jueves, 30 de junio de 2011
CRÓNICAS DE YORKSHIRE 1
CUMBRES BORRASCOSAS
Somos prisioneros de nuestras propias ficciones en igual medida que lo somos de nuestros arquetipos ancestrales. No podemos vivir sin ellos porque es lo nos distingue de los simios. Para eso estamos aquí. Por eso abandonamos a nuestros hermanos en los árboles, aunque después de tantos años no si de verdad ha merecido la pena. Llegar a ser un simio fue un logro evolutivo loable. La aventura humana esta retrocediendo, sin embargo, a cotas de los reptiles que avergüenzan al proceso evolutivo. Ha llegado a ser una forma de humillar la dignidad del mono que, colgado en la rama, nunca dejó de observarnos.
Por eso me atrae la gente que se da cuenta de esto y se apea del carro, mucho antes de que el carro se hunda. Por eso no frecuento a los que siguen empecinados, cada día, en ofrecernos soluciones imposibles, a base de consignas y propagandas floreadas. Queriendo aparecer mas humanos al hacerlo, se parecen cada vez más a las sabandijas.
La historia que le iré contando, en sucesivos capítulos o entregas, tiene que ver con todo eso, y empezó hace treinta años, cuando leí por primera vez la novela “Cumbres borrascosas”, de Emily Brönte. Entonces me pareció la típica novela decimonónica, culebrón melodrámatico y tal, sin duda influenciado por la versión cinematográfica que habia hecho William Wyler, que deja que los tópicos del género romántico se impongan sobre las fuerzas abrasivas y telúricas que mueven y sostienen la estructura de la novela. Los modernos estábamos por encima de semejante cuitas. Creímos poder dominarlo todo con una calculadora en la mano. Al final, no hemos entendido nada, pero seguimos a lo nuestro, midiendo y contándo. Aupados en ese racionalismo contable ocultamos nuestra verdadera condición de caguetas y acojonados irreductibles.
Pero, como le decía al principio, hay gente que no traga con tales imposturas y se apea del cotarro mundano nada más nacer. Vienen al mundo con esa extraña lucidez. Y les importa una higa como vaya el mundo, porque saben que al mundo le importa otra higa como vayamos nosotros. No se trata de ese toma y daca. Sobre todo porque casi siempre imaginamos el mundo contra las fuerzas ocultas y misteriosas que lo mueven y alientan. Ellos no se oponen, lo observan, lo aman, se dejan penetrar por él y ofrencen al mundo el fruto de su embarazo.
Diez años mas tarde de la primera vez, volví a leer “Cumbres borrascosas” y descubrí un sitio, una novela y a una mujer inconmensurables. Juré, entonces, ante el texto que algún dia visitaría el lugar de los hechos de la novela, y la casa y el pueblo donde vivió y murió su autora. El alma la tendría siempre conmigo entre las manos, mientras pudiera volver al libro. Y ya no me abandonaría nunca. Le hablo de los páramos de Haworth, en Yorkshire, al norte de Inglaterra. El lugar sagrado, Wuthering Heights. El encuentro se produjo, al fin, durante los días de este último solsticio de verano, cuando el sol en los páramos, a ojos de un meridional europeo, parece que no se pone nunca.
lunes, 27 de junio de 2011
BANQUERO
Soy banquero. Mejor dicho, hago de banquero. El tiempo que me queda libre lo dedico con fervor a la Sociedad del Fomento y Cría Caballar. También estoy casado y tengo cinco hermosas hijas. Vale decir, a pesar de todo lo que se dice, que soy un tipo honrado. Hace ya mas de veinte años que no he vuelto a bajar al metro. El otro día decidí volver a intentarlo.
Fue una experiencia que, aunque no se muy bien las razones, me produjo un cierto temor. Tal vez fuera debido a una saturación de mi vida en la superficie, favorecida por un abuso del transporte privado. Primero fue el taxi, más tarde el puntual y fiel coche oficial de la entidad donde trabajo. Creo que todo ello fue trastornando mi manera de ver y sentir la vida. La falta de compañía y de roce en los desplazamientos, siempre de un lado para otro, consiguió que se apoderase de mí una impronta de presidiario de lujo. Como esos estafadores multimillonarios, tan de moda, que los llevan a declarar desde su casa a los tribunales, y al revés, en interminables causas judiciales que no acaban nunca, y que si lo hacen no se sabe al final quien es el verdadero culpable. Mis colegas, en el consejo de administración, empezaron a llamarme la atención por mi extraño comportamiento.
No comenté a nadie mi decisión. Me despedí de mi mujer y de las crías con los besos y deseos de buenas intenciones de siempre. En el banco, excusé mi ausencia por razones médicas, lo cual más que levantar su preocupación los tranquilizó. En el cuarto trastero de mi casa me vestí con el antiguo pantalón de pana que aún conservaba, y que a duras penas conseguía abarcar mi incipiente barriga. Una camisa ancha de cuadros de mi hija mayor y mi antigua gorra hanseática completaron el atuendo con el que salí a la calle, después de comprobar que nadie me había reconocido.
Al primero que se cruzó en mi camino le pregunté donde se encontraba la boca de metro mas cercana. Por allí a la derecha, a unos cuarenta metros, me contestó. Una vez bajo tierra me dediqué a recorrer varias líneas de diferentes estilos y en diferentes momentos de remozamiento. Me gustó ese contraste. En uno de los transbordos, me detuve sin prisas a oír a unos músicos, que tocaban canciones de la época en que viví en Londres. En otro, tuve que esquivar a un grupo de pedigüeños, que pedían dinero a cambio de nada. No me gusta esa gente. Recorrí y volví a recorrer lo que ya había recorrido. Así hasta bien entrada la noche. Cuando salí a la superficie noté unas punzadas fuertes en la cabeza. Mientras me comí un bocadillo de calamares con una cerveza en un bar de esos con mucho griterío y desperdicios en el suelo, decidí pasar la noche con una prostituta. Miré la guía. Al salir del bar cogí un autobús, que iba de gente hasta los topes. Cuando me puede sentar en uno de los asientos que quedaron libres, el dolor de cabeza había desaparecido.
