta mitigarlo o hacerlo desaparecer. Hablo del dolor propio del no saber quien se es, por estar vinculado a nuestra limitación e imperfección constitutiva, lo que nos obliga a cerrarnos como una concha para protegernos, pero que una vez dentro nos axfisiamos y estamos deseando volver salir. Hablo de esa forma radical del dolor que deviene cuando la realidad irrumpe, sin previo aviso, en un mundo que vive acunado por la propia esperanza, trufada para la ocasión en una engañosa deformación visual y de percepción. Ahí nos encontramos, naufragando. Cien años despues del hundimiento del Titanic, símbolo por excelencia de una forma de pensar que inició una época, la nuestra, pretenciosamente insumergible.
Escuchamos mucho y escuchamos mal. Las noticias y todo lo que se dice no implican necesariamente conocimiento, ni mucho menos trasparencia. Sin embargo, quedamos cautivados y cautivos de lo que diga el primer busto parlante que tenga un pico de oro y una sonrisa de plata, y que, sobre todo, diga lo que queremos oir. El mundo puede volverse opaco a base de noticias o a base de información sin clasificar, que es lo que pasa cada día con las toneladas de chascarrillos de todo tipo que vomitan lo medios de comunicación sus venticuatro horas. La información es un proceso subsidiario del conocimiento, pero no lo implica. Ahora bien, hoy todo el mundo cree que sabe porque tiene a su disposición una cantidad ingente de información. Se confunde opinión con argumentación, pero es igual, lo que prevalece es la sacrosanta obligación que cada cual se ha autoimpusto de decir lo que le peta, donde le peta y como le peta. Sobre el derecho a callar y a preguntarse sobre lo que no sabe no hay nadie que se atreva a decir algo, quedaría fulminantemente laminado al amanecer.
Con este panorama, como podrá deducir, el principio epicúreo de saber no evitar el dolor causa risa. Otro daño colateral del pensamiento peligroso. En este caso imperiosamente impuesto por la alianza del optimismo farmaceutico y una idea indolora de la vida que busca afanosamente la inmortalidad. Y ni siquiera a gente así los podemos llamar tipos angelicales, esos pobres seres que luchan a destajo en la literatura, el cine, la pintura, la música, etc., por buscar su hueco en un mundo donde los dioses los han abandonado, dejándolos sin su trabajo mediador entre ellos y los humanos. Yo me atreveria a calificarlos, por mucha opinión que manejen, de monstruos inopinados.
No hablo del dolor circunstancial o el ligado a las enfermedades, que nadie en su sano juicio no intenta mitigarlo o hacerlo desaparecer. Hablo del dolor propio del no saber quien se es, por estar vinculado a nuestra limitación e imperfección constitutiva, lo que nos obliga a cerrarnos como una concha para protegernos, pero que una vez dentro nos axfisiamos y estamos deseando volver salir. Hablo de esa forma radical del dolor que deviene cuando la realidad irrumpe, sin previo aviso, en un mundo que vive acunado por la propia esperanza, trufada para la ocasión en una engañosa deformación visual y de percepción. Ahí nos encontramos, naufragando. Cien años despues del hundimiento del Titanic, símbolo por excelencia de una forma de pensar que inició una época, la nuestra, pretenciosamente insumergible.
miércoles, 11 de abril de 2012
SOLIPSISMO O IMAGINACION RENOVADA
Ya he comentado en otra ocasión que el arte moderno fue una de las consecuencias (las dos carnicerias mundiales fueron las otras) de la manera de pensar peligrosamente que se apoderó de la mente humana a principios del siglo XX, y de la que esta endemoniada crisis y su cohorte de consecuencias creativas y de otros tipos sean, al menos así lo espero y deseo, su definitivo enterramiento. Anhelando que entonces se vuelva a apoderar de la humanidad la apasionada sensación de sobrecogimiento como respuesta a los acontecimientos que no entendamos, lo que supondrá aceptar que esa ignorancia nos constituye de forma mas determinante que el puñado de convicciones que solemos tener cogidas con pinzas, pero que exhibimos como si fueran la joya de la corona de un reino ya inexistente. No será de la forma que lo hicieron nuestros antepasados, algo de todo punto imposible, pero si haciendo valer el poderío y la fuerza de nuestra imaginación, voluntariamente y conscientemente renovada.
Lo que no me cabe duda es que en esta transición en la que estamos inmersos, tanto los peligrosos como los sobrecogidos pugnan por hacerse visibles, incluso compartiendo los mismos espacios. El lunes de pascua me di una vuelta por la exposicion que habia organizado una de esas bodegas, que a parte de con el negocio del vino intenta darse a conocer a través de los casos de creatividad que acudan a su convocatoria expositiva. Y vaya que si acudieron, acudieron todos, o al menos todos los que pillaron un hueco para colocar su pieza. Defraudante. Con la exposición, la bodega se convirtió en un almacén improvisado de unos objetos intercambiables, que parecían darse codazos entre ellos para competir por el escaso espacio de que disponían. No hace falta que le diga el nombre de la bodega y de la exposición porque no quiero hablar de ellos. De lo que quiero hablar a continuación es de una de los daños colaterales de su maridaje: la falta de respeto que este tipo de eventos tienen hacia al espectador.
