martes, 7 de febrero de 2012

TOSER

No hay quien pueda con los que, dicen, aquejados de irritación en la garganta, se pasan media vida tosiendo y la otra mitad haciendo ímprobos esfuerzos por esquivar sus contumaces accesos de tos. Sencillamente me parecen insufribles. Ademas mienten con saña.

Como habitual usuario del metro me he acostumbrado a los mas extraños mohines y ademanes, que las personas suelen hacer en el trance breve, pero histriónico, de un trayecto de veinte o treinta minutos. Una tabarra que va desde el vulgar urgamiento de las fosas nasales con la intención de llegar a acariciar los mas recóndito del alma, hasta las demoledoras y guiñolescas escenas que producen el cansancio y la escasez de horas de sueño, sin olvidar los soliloquios, miradas lascivas y violicidas, voces megafónicas y otros registros que los humanos llevamos guardados en nuestros adentros.

Con desigual intensidad todas estas escenas las he ido incorporando al paisaje cotidiano que da fondo y cobertura a la rutina de ir de casa al trabajo, del trabajo a casa. Pero a los tosigosos me es imposible darles un papel en semejante ceremonia, ni que fuera fugaz y de relleno. No es de ley que tales adicciones tengamos que soportarlas gente que pagamos regularmente los impuestos. Soy tolerante con el típico carraspeo producido por fumar mucho, o por el añusgamiento imprevisto al tragar la saliva, o de la índole que sea. Pero con lo que soy intransigente es con ese encadenamientos de espasmos, prólogo a vomitar el hígado, que hace mutar a quien los emite en rara especie parecida a un batracio sanguinolento, de ojos desorbitados, baboseaste, resucitado de la noche de los tiempos. Estoy convencido que a partir de la tercera o cuarta convulsión su voluntad es malintencionada y llena de inquina hacia los demás. Son de ese tipo de gente que se crece ante lo insalubre.

En los lugares abiertos es fácil evitar sus impertinencias. En lo cerrados como el cine, el teatro, las iglesias,...el clima de recogimiento cultural o devocional es, aunque cada vez menos, una barrera para tales especímenes. En los autobuses cabe la posibilidad de que aireando al tosigoso se alivie en parte su desfachatez. Es en los trayectos del metro donde encuentra campo abonado para dar rienda suelta a su estética espasmódica. Los anuncios de prohibido toser, colocados en las paredes de los vagones, no existen, ni parece que sea una prioridad de la autoridad competente. No me queda otra solución que ofrecerle, hipócritamente, un caramelo mentolado para que ahogue su podredumbre. O, si soy consecuente, cambiarme de vagón. Aunque es bastante probable que la escena vuelva a repetirse.