Fue una experiencia que, aunque no se muy bien las razones, me produjo un cierto temor. Tal vez fuera debido a una saturación de mi vida en la superficie, favorecida por un abuso del transporte privado. Primero fue el taxi, más tarde el puntual y fiel coche oficial de la entidad donde trabajo. Creo que todo ello fue trastornando mi manera de ver y sentir la vida. La falta de compañía y de roce en los desplazamientos, siempre de un lado para otro, consiguió que se apoderase de mí una impronta de presidiario de lujo. Como esos estafadores multimillonarios, tan de moda, que los llevan a declarar desde su casa a los tribunales, y al revés, en interminables causas judiciales que no acaban nunca, y que si lo hacen no se sabe al final quien es el verdadero culpable. Mis colegas, en el consejo de administración, empezaron a llamarme la atención por mi extraño comportamiento.
No comenté a nadie mi decisión. Me despedí de mi mujer y de las crías con los besos y deseos de buenas intenciones de siempre. En el banco, excusé mi ausencia por razones médicas, lo cual más que levantar su preocupación los tranquilizó. En el cuarto trastero de mi casa me vestí con el antiguo pantalón de pana que aún conservaba, y que a duras penas conseguía abarcar mi incipiente barriga. Una camisa ancha de cuadros de mi hija mayor y mi antigua gorra hanseática completaron el atuendo con el que salí a la calle, después de comprobar que nadie me había reconocido.
Al primero que se cruzó en mi camino le pregunté donde se encontraba la boca de metro mas cercana. Por allí a la derecha, a unos cuarenta metros, me contestó. Una vez bajo tierra me dediqué a recorrer varias líneas de diferentes estilos y en diferentes momentos de remozamiento. Me gustó ese contraste. En uno de los transbordos, me detuve sin prisas a oír a unos músicos, que tocaban canciones de la época en que viví en Londres. En otro, tuve que esquivar a un grupo de pedigüeños, que pedían dinero a cambio de nada. No me gusta esa gente. Recorrí y volví a recorrer lo que ya había recorrido. Así hasta bien entrada la noche. Cuando salí a la superficie noté unas punzadas fuertes en la cabeza. Mientras me comí un bocadillo de calamares con una cerveza en un bar de esos con mucho griterío y desperdicios en el suelo, decidí pasar la noche con una prostituta. Miré la guía. Al salir del bar cogí un autobús, que iba de gente hasta los topes. Cuando me puede sentar en uno de los asientos que quedaron libres, el dolor de cabeza había desaparecido.
miércoles, 22 de junio de 2011
NACER Y ENVEJECER
Hay expresiones y sus cosas que nada mas nacer se hacen viejas, y a quien las postula ni le cuento. Por ejemplo, un clásico al que vuelven todas las generaciones: siempre creemos que se está mejor en el sitio donde no estamos, es decir, en el que imaginamos. Esta ansiedad continua que discurre desde la peregrinación a la Tierra Prometida a la utopía de la casita de campo, pasando por la sociedad sin clases en un planeta azul, nos hace mas daño de lo que se cree.
El otro día me llamó un amigo por teléfono para informarme de que estaba harto del mundo y que quería marcharse de casa. Se oyen mucho últimamente frases como ésta. La solución absoluta vendrá, me dijo, cuando cambie la situación de mi lugar de origen, por mi llegada al nuevo destino. Amen, le respondí.
Estar harto del mundo es una de esas expresiones que envejece nada mas decirla. La ha dicho tanta gente que no vale la pena reunirse ni manifestarse por ello, no sirve para nada, sencillamente porque uno y el mundo no son magnitudes comparables ni relacionables de tu a tu. Uno es siempre más pequeño que el mundo, e irreductiblemente forma parte de él. Internet lo ha hecho visible para siempre. No hay escapatoria, ni es un objetivo deseable. Ahora bien, estar harto de mi mundo es otra cosa. Mi mundo pequeño es lo que alcanza mi mirada sobre el mundo gordo (esa pasta informe dispuesta, como el barro, a que se le de forma), lo que puedo llegar a sentir y entender desde esa perspectiva cuando me comunico. La única que tengo. Juntarse con otros que les pasa lo mismo no es para ir contra el mundo gordo, sino para ayudarse a cambiar la mirada y la conversación de cada mundo pequeño. Para mirar hacia el mundo gordo de otra manera y conseguir, así, hablar con otros mundos. Uno tiene el derecho de ir contra lo que es más grande, sí, pero si previamente ha cambiado su mirada y su conversación sobre lo pequeño, y si está dispuesto a hacerlo cuantas veces sea necesario. Por culpa de gente que no ha creído conveniente hacerlo están los cementerios llenos y los sumideros atascados de ilusiones rotas.
Las redes sociales son las herramientas que permiten resistir y reflexionar, ya lo he dicho en otro escrito. Los únicos mecanismos de que disponemos para que el mundo no nos engulla, y, también, para que no se produzca mas sufrimiento que el necesario. Tiene que ver con nosotros, con nuestra mirada y nuestro lenguaje. Déjeme, por esta vez, que me ponga detrás de la pancarta: ¡Que no vuelva a pasar nunca más!, que no nos diga el niño de mañana: ¿por qué lo hicísteis tan mal cuando fue vuestro turno?
Para evitar esas malformaciones heredadas, y aun dominantes, propongo que en lugar destacado de nuestra imaginación, y de las plazas, esté siempre presente esta cita de Walter Benjamin: “LA PASIÓN DE NO TENER NADA Y SER EXTRANJERO SIEMPRE”. No encuentro mejor vacuna contra las derivas de la maledicencia individual y, alerta, de las intromisiones totalitarias colectivas.
