lunes, 11 de julio de 2011

NOMBRE

Aquella mañana de lunes mojaba un croissant en una taza grande de cafe con leche con inusitada parsimonia. Era una mañana mas y, también, la ultima.

Hacia tiempo que, sin saber muy bien por que, me acuciaba la necesidad de olvidar mi nombre. Y después cambiarlo por otro. Esta fue la primera crisis de mi vida. Acababa de cumplir los cuarenta. Siempre he afrontado los desajustes existenciales con la solvencia que me inculcaron en la adolescencia los educares que me tocaron en suerte. Pero, indudablemente, lo que aquellos no pudieron prever fue la influencia tan determinante que iba a tener sobre mi futuro mi propio nombre. Siempre oculte tal disconformidad y el malestar que me provocaba, mostrando un rostro sereno y una vocación inequívocamente triunfadora. Muchas veces he pensado, a lo largo de estos años, que lo de cambiarme el nombre no fuera otra cosa que una manía estética, una mas de las muchas que han ido invadiendo mi vida. Otras, en fin, también he pensado que no fuera fruto de los momentos duros de aburrimiento. No se. Lo cierto era que aquella primera mañana de semana iba a ser, como ya he dicho, la ultima con esa horrible etiqueta encima.

Había acabado con mi matrimonio y no quería saber nada de mis hijos. También me fui de la empresa donde había cosechado mis éxitos profesionales y borre del mobil todos los teléfonos de mis amigos. Apartado, de incógnito, en un lugar de la montaña, estuve imaginando durante bastantes semanas alguna solución al lío en que me había metido mi radical intolerancia a seguir llamandome como siempre. Mas que cambiar, llegue a la conclusión, que lo que necesitaba era intercambiar mi nombre con otro. Eso me eximria de seguir confundido entre otros. Asi pude concentrar todas mis energías hacia ese nuevo horizonte.

Repase con exhaustividad la idoneidad de los lugares que mejor facilitarían el trueque nominal que deseaba. Desdeñe lo cines, teatros o grandes concentraciones de motivo deportivo o musical, por tener todos un estimulo superior a mi sencilla aspiración. Lo que necesitaba eran aglomeraciones humanas en situación estática, con una motivación casi inapreciable, que fomentara la vacuidad de la mente y la desgana de los rostros. Comprobé, después de no pocas cavilaciones, que tales características solo las reunían los vagones del metro a primeras horas de la mañana, cualquier día laborable. Mejor los lunes.

Después de pagar el cafe y el croissant, baje las escaleras de la estación de metro que estaba al lado. Espere unos cinco minutos y me subí a un vagón lo suficientemente lleno como para no tener que forzar el acercamiento entre los cuerpos. No me demore mucho y me dirigí a la persona que por azar se había colocado enfrente de mi. Se llamaba como yo. Igualmente el segundo y el tercero a quienes me dirigí. Cuando el cuarto me hizo saber también que era mi tocayo, sentí una punzada de perplejidad que me impulso a abandonar el tren.

Intente lo mismo en otros trenes y en otras líneas de trenes, siempre con idéntico resultado. Mi nombre, empece a sospechar, que pudiera ser universal. El nombre de todos los hombres, lo cual me impedía toda posibilidad de intercambio. Y, por tanto, de superación de mi crisis. Cercado por el descubrimiento de tal circulo infernal, empece a caminar por la ciudad sin rumbo fijo. Solo me atreví a maldecir a mis antiguos educadores, por haberme convencido de que era un tipo diferente.