Soy banquero. Mejor dicho, hago de banquero. El tiempo que me queda libre lo dedico con fervor a la Sociedad del Fomento y Cría Caballar. También estoy casado y tengo cinco hermosas hijas. Vale decir, a pesar de todo lo que se dice, que soy un tipo honrado. Hace ya mas de veinte años que no he vuelto a bajar al metro. El otro día decidí volver a intentarlo.
Fue una experiencia que, aunque no se muy bien las razones, me produjo un cierto temor. Tal vez fuera debido a una saturación de mi vida en la superficie, favorecida por un abuso del transporte privado. Primero fue el taxi, más tarde el puntual y fiel coche oficial de la entidad donde trabajo. Creo que todo ello fue trastornando mi manera de ver y sentir la vida. La falta de compañía y de roce en los desplazamientos, siempre de un lado para otro, consiguió que se apoderase de mí una impronta de presidiario de lujo. Como esos estafadores multimillonarios, tan de moda, que los llevan a declarar desde su casa a los tribunales, y al revés, en interminables causas judiciales que no acaban nunca, y que si lo hacen no se sabe al final quien es el verdadero culpable. Mis colegas, en el consejo de administración, empezaron a llamarme la atención por mi extraño comportamiento.
No comenté a nadie mi decisión. Me despedí de mi mujer y de las crías con los besos y deseos de buenas intenciones de siempre. En el banco, excusé mi ausencia por razones médicas, lo cual más que levantar su preocupación los tranquilizó. En el cuarto trastero de mi casa me vestí con el antiguo pantalón de pana que aún conservaba, y que a duras penas conseguía abarcar mi incipiente barriga. Una camisa ancha de cuadros de mi hija mayor y mi antigua gorra hanseática completaron el atuendo con el que salí a la calle, después de comprobar que nadie me había reconocido.
Al primero que se cruzó en mi camino le pregunté donde se encontraba la boca de metro mas cercana. Por allí a la derecha, a unos cuarenta metros, me contestó. Una vez bajo tierra me dediqué a recorrer varias líneas de diferentes estilos y en diferentes momentos de remozamiento. Me gustó ese contraste. En uno de los transbordos, me detuve sin prisas a oír a unos músicos, que tocaban canciones de la época en que viví en Londres. En otro, tuve que esquivar a un grupo de pedigüeños, que pedían dinero a cambio de nada. No me gusta esa gente. Recorrí y volví a recorrer lo que ya había recorrido. Así hasta bien entrada la noche. Cuando salí a la superficie noté unas punzadas fuertes en la cabeza. Mientras me comí un bocadillo de calamares con una cerveza en un bar de esos con mucho griterío y desperdicios en el suelo, decidí pasar la noche con una prostituta. Miré la guía. Al salir del bar cogí un autobús, que iba de gente hasta los topes. Cuando me puede sentar en uno de los asientos que quedaron libres, el dolor de cabeza había desaparecido.