Vuelvo de nuevo a Benjamin porque aguanta bien la intemperie en un continente como el europeo, siempre proclive al enfrentamiento y la aniquilación, cuyos dirigentes de ahora tienen una querencia enfermiza por los despachos, donde se pueden pasar toda la vida hablando de las calamidades y el dolor ajenos, sin llegar a ningún sitio en el que se pueda llevar a la práctica una sola solución creíble y duradera.
El otro día me llamó un amigo por teléfono para informarme de que estaba harto del mundo y que quería marcharse de casa. Se oyen mucho últimamente frases como ésta. La solución absoluta vendrá, me dijo, cuando cambie la situación de mi lugar de origen, por mi llegada al nuevo destino. Amen, le respondí.
Estar harto del mundo es una de esas expresiones que envejece nada mas decirla. La ha dicho tanta gente que no vale la pena reunirse ni manifestarse por ello, no sirve para nada, sencillamente porque uno y el mundo no son magnitudes comparables ni relacionables de tu a tu. Uno es siempre más pequeño que el mundo, e irreductiblemente forma parte de él. Internet lo ha hecho visible para siempre. No hay escapatoria, ni es un objetivo deseable. Ahora bien, estar harto de mi mundo es otra cosa. Mi mundo pequeño es lo que alcanza mi mirada sobre el mundo gordo (esa pasta informe dispuesta, como el barro, a que se le de forma), lo que puedo llegar a sentir y entender desde esa perspectiva cuando me comunico. La única que tengo. Juntarse con otros que les pasa lo mismo no es para ir contra el mundo gordo, sino para ayudarse a cambiar la mirada y la conversación de cada mundo pequeño. Para mirar hacia el mundo gordo de otra manera y conseguir, así, hablar con otros mundos. Uno tiene el derecho de ir contra lo que es más grande, sí, pero si previamente ha cambiado su mirada y su conversación sobre lo pequeño, y si está dispuesto a hacerlo cuantas veces sea necesario. Por culpa de gente que no ha creído conveniente hacerlo están los cementerios llenos y los sumideros atascados de ilusiones rotas.
Las redes sociales son las herramientas que permiten resistir y reflexionar, ya lo he dicho en otro escrito. Los únicos mecanismos de que disponemos para que el mundo no nos engulla, y, también, para que no se produzca mas sufrimiento que el necesario. Tiene que ver con nosotros, con nuestra mirada y nuestro lenguaje. Déjeme, por esta vez, que me ponga detrás de la pancarta: ¡Que no vuelva a pasar nunca más!, que no nos diga el niño de mañana: ¿por qué lo hicísteis tan mal cuando fue vuestro turno?
Para evitar esas malformaciones heredadas, y aun dominantes, propongo que en lugar destacado de nuestra imaginación, y de las plazas, esté siempre presente esta cita de Walter Benjamin: “LA PASIÓN DE NO TENER NADA Y SER EXTRANJERO SIEMPRE”. No encuentro mejor vacuna contra las derivas de la maledicencia individual y, alerta, de las intromisiones totalitarias colectivas.
Vuelvo de nuevo a Benjamin porque aguanta bien la intemperie en un continente como el europeo, siempre proclive al enfrentamiento y la aniquilación, cuyos dirigentes de ahora tienen una querencia enfermiza por los despachos, donde se pueden pasar toda la vida hablando de las calamidades y el dolor ajenos, sin llegar a ningún sitio en el que se pueda llevar a la práctica una sola solución creíble y duradera.
lunes, 20 de junio de 2011
LA VIDA ES UN MILAGRO, de Emir Kusturica
LA VIDA ES LO QUE TIENES CUANDO ELIGES
Desde el punto de vista material, la vida de los seres humanos representa poca cosa en el universo. Las cifras están consolidadas en las enciclopedias. Es inútil insistir sobre ellas, nada más sirven para espantar a los sentimientos y a la razón que los ordena, y para producir dolor de cabeza. Después de todo, para unos la vida sigue siendo cosa de los dioses y para otros un cruce de azar y necesidad. Que así siga siendo.
Pero hay un tipo que se llama Emir Kusturica, de profesión director de cine, que es capaz de comprimir todas esa cifras en dos horas y media, en una especie de asteroide de luz, color y sonido, que te lo lanza desde la pantalla a la cara con la intención de ponerte contra las cuerdas. Y lo consigue. Como prueba de cargo ahí está su película “La vida es un milagro”, que he vuelto a ver bajo la influencia de la indignación masiva de todos estos días, en uno de los cuales, además, han detenido al carnicero de Srebrenica, Ratko Mladic.
Respeto total, tanto para los que rezan mirando el cielo como para los que calculan mirando la tierra. Pero, sobretodo, respeto y admiración para Kusturica, que, situado como un titán entre el cielo i la tierra, reza y calcula a partes iguales.
En el mundo balcánico (como en el ibérico), proclive al rumor desesperanzado, a la amenaza sin rostro y a evitar por todos los medios el conocimiento riguroso de lo actual, reina lo que los meteorólogos llaman la tormenta perfecta, esa confabulación de elementos naturales que hace que todo sea imprescindible a la vez que huracanado. Kusturica es el mejor encantador de rayos y truenos que produce la manera de ser volcánica de esas tierras. No examina la vida sino la existencia. Y la existencia no es ya lo que ha ocurrido, la existencia es el campo de les posibilidades humanas, todo lo que los seres humanos pueden llegar a ser, todo de lo que son capaces. Las cifras están en las enciclopedias, el límite lo pone la imaginación consecuente (no desbordada) de cada uno. Kusturica rasca hasta la extenuación sobre lo que tiene cerca. Con la paciencia del labrador y con el instinto depredador de las fieras. El mundo balcánico es así y en un mundo así pasan estas cosas, viene a decir.
