Había crecido hasta alcanzar solo los ciento cuarenta centímetros. Todos los días me veía obligado a dedicar entre treinta y cuarenta minutos en el trayecto que había entre mi casa y la oficina de la sucursal bancaria donde trabajaba. Sin querer buscar otra alternativa, utilizaba siempre el servicio del metro. Y sufría por ello.
Lejos de enfadarme con los chistes y bromas de mis colegas respecto a mi adicción al metro, por ver si se me pegaban, decían, si nos los cien, al menos unos cuantos de sus cien centímetros, yo seguía con mi obsesión de ser como los demás. Y si el metro era un servicio público, no podía renunciar a utilizarlo todos los días, ya que sino me advendría la sensación de pertenecer a cualquier otra especie que, desde luego, no era la de público.
Por más que lo intentaba, no conseguía eludir las horas de máximo ajetreo. Esto me suponía llegar siempre tarde a la oficina. Tampoco me parecía oportuno justificar cada día el retraso, así que mi honestidad profesional me llevaba a recuperar el tiempo perdido una vez concluida la jornada laboral.
La ingobernabilidad de mi estatura se había convertido con el paso del tiempo en un dolor constante e insoportable. El impedimento de acceder a las barras horizontales de los vagones me dejaba como única opción las verticales, siempre y cuando los cuerpos de los demás no obstaculizara tal pretensión. Era en este trance cuando aparecía mi padecimiento cotidiano. Lo normal era que, dadas las avalanchas humanas que asaltan los trenes en las horas punta, no pudiera llegar a agarrarme a ninguno de aquellos barrotes. Mi cuerpo, entonces, quedaba a la deriva entre el traqueteo de espaldas y bajos abdómenes. No me importa reconocer, que en mas de alguna ocasión tuvieron que ayudar a levantarme después de haberme pisoteado como en un lagar. Excepcionalmente, cuando conseguía agarrarme a una de las barras verticales a mi alcance, me arrepentía pocas estaciones después. Prefería ser zarandeado a tener como única línea del horizonte los bajos vientres, pechos, altos traseros y demás zonas de quienes me rodeaban con desigual voluminosidad. En mas de alguna ocasión me llamaron la atención por atrevido y obsceno. Aprovechar y ocupar algunos de los escasos asientos que dejaban libre, me parecía tan incómodo auparme a ellos como permanecer allí sentado. Las piernas sin base de sustentación acababan por disminuir mi sensibilidad, y no estaba dispuesto a moverlas constantemente par evitar semejante molestia.
Así de zarandeado y humillado, acusado unas veces de inmoral y otras de infantilismo no superado, fueron pasando los años durante los que, poco a poco y casi sin darme cuenta, me fui abrazando a una depresión que me llevó a quedar recluido en un sanatorio para enanos mentales. Mucho tiempo después, al felicitarme por mi recuperación y con ánimo de ayudarme a iniciar una nueva vida, mis familiares y colegas me regalaron un coche deportivo de esos que también los llaman utilitarios. Miré a todos con desprecio por encima del hombro, con lo tuve la sensación de haber crecido. Siendo así que en verdad me sentía curado, les dije. Prueba de ello era que, por fin, ejercía el derecho a manifestar mis propias chanzas.