Soy de los que piensan que la experiencia creativa solo se produce entre quien levanta la obra y quien la mira, la lee o la escucha, la huele o la toca. Es decir, cuando existe el mayor grado de sinestesia entre la obra de uno y la mirada del otro. Ahora bien, igualmente pienso que esa experiencia se puede dar en cualquier sitio. Y una bodega es uno tan bueno como lo son las cafeterias, zapaterías, peluquerías o los espacios híbridos (cafe-peluquería-librería), lugares todos ellos donde proliferan este tipo de eventos. La pregunta que me hago, después de visitar unos cuantos, es que si quienes los organizan piensan en el espectador con la misma intensidad y dedicación que lo hacen en quien expone y su obra. Honestamente creo que no. Hay un deseo apremiante, tanto en el del local como en el de la obra, por poner toda su imaginación a servicio de renovar las maneras de la comercialización del encuentro, que los incapacita para pensar en quien va a ver todo aquello. Si no me interpreta literalmente, comprobará que no estoy hablando de una persona física, sino de la mirada implícita con que todo autor debe dotar a su obra para que su trabajo no se convierta en un puro y estéril ejercicio de solipsismo.
Eso que llamaba al principio como un peligroso ejercicio del pensamiento. Sencillamente porque impide renovar las formas de la imaginación, que no es otra cosa que hacer del descubrimiento del otro un acto sobrecogedor.
Lo que no me cabe duda es que en esta transición en la que estamos inmersos, tanto los peligrosos como los sobrecogidos pugnan por hacerse visibles, incluso compartiendo los mismos espacios. El lunes de pascua me di una vuelta por la exposicion que habia organizado una de esas bodegas, que a parte de con el negocio del vino intenta darse a conocer a través de los casos de creatividad que acudan a su convocatoria expositiva. Y vaya que si acudieron, acudieron todos, o al menos todos los que pillaron un hueco para colocar su pieza. Defraudante. Con la exposición, la bodega se convirtió en un almacén improvisado de unos objetos intercambiables, que parecían darse codazos entre ellos para competir por el escaso espacio de que disponían. No hace falta que le diga el nombre de la bodega y de la exposición porque no quiero hablar de ellos. De lo que quiero hablar a continuación es de una de los daños colaterales de su maridaje: la falta de respeto que este tipo de eventos tienen hacia al espectador.
Soy de los que piensan que la experiencia creativa solo se produce entre quien levanta la obra y quien la mira, la lee o la escucha, la huele o la toca. Es decir, cuando existe el mayor grado de sinestesia entre la obra de uno y la mirada del otro. Ahora bien, igualmente pienso que esa experiencia se puede dar en cualquier sitio. Y una bodega es uno tan bueno como lo son las cafeterias, zapaterías, peluquerías o los espacios híbridos (cafe-peluquería-librería), lugares todos ellos donde proliferan este tipo de eventos. La pregunta que me hago, después de visitar unos cuantos, es que si quienes los organizan piensan en el espectador con la misma intensidad y dedicación que lo hacen en quien expone y su obra. Honestamente creo que no. Hay un deseo apremiante, tanto en el del local como en el de la obra, por poner toda su imaginación a servicio de renovar las maneras de la comercialización del encuentro, que los incapacita para pensar en quien va a ver todo aquello. Si no me interpreta literalmente, comprobará que no estoy hablando de una persona física, sino de la mirada implícita con que todo autor debe dotar a su obra para que su trabajo no se convierta en un puro y estéril ejercicio de solipsismo.
Eso que llamaba al principio como un peligroso ejercicio del pensamiento. Sencillamente porque impide renovar las formas de la imaginación, que no es otra cosa que hacer del descubrimiento del otro un acto sobrecogedor.
miércoles, 4 de abril de 2012
SOBRE LA FEALDAD DE LAS IDEAS BONITAS
Vaya esta nota en honor de las bonitas ideas del atribulado padre del post anterior, traicionado por su adorada hija que prefiere ir a buscarse la vida a Alemania por invitación de la señora Merkel, ya que la que le ofrece la generación de su santo progenitor le importa una higa por ser inoperante al encontrarse encallada, debido a la falta de imaginación de quienes la han construido durante los últimos treinta y cinco años.