Un técnico de ferrocarriles serbio vive y trabaja para conseguir conectar su pequeño pueblo con el ferrocarril, cosa que lo convertirá en un pequeño paraíso turístico. Hasta aquí pura flema británica. Pero los rumores de la guerra son cada vez menos rumores y más una realidad en forma de bombas y francotiradores. El ingeniero va a lo suyo, su mujer se va con un músico a cantar arias de ópera, su hijo se va a la guerra y una mujer musulmana viene y se enamora de él. Cuando se meten en la cama para certificar su amor, solo les acompaña el ruido demoledor de los cañones. Pero, Kusturica sabe que no hay elementos que le hagan pensar que está llegando el final de la vida a los Balcanes.
Los suicidios parciales que significan estas guerras, mediante las que sus paisanos se enemistan con frecuencia, no inflingen nada más que una modesta sangría, incapaces de comprometer su exultante vitalidad.
sábado, 18 de junio de 2011
¿CREEN SUS SEÑORIAS EN EL SISTEMA DEMOCRÁTICO?
¿Y los obispos en el sistema celestial, creen los cardenales, ha creido alguna vez su santidad en dios? Podría afirmar entonces, sin demasiado riesgo a equivocarme, que siguiendo esta tradición milenaria sus señorias no tienen fe en el sistema democrático. Ni en nada. Solo en el poder que ocupan y estercolan. Basta con fijarse, como en sus eminencias celestiales, en su forma de hablar y en el tipo de vida que llevan. Solo la mala fe de los descreidos puede oponerse a lo anterior al no creer en la contiguidad de lo que ocurre entre el cielo y la tierra. Entre la falta de fe de sus señorías y la clarividencia de tan descomunal injusticia por parte de los acampados, de donde surge su imparable indignación. Hace falta mucha ceguera intencionada para no querer darse cuenta que desde la explosión del big bang los opuestos se buscan y, mas temprano que tarde, se encuentran. E, incluso, se rozan a primera sangre. Y, como entre el cielo y la tierra, producen entre ellos tormentas y truenos. Y rayos y centellas. En fin, la vida. ¿En que mundo creen que viven sus señorías?
Sin los ropones y los oropeles de antaño pudiera parecer distinto, pero el ejercicio continuado del poder terrenal no permite otra cosa que no sea que los días sean unos iguales a otros. Anécdota más o menos. Me dirá que como en la vida de cualquier súbdito o ciudadano. Cierto. Pero también convendrá conmigo que el uso y ocupación de cualquier poder no admite el libre albedrío, he aquí la diferencia. Es éste junto con algún tipo de fe, la que sea, los que hacen que la vida no sea un verdadero asco, que es lo que dan quienes no tiene ninguna fe y si todo el poder, siendo tal barbaridad una correspodencia literal de todas sus miserias individuales y de casta.
No creer en nada y tener todo el poder significa disponer de la patente de corso para imponerlo todo, incluso la ruptura de forma unilateral, y con total impunidad, del sistema de pesas y medidas de la convivencia. Así quieren castigar con siete años de cárcel la indignación de los acampados y dejar libre la corrupción total del mayor estafador del Palacio, convicto y confeso ante el mundo de su millonaria estafa.
La razón es un tipo de fe que, ante la energúmena obstinación de los que tienen todo el poder y no creen en nada, puede desbordarse en forma de indignación, dando lugar a un tipo de sentimientos que los poderosos incrédulos jamás pueden llegar a entender. Sentimientos que hablan de la existencia de otros mundos, de la mejora de la humanidad, de recuperar el sentido de comunidad y del bien común, etc. Sentimientos que estan acompañados de sus criterios ya que buscan afanosamente el sentido de la vida. La única manera, repito, de que la vida no nos acabe asqueando.
¿Contra que otra cosa piensan sus señorias, y sus voceros cómplices, que apunta la indignación de los acampados en las plazas?
Sin los ropones y los oropeles de antaño pudiera parecer distinto, pero el ejercicio continuado del poder terrenal no permite otra cosa que no sea que los días sean unos iguales a otros. Anécdota más o menos. Me dirá que como en la vida de cualquier súbdito o ciudadano. Cierto. Pero también convendrá conmigo que el uso y ocupación de cualquier poder no admite el libre albedrío, he aquí la diferencia. Es éste junto con algún tipo de fe, la que sea, los que hacen que la vida no sea un verdadero asco, que es lo que dan quienes no tiene ninguna fe y si todo el poder, siendo tal barbaridad una correspodencia literal de todas sus miserias individuales y de casta.
No creer en nada y tener todo el poder significa disponer de la patente de corso para imponerlo todo, incluso la ruptura de forma unilateral, y con total impunidad, del sistema de pesas y medidas de la convivencia. Así quieren castigar con siete años de cárcel la indignación de los acampados y dejar libre la corrupción total del mayor estafador del Palacio, convicto y confeso ante el mundo de su millonaria estafa.
La razón es un tipo de fe que, ante la energúmena obstinación de los que tienen todo el poder y no creen en nada, puede desbordarse en forma de indignación, dando lugar a un tipo de sentimientos que los poderosos incrédulos jamás pueden llegar a entender. Sentimientos que hablan de la existencia de otros mundos, de la mejora de la humanidad, de recuperar el sentido de comunidad y del bien común, etc. Sentimientos que estan acompañados de sus criterios ya que buscan afanosamente el sentido de la vida. La única manera, repito, de que la vida no nos acabe asqueando.
