jueves, 14 de julio de 2011

CRÓNICAS DE YORKSHIRE 4

LOS PÁRAMOS DE HAWORTH

Darse una vuelta por los páramos es meterse de lleno donde ocurrió todo. Donde sigue ocurriendo todo el universo de los Bronte, y de forma significativamente abrumadora todo el universo de Emily Brönte, a quien le dedicaré esta entrega y, si la cosa sigue teniendo cuerda, las siguientes. Hasta donde me llegue el aliento. Vacaciones mediante.

En la paramera de Haworth no hay nada especial que se pueda contar Y que pueda tener algun tipo de aliciente para el gentío. Ese tipo de entretenimiento es incompatible con lo que allí habita. A ninguna cadena de TV se le ocurría ir a estos lugares a filmar un documental sobre este tipo de naturaleza pensando en la audiencia. El director quedaría fulminantemente despedido antes de acabar su proyección. Unicamente los japos son capaces de llevar a cabo tal odisea, porque saben de lo que estan hablando, ya que antes saben lo que han leido, cuando se adentran en los páramos. Los carteles indicadores, escritos también con la tipografia de su idioma, así lo atestiguan a todo lo largo y ancho del recorrido.

A la paramera de Haworth hay que entrar, para que me entienda, “colocao”. Pasa lo mismo que ponerse delante del muro de las lamentaciones, epítome incuestionable de la ciudad de Jerusalen. O en la catedral de sant Denis, al norte de París. O en los lugares bendecidos por las fuerzas interiores de los hombres y mujeres, que antes por allí pasaron y dejaron su huella invisible, que no deja de ser una presencia y una fuerza en el destino humano. Si el viajero no va bien limpo y leido, exento de excrecencias inútiles, el itinerario puede suponer un auténtico latazo.

Antes de ser una escritora de reconocimiento mundial (Virginia Woolf la adoraba), Emily Brönte fue una niña preciosa. Y como todos los niños pequeños, que están creciendo, incapaz de poner orden en sus propios sentimientos. Esa doble tensión que se refuerza durante bastantes años, cuanto mas creces mas lio tienes en la cabeza, en el caso de Emily Brönte estuvo firmemente condicionada, desde que llegó a Haworth con dos años, por la presencia de los páramos como lugar de arraigo y representación. Los páramos no solo estaban ahí, como algo pictórico, desde el principio la imaginación de Emily los sintió como un conjunto de fuerzas en constante colisión unas con otras. Y lo seres humanos, en medio de ese enfrentamiento perpetuo, de nada vale que nos queramos mantener al margen como unos comodones espectadores, estamos fatalmente en medio de la batalla. Somos carne de cañon de una lucha en la que tenemos pocas posibilidades de salir triunfantes. Nuestras fuerzas rara vez estan a la altura de las que, sin darnos cuenta, nos rodean. Es conocida su pasión por la tormentas en medio de los páramos, ese desatado concierto de rayos y truenos que la fascinaba, no entendiendo el miedo que producía en alguno de sus familiares o criadas.

Así, pensaba, la naturaleza encabritada mostraba su auténtica manera de ser, su verdadero poderío incontestable. Ese fue el escenario que eligió, desde que bien pequeña empezó a escribir junto con sus hermanas y hermano, para el desarrollo de sus dramas y aventuras humanas. Y lo hizo siempre sin perder la pureza de su simplicidad, evitando así verse aquejada por la incertidumbre en el mando de sus actos. Simplicidad en el alma que no quiere decir en la mirada. Lo que vivio y sintió, y luego escribió, es difícil que para un lector exigente pueda ser catalogado de sencillo. Emily Brönte fue un alma reservada, no tímida.