Lo vengo repitiendo desde la primera lectura que compartimos con aquellos legendarios pioneros: nos convocamos a debatir sobre la lectura de un libro a partir de lo que no sabemos. Es decir, nos convoca nuestra ignorancia. Lo que sabemos es infinitamente mas pequeño y menos interesante que lo que ignoramos, y cada vez que aprendemos algo nuestra ignorancia aumenta de forma exponencial. Nuestra naturaleza es así, finita, limitada y temerosa. Esa es su tragedia y, también su grandeza. No hay remedio. Conviene aceptarlo cuanto antes para que no nos acabe devorando. La lectura atenta y responsable es uno de los mejores medios para conseguirlo.
Me di cuenta de ello cuando hace ya años comprobé que eso de reunirse con los colegas para hablar de lo que cada uno sabe acababa siempre, en el mejor de los casos, en un intercambio de cromos o fotos fijas y, en el peor, como una pelea de gallos o en un choque de trenes. Mas tarde lo que formó parte del ámbito privado de mi juventud, se extendió como una epidemia a las tertulias públicas y adultas de todo tipo y con cualquier soporte, que hoy proliferan durante todo el año como si fueran setas en otoño.
Saber no es lo mismo que tener muchos conocimientos. Se puede dar el caso de un sabio erudito y un sabio analfabeto por poner los extremos. Y también existen eruditos que no son sabios. Si se tienen muchos conocimientos sobre sintaxis, semiología, semántica, historia, geografía, sociología, psicología, economía, filosofía, etc., lo normal es que el tipo en cuestión se gane la vida dando conferencias. Pero cuando se sabe poco, o se sabe de oidas, intercambiar lo poco que se sabe acaba siempre en “tu palabra contra la mia”. El mito de que uno tiene derecho a decir lo que quiere, cuando quiere, donde quiere y como quiere ya que para eso estamos en una democracia, ha colaborado lo suyo a la construcción de este gallinero ensordecedor en el hemos acabado sobreviviendo, y en el que ya nadie escucha a nadie. De ahí y de la mala educación dominante no nos libera ni la ayuda interesada de la señora Merkel y sus cuates.
Eso es lo que le quiere contar la hija de nuestro atolondrado conciudadano cuando le dice lo que le dice sobre la canciller alemana. Pero él, la cabeza bien metida y sujeta entre las manos, sigue pensando que sus ideas son muy bonitas y que no se merecen un final tan canalla. Y que la culpa, por tanto, es de los otros.
Lo vengo repitiendo desde la primera lectura que compartimos con aquellos legendarios pioneros: nos convocamos a debatir sobre la lectura de un libro a partir de lo que no sabemos. Es decir, nos convoca nuestra ignorancia. Lo que sabemos es infinitamente mas pequeño y menos interesante que lo que ignoramos, y cada vez que aprendemos algo nuestra ignorancia aumenta de forma exponencial. Nuestra naturaleza es así, finita, limitada y temerosa. Esa es su tragedia y, también su grandeza. No hay remedio. Conviene aceptarlo cuanto antes para que no nos acabe devorando. La lectura atenta y responsable es uno de los mejores medios para conseguirlo.
Me di cuenta de ello cuando hace ya años comprobé que eso de reunirse con los colegas para hablar de lo que cada uno sabe acababa siempre, en el mejor de los casos, en un intercambio de cromos o fotos fijas y, en el peor, como una pelea de gallos o en un choque de trenes. Mas tarde lo que formó parte del ámbito privado de mi juventud, se extendió como una epidemia a las tertulias públicas y adultas de todo tipo y con cualquier soporte, que hoy proliferan durante todo el año como si fueran setas en otoño.
Saber no es lo mismo que tener muchos conocimientos. Se puede dar el caso de un sabio erudito y un sabio analfabeto por poner los extremos. Y también existen eruditos que no son sabios. Si se tienen muchos conocimientos sobre sintaxis, semiología, semántica, historia, geografía, sociología, psicología, economía, filosofía, etc., lo normal es que el tipo en cuestión se gane la vida dando conferencias. Pero cuando se sabe poco, o se sabe de oidas, intercambiar lo poco que se sabe acaba siempre en “tu palabra contra la mia”. El mito de que uno tiene derecho a decir lo que quiere, cuando quiere, donde quiere y como quiere ya que para eso estamos en una democracia, ha colaborado lo suyo a la construcción de este gallinero ensordecedor en el hemos acabado sobreviviendo, y en el que ya nadie escucha a nadie. De ahí y de la mala educación dominante no nos libera ni la ayuda interesada de la señora Merkel y sus cuates.