¿Contra que otra cosa piensan sus señorias, y sus voceros cómplices, que apunta la indignación de los acampados en las plazas?
jueves, 16 de junio de 2011
ESCUCHAR, DESPUES DE TANTO HABLAR
Nadie practica el deber de escuchar, porque solo se está pensando en el derecho a ser escuchado. Se vaya donde vaya, se quede con quien se quede, lo importante es decir lo que uno opina, que no es lo mismo que lo que uno piensa. “Que me escuchen, coño, lo que quiero es que me escuchen”, vendría a ser el imperativo, imitando al infausto picoleto. La ansiada libertad de expresión nació coja y nadie ha explicado todavía tal malformación. Derecho a hablar, sí, pero también la obligación de saber callar, sobre todo cuando no se tiene nada que decir que no sea seguir hablando porque si. Solo cuando caminen sanas y a la par, el que habla sabrá que alguien honestamente le escucha y éste sabrá que no es tiempo perdido el callarse. Pero de momento no es así.
Esta manera de existir se ha ido convirtiendo en una realidad irreductible: ser encontrado y escuchado en espacios de legitimación sin criterio, lo que significa que no forman comunidad ni se rigen por el bien común. No hemos sabido hacer compatible la amplia y variopinta base que proporciona la red de internet con el vértice de la pirámide social, que la dota de sentido. A la hora de la verdad semejante altura siempre nos ha dado vértigo. Sobre todo a nuestras élites, que desde hace siglos no han dejado de ser conformistas, alicortas, satisfechas de sí mismas y reaccionarias, militen en el bando azul o colorao, se encuentren en el centro o la periferia. Tanto da, porque a todos los interpela esa falta de responsabilidad endémica.
Fíjese como se ponen sus señorias y sus voceros familiares, educativos y sociales, tan afines en las urnas como cómplices necesarios en la acción diaria, en cuanto no los dejan ir a desayunar como están acostumbrados cada mañana. Antes, ni siquiera han tenido el valor de acercarse a las plazas, visto lo visto y lo que nos quedará por ver, y pedirle perdón a los acampados por el daño infringido, al hacerles creer en un mundo feliz que no existe. Un mundo diseñado fuera de las trazas del esfuerzo, del dolor y lo feo, de lo malo y lo peor. Con ese estilo gallináceo que los caracteriza los han hecho creer que el mundo era así de hermoso para siempre. No olvide que la mayoría de los acampados no ha vivido otra cosa en sus cortas biografías. Pero una vez que ha caido el velo de tan abominable impostura, lo que se echa encima, después del seismo de las plazas, es el tsunami que inunda los alrededores de donde se reunen sus señorias a pegarle a esa retórica herrumbosa e inane que tanto los identifica. Así han dado simbolicamente por demolido un recinto que hacía tiempo que no tenía ninguna actividad. ¡Qué menos! Lo único que han conseguido sus señorías allí dentro es que la política se confunda con la vida, precipitando una única resultante: que gane el que mejor mienta. Y, sin escrúpulos, han dado a conocer la clave: que no se note.
El 14 de julio de 1789, el rey cazó durante todo el día; después fatigado se fue a acostar. El día 15, por la mañana, el Duque de Liancourt le despertó para anunciarle lo que ocurría. “¿Es una revuelta?”, preguntó Luis XVI. “No, Sire; es una revolución”. Ah, contestó. Y siguió durmiendo.
A todo cambio social importante le precede una larga temporada de incomunicación, de diálogo de sordos, donde nadie escucha a nadie. Al cabo la legalidad vigente queda a la intemperie, sin que ya nadie la custodie. Lo que pueda suceder a partir de entonces es del todo imprevisible e impensable.
miércoles, 15 de junio de 2011
VESTUARIO
Como venía haciendo las últimas noches, a eso de las doce, descendí por la boca del metro y me acomodé en uno de los rincones del sinuoso pasillo que conducía hasta las taquillas. Esponjé con delicadeza los dos grandes cartones que me servían de colchón y manta, y que hacían mas acogedor y abrigado el tálamo. En el exterior la dureza del frío empezaba a acuchillar los semblantes de quienes iban y venían, encogidos, a la busca de un refugio donde guarecerse. De repente, al meterme entre los cartones, comprobé que mis pantalones necesitaban un recambio inmediato. Así, con semejante propósito, me debí de quedar dormido. Algo poderoso, que no logro recordar, debió acompañarme durante el sueño, ya que a la mañana siguiente mi preocupación indumetaria volvió a la carga con unas inexplicables fuerzas renovadas.
Años atrás, acabada la cena, después de una de esas jornadas laborales que uno siente condensada en su interior la capacidad de tomar decisiones, cuando los niños se habían ido a dormir y yo parecía decidido a quedarme en casa ya que fuera hacía un tiempo de perros, me ponía el batín y me sentaba en la mesa iluminada dispuesto a entregarme a la buena lectura o a algun juego de mesa con mi mujer, entonces, y solo por esa noche, me sentía por completo desprendido de toda aquello.
Mientras me desperezaba me hice una pregunta que era algo más que retórica y que, a esas horas de la mañana, la sentí como algo primordial, prioridad uno: ¿qué tipo de pantalones iba a adquirir? Los que llevaba puestos eran de una gran calidad. Los conseguí en una oportunidad irrepetible, una noche, hace ya bastantes noches, cuando todavía era inimaginable lo que me ha sucedido, en uno de esas tiendas que hacen de las millas o las islas urbanas lugares dorados. A la nueva adquisición le podía permitir que tuviera algún desperfecto, siempre y cuando fueran de un modelo similar, me hacia mucha ilusión lucirlos en los próximos meses. Tal vez en la trastienda de los grandes almacenes pudiera encontrar algo, aunque ahora esta gente cada vez se desprende de menos. Casi todo lo reciclan o lo venden mas barato. Con la crisis las cosas están cambiando.
Mas tarde me vino a la cabeza que quizá en los tanatorios pudiera encontrar lo que buscaba. Era cuestión de localizar donde enterraban al muerto y esperar a la noche. Sin embargo, consideré esta posibilidad demasiado laboriosa, además de que era difícil que para tal ocasión se armonice el buen gusto con la muerte. Enterrar a alguien ha perdido todo el ritual y elegancia de antes, hasta convertirse en una industria más. Ahora vale cualquier trapo para cubrir el cuerpo del difunto. Sentí el frío en la espalda, lo que hizo que me diera otra vez la vuelta entre los cartones. Con al rutina y la pereza habitual, la gente empezó a cubrir el pasillo como una gran marea gigante, cuyo runrun lo oyes poco a poco según se acerca, y no eres consciente de lo que te espera hasta que te moja. Sumergido dentro de toda aquella vorágine, de repente, aparecieron delante de mis narices, empujadas por la estrepitosa fuerza de la corriente, dos piernas cubiertas por los pantalones que había soñado durante toda la noche. Me incorporé con ligereza y solo tuve tiempo de divisar como su dueño, a empujones, doblaba un recodo después de haber pasado por taquilla. Estuve tentado de seguirlo y hablarle de lo mío. Pero me di cuenta que no tenía lo suficiente para pagar el billete. Tal descubrimiento alivió mi pesadumbre. Solo era cuestión de tiempo y una oportunidad mas favorable. Más tranquilo, creo que me volví a quedar dormido.
Años atrás, acabada la cena, después de una de esas jornadas laborales que uno siente condensada en su interior la capacidad de tomar decisiones, cuando los niños se habían ido a dormir y yo parecía decidido a quedarme en casa ya que fuera hacía un tiempo de perros, me ponía el batín y me sentaba en la mesa iluminada dispuesto a entregarme a la buena lectura o a algun juego de mesa con mi mujer, entonces, y solo por esa noche, me sentía por completo desprendido de toda aquello.
Mientras me desperezaba me hice una pregunta que era algo más que retórica y que, a esas horas de la mañana, la sentí como algo primordial, prioridad uno: ¿qué tipo de pantalones iba a adquirir? Los que llevaba puestos eran de una gran calidad. Los conseguí en una oportunidad irrepetible, una noche, hace ya bastantes noches, cuando todavía era inimaginable lo que me ha sucedido, en uno de esas tiendas que hacen de las millas o las islas urbanas lugares dorados. A la nueva adquisición le podía permitir que tuviera algún desperfecto, siempre y cuando fueran de un modelo similar, me hacia mucha ilusión lucirlos en los próximos meses. Tal vez en la trastienda de los grandes almacenes pudiera encontrar algo, aunque ahora esta gente cada vez se desprende de menos. Casi todo lo reciclan o lo venden mas barato. Con la crisis las cosas están cambiando.
Mas tarde me vino a la cabeza que quizá en los tanatorios pudiera encontrar lo que buscaba. Era cuestión de localizar donde enterraban al muerto y esperar a la noche. Sin embargo, consideré esta posibilidad demasiado laboriosa, además de que era difícil que para tal ocasión se armonice el buen gusto con la muerte. Enterrar a alguien ha perdido todo el ritual y elegancia de antes, hasta convertirse en una industria más. Ahora vale cualquier trapo para cubrir el cuerpo del difunto. Sentí el frío en la espalda, lo que hizo que me diera otra vez la vuelta entre los cartones. Con al rutina y la pereza habitual, la gente empezó a cubrir el pasillo como una gran marea gigante, cuyo runrun lo oyes poco a poco según se acerca, y no eres consciente de lo que te espera hasta que te moja. Sumergido dentro de toda aquella vorágine, de repente, aparecieron delante de mis narices, empujadas por la estrepitosa fuerza de la corriente, dos piernas cubiertas por los pantalones que había soñado durante toda la noche. Me incorporé con ligereza y solo tuve tiempo de divisar como su dueño, a empujones, doblaba un recodo después de haber pasado por taquilla. Estuve tentado de seguirlo y hablarle de lo mío. Pero me di cuenta que no tenía lo suficiente para pagar el billete. Tal descubrimiento alivió mi pesadumbre. Solo era cuestión de tiempo y una oportunidad mas favorable. Más tranquilo, creo que me volví a quedar dormido.
viernes, 10 de junio de 2011
iCLOUD
“Hablaremos hoy de software, del alma; y dejaremos de lado el hardware, el cerebro”. Así comenzaba Steve Jobs la presentación de la nueva plataforma iCLOUD (en la nube), ante un auditorio de mas de cinco mil personas.
Ahora que tanto funcionario de la razón meten el cuezo donde nos los llaman, ya sea en el cine, en la literatura, en la alcoba o en cualquier otra práctica artística que se les ponga a tiro, la poesía y el mito huyen y se refugian en las máquinas de Jobs, que son al parecer de sus cómplices, entre los que me encuentro, como prótesis del alma.
Gates ha perseguido con denuedo hacer máquinas impecables que sustituyeran al cerebro de esos funcionarios de la razón aludidos, siempre amenazados por su propia arrogancia irreductible. Jobs, en cambio, eligió el camino antiguo de los peregrinos, siguiendo los itinerarios del alma, la segunda navegación. Gates no ha podido triunfar del todo (lo cual no es óbice para agradecerle los servicios prestados) porque se puso a servicio de la maquinaria del estado y de las corporaciones financieras y militares, donde se cobijan los mas sanguinarios funcionarios de la razón, que no iban a consentir, como era de preveer, que nadie, y menos un artefacto, les robara el cerebro, lugar donde se encuentran sus dotes de mando. Sin embargo, las protésis anímicas de Jobs cayeron rápidamente bajo la influencia del espirítu agónico de lo irracional y maravilloso de los creadores. Cualquiera que haya aporreado un PC y acaricie ahora una iPAC o un iPHONE, sabe de lo que estoy hablando.
De repente, la belleza ya no es lo que era. Ni tampoco la nostalgia ni la melancolía. Ni la memoria ni, fíjese, lo serán las matemáticas. Ni sus modos de atisbarlas y de darles forma. Si el inventor anónimo de la rueda fue quien abrió la puerta por donde la máquina se instaló en el cerebro del ser humano, con una determinación avasalladora, Job ha dado todo ese ímpetu milenario por consumado. Ha entendido que todo el protagonismo de semejante centralidad no solo está agotado, sino bien amortizado. Fin del camino. Ha liberado a la máquina de ahí, y la ha colocado en un ámbito etéreo, debajo de lo descomunal e inabarcable, de lo inquietante y misterioso que significa tener al alcance toda la información. En la nube.