Eso es lo que le quiere contar la hija de nuestro atolondrado conciudadano cuando le dice lo que le dice sobre la canciller alemana. Pero él, la cabeza bien metida y sujeta entre las manos, sigue pensando que sus ideas son muy bonitas y que no se merecen un final tan canalla. Y que la culpa, por tanto, es de los otros.
martes, 3 de abril de 2012
SOBRE LOS VALORES Y TODO ESO
En una entrevista oí el otro día decir, aparentemente abrumado, a uno de esos prohombres mediáticos, después de confesar que su hija le había comentado que solo la señora Merkel y sus cuates se pueden encargar de enderezar la situación que estamos viviendo en Europa, lo siguiente: “Si mi hija, sangre de mi sangre e ideologia de mi ideología, que es como mi segunda corriente sanguínea, se atreve a decir eso, todos los valores están perdidos”.
Recien comido no estaba yo en las mejores condiciones en el momento de oírselo, pero horas después si conseguí preguntarme, ¿qué quiso decir el honorable padre con lo que dijo su amantísima hija?
Es muy común, tal vez sin darse cuenta, que determinada gente a la que le ha pillado la crisis, digamos, descendiendo de forma imparable en su ciclo vital personal, se agarre como a un clavo ardiendo a expresiones de ese tipo, que queriendo iluminar algo aun más lo oscurecen todo. De repente, para este buen hombre sus valores personales son los valores universales. No su interpretación, ni su aproximación, ni nada que tenga que ver con lo propiamente humano. Indudablemente sus valores se están perdiendo (aunque los universales continuan, a la espera de que venga el siguiente a mirarlos y descodificarlos), sometidos irremediablemente a la corrupción que el paso del tiempo les ha infringido y del cual él, sin duda, ha sido el principal administrador. Ya sabemos, como dice Le Carre, que cuando nos hacemos mayores también nos hacemos peores.
Hay mucha gente que, aparentemente desconcertada, se agarra a esta cantinela de la perdida de los valores para hacer ver la gravedad de la situación. Pero en seguida me doy cuenta de que no es eso lo que mas les preocupa e incluso llego a sospechar, fijándome con atención en lo que dicen, que no les preocupa nada importante. O que si les preocupa algo de verdad, nada tiene que ver con lo que está pasando y no tiene su solución, si es que la tiene, donde esta pasando. Entonces, ¿como se llama a una situación donde lo que realmente importa es lo menos evidente? ¿Y a que se debe?
Una situación en la que eso que se llaman “los valores” se cruzan como dos vías de tren en el campo de observación habitual, partiendo en dos mitades de áspera y difícil reconciliación lo que antes era conjugado al mismo tiempo por quien, hoy atónito, lo observaba todo sin tener que preocuparse por la interrupción de su mirada. ¿Puede haber valores en un mundo donde su jerarquía parece haberse esfumado para siempre? ¿Es la nostalgia de esa jerarquía lo que echa de menos aquel prohombre del principio en las declaraciones de su hija?
Recien comido no estaba yo en las mejores condiciones en el momento de oírselo, pero horas después si conseguí preguntarme, ¿qué quiso decir el honorable padre con lo que dijo su amantísima hija?
Es muy común, tal vez sin darse cuenta, que determinada gente a la que le ha pillado la crisis, digamos, descendiendo de forma imparable en su ciclo vital personal, se agarre como a un clavo ardiendo a expresiones de ese tipo, que queriendo iluminar algo aun más lo oscurecen todo. De repente, para este buen hombre sus valores personales son los valores universales. No su interpretación, ni su aproximación, ni nada que tenga que ver con lo propiamente humano. Indudablemente sus valores se están perdiendo (aunque los universales continuan, a la espera de que venga el siguiente a mirarlos y descodificarlos), sometidos irremediablemente a la corrupción que el paso del tiempo les ha infringido y del cual él, sin duda, ha sido el principal administrador. Ya sabemos, como dice Le Carre, que cuando nos hacemos mayores también nos hacemos peores.
Hay mucha gente que, aparentemente desconcertada, se agarra a esta cantinela de la perdida de los valores para hacer ver la gravedad de la situación. Pero en seguida me doy cuenta de que no es eso lo que mas les preocupa e incluso llego a sospechar, fijándome con atención en lo que dicen, que no les preocupa nada importante. O que si les preocupa algo de verdad, nada tiene que ver con lo que está pasando y no tiene su solución, si es que la tiene, donde esta pasando. Entonces, ¿como se llama a una situación donde lo que realmente importa es lo menos evidente? ¿Y a que se debe?
Una situación en la que eso que se llaman “los valores” se cruzan como dos vías de tren en el campo de observación habitual, partiendo en dos mitades de áspera y difícil reconciliación lo que antes era conjugado al mismo tiempo por quien, hoy atónito, lo observaba todo sin tener que preocuparse por la interrupción de su mirada. ¿Puede haber valores en un mundo donde su jerarquía parece haberse esfumado para siempre? ¿Es la nostalgia de esa jerarquía lo que echa de menos aquel prohombre del principio en las declaraciones de su hija?
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