Los dispositivos de Jobs serán solo terminales en nuestras manos de todo ese mundo, que vuelve porque nunca se fue del todo. Como antaño, de nuevo el ser humano frente a lo que es mas grande que él, con la misma conciencia de su inconmensurabilidad pero sin los terrores atávicos de entonces, cuando se otrogaba al Dios omnipotente y omnisciente, allí arriba, la custodia de toda la información y los mensajes de comunicación que mejor convenían al destino de los hombres. Con menos terrores y aspavientos transcedentes, sí, pero con mucha más incertidumbre.
Los artefactos de Gates han dado la suficiente protección al cerebro humano como para que no sea pasto de la fatiga del trabajo, de la arbitrariedad de otros hombres y de los dioses sobrevenidos. Pero los de Jobs ofrecen al alma humana un nuevo espacio para habitar. El Alma Renovada del Mundo hecha ahora de información localizable y reconocible. Y, como el barro, subceptible de coger muchas formas, las que corresponden a la comunicación humana. A lo que acompaña una nueva música tactil con la que poder hacer que todo respire mas acorde con el vaivén de sus límites y contradiciones. Liberándola de toda esa opresiva melancolía difundida por los funcionarios de la razón, que, en verdad, no son nada más que funcionarios. Créame, la seguridad que siempre quieren imponer no es una visión del mundo. Es ese miedo inoculado que paraliza.
Así, en la nube, lo oscuro lo será unicamente por desconocido no por efecto de una sobredosis de luz triste y obligada. Lo oscuro será, por tanto, navegable. Y los descubrimientos de la singladura serán unicamente asunto de la audacia y el talento del aventurero. También de su humildad y de no avergonzarse jamás de su ignorancia, lo que abrirá la puerta a significativas colaboraciones.
miércoles, 8 de junio de 2011
PASADA LA INDIGNACIÓN, ES EL TIEMPO DE LA IMAGINACIÓN
“No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de
barbarie”. Walter Benjamin.
“Busco la región crucial del alma donde el mal absoluto se opone a la fraternidad”. Jorge Semprun. In memoriam.
“Nuestros sueños no caben en vuestras urnas”. De un indignado actual.
¿Es el descrédito de la democracia, propia de la abundancia del mal llamado estado del bienestar, la que produce esta última y sospechosa aseveración? ¿O es el fruto de un exceso de indignación?
Las palabras de WB y de JS ponen a dios y al diablo delante. Vienen de tiempos, igualmente de descrédito de la democracia, pero llenos de horror y miseria. Las del Indignado, con despreocupda ignorancia, no dejan hueco a otra cosa que no sean sus sueños, sus buenos sueños, claro esta. Vienen de tiempos en los que se creía que la subvención era imperecedera. Otra cosa hubiera significado la frase: “nuestros sueños son incapaces de poner a todos delante de las urnas, papeleta en mano”. Palabras que no negariann a las de WB y JS, sino que las colocarían en unos tiempos sin tanta furia. Mas calmados e irónicos.“
Y sin embargo sigo viendo a la indignación como una inexorable fuerza propia de nuestros sueños. Lugar donde anidan la madre de todos los cambios que en el mundo han sido. Junto a la imaginación forman las puntas de lanza que nos hacen tener la percepción primigenia y mas cabal del mundo que nos rodea. Después de tres semanas en las que han dado a conocer al mundo su suprema y sensata indignación, quizá sea tiempo de ver lo que da de si su imaginación. Usted ya sabe
“Busco la región crucial del alma donde el mal absoluto se opone a la fraternidad”. Jorge Semprun. In memoriam.
“Nuestros sueños no caben en vuestras urnas”. De un indignado actual.
¿Es el descrédito de la democracia, propia de la abundancia del mal llamado estado del bienestar, la que produce esta última y sospechosa aseveración? ¿O es el fruto de un exceso de indignación?
Las palabras de WB y de JS ponen a dios y al diablo delante. Vienen de tiempos, igualmente de descrédito de la democracia, pero llenos de horror y miseria. Las del Indignado, con despreocupda ignorancia, no dejan hueco a otra cosa que no sean sus sueños, sus buenos sueños, claro esta. Vienen de tiempos en los que se creía que la subvención era imperecedera. Otra cosa hubiera significado la frase: “nuestros sueños son incapaces de poner a todos delante de las urnas, papeleta en mano”. Palabras que no negariann a las de WB y JS, sino que las colocarían en unos tiempos sin tanta furia. Mas calmados e irónicos.“
Y sin embargo sigo viendo a la indignación como una inexorable fuerza propia de nuestros sueños. Lugar donde anidan la madre de todos los cambios que en el mundo han sido. Junto a la imaginación forman las puntas de lanza que nos hacen tener la percepción primigenia y mas cabal del mundo que nos rodea. Después de tres semanas en las que han dado a conocer al mundo su suprema y sensata indignación, quizá sea tiempo de ver lo que da de si su imaginación. Usted ya sabe
martes, 7 de junio de 2011
LA LEYENDA DEL SANTO BEBEDOR, de Ermanno Olmi
LA VIDA ES UN CONSTANTE MILAGRO
Que hubiera pasado si en lugar de un hombre que le sobra el dinero, y cree en los milagros, fuera un miembro de una ONG o de un sindicato. Que hubiera pasado si en lugar de creer en santa Teresita Lidieux se confiesa ateo irreductible. Que hubiera pasado si en lugar de un pordiosero borracho, que solo cree en la virtud del vino, fuera un obrero del metal o un inmigrante recien llegado, que creen en la fuerza que proporciona la unidad de la clase trabajadora o en los efectos mediáticos de los medios de comunicación. Que hubiera pasado si en lugar de estar viviendo bajo un puente de Paris, conocemos al protagonista encerrado en un fabrica durante un huelga o en una concentración en una plaza pública pidiendo los papeles. En fin, siempre que aparece alguien que no tiene nada que ver con uno conviene hacer este eficaz ejercicio de ucronía para tratar de colocarse lo mejor posible delante de la pantalla, evitando la deriva incontrolada.
El que sea lo opuesto a mi vida no significa que en la suya no haya un mundo sensible e inteligente. Este es el primer fruto de interés de tal determinación en el posicionamiento aludido. El segundo tiene forma de pregunta, ¿somos realmente tan distintos Andreas Kartak y yo?
Cierto que su espiritualidad milagrera tiene que ver con la de las gentes devotas, pero no es menos cierto que eso tiene poco que ver con la religión católica y mucho con el arte primitivo. A mi no me provoca ningún sentimiento de superioridad sino más bien lo contrario, la certeza de haber perdido la inocencia del dolor, esa capacidad para mudar el sufrimiento inútil, la pasión absurda, en fuente de sentido que alivie nuestra desesperada mortalidad.
¿Que significa ese recorrido de milagro en milagro que se le abre a Andreas, a partir del momento que tiene cumplir la promesa de devolver los 200 francos que le presta el enigmatico hombre rico? Descubre, segun va dando tumbos por la ciudad, el mundo que hay encima de los puentes. Descubre el sentido de vivir bajo la influencia de la luz de los milagros frente al sinsentido oscuro de vivir bajo el puente.
La vida bajo el puente es espantosa porque no tiene sentido, pero la luz del mundo de los milagros le resulta verosímil. Es entonces cuando, por contraste, la vida bajo el puente se convierte en una ficción resultante del juego de otras leyes que lo han condenado a vivir allí, sin culpa alguna y sin haber sido acusado de nada. Solo cuando tiene que cumplir lo prometido, comienza a recordar. Se mantendrá, de este modo, la esperanza de que el espanto y el dolor tengan un final.
¿Qué es, de repente, una peli o una novela, un cuadro o una sinfonía? ¿Qué es un nuevo amor o una nueva amistad? Milagros que aparecen, sin pevio aviso, en nuestras vidas, que tantas veces se encuentran bajo el puente de la dictadura de la rutina y la monotonia, del dolor y del fracaso, sea en el trabajo, la vida famliar o la de los amigos. Pues eso, hay que bajar allí y habitarlo. Sentir sus materiales, sus ritos y sus sacramentos. Verá, entonces, como Andreas no es tan diferente a nosotros. Comprobará que lo importante no es tener, sino dar sentido a lo que se tenga, que da igual que sea mucho o poco.
viernes, 3 de junio de 2011
LA FAMILIA SAVAGES, de Tamara Jenkins
VEJEZ, DIVINO TESORO
Dos hermanos, Wendy y Jon, tras vivir años separados, se ven obligados a convivir de nuevo para cuidar de su padre enfermo, Lenny Savages, con el que no se hablaban en los últimos veinte años. Dicho de otra manera, o como nuestro padre se ha hecho viejo y está enfermo, y tenemos que cuidarlo aunque él nos abandonó cuando éramos pequeños.
La película esta construida sobre la fuerza enigmática de la culpa, sobre todo en Wendy que es quien aparenta más vulnerabilidad de los dos hermanos. Jon pone el contrapunto tirando del pragmatismo, y le dice a su hermana, cuando pierde los nervios, que el padre no se entera de nada y ademas la gente mayor y enferma lo normal es que se muera. Todo ello desaparece cuando entierran a Lenny. Una catarsis. Es entonces cuando Wendy y Jon, antes de despedirse de nuevo, sellan una nueva fraternidad que parece ya definitiva.
Vejez, divino tesoro. Cuando el espectador lo conoce no le cabe la menor duda de que Lenny ha podido hacer suyo este eslogan a base de imponer una gozosa impertenencia a su alrededor durante toda su vida. Como experto superviviente ha aprendido que, al sobrar en todas partes cuando ya nadie te hace ni puto caso, por fin todo es posible. Todo. De esta manera, puede practicar su libertad de forma extrema. Y antes de atravesar la última raya de la lucidez que le queda y adentrarse definitivamente en la oscuridad de la enfermedad senil que lo llevará a la tumba, firma la despedida pintando con su mierda los azulejos del cuarto de baño de su habitación, nombrando hijo de la gran puta (y de paso también a lo que representa) al celador que lo cuida. Como verá, un menda a tener en cuenta como ejemplo, despues de la quiebra del Estado del Bienestar. Viejos así son el futuro.
¿De que se siente culpable Wendy y, a través de ella, Jon, si su padre ha sido un ausencia constante en sus vidas, si es un tipo que viste semejante pelaje? La pregunta me vino a la cabeza de forma tan inevitable como, igualmente, me di cuenta de su esterilidad. La cuestión no era saber porque Wendy se sentía culpable si quien la había abandonado habia sido Lenny (un toma y daca de intercambios psiquícos, que siempre es un camino que lleva a ninguna parte) sino que había hecho y, sobre todo, que iba a hacer ella con esa culpabilidad en el tramo final de la vida de su padre. Y, también, como afectaba eso a la relación con su hermano, que habia vuelto a descubrir en circunstancias tan ásperas y hostiles. Su padre habia estado ausente, pero la culpablidad era una presencia que interpelaba a toda su vida, su hermano Jon incluido. Con esos mimbres tenía que ayudar a morir a Lenny y no hacerlo ella en el intento. Es era el envite.
Razonar así me vino inducido por la manera de contar y filmar de la directora Jenkins. Y lo hago notar, ya que el aluvión de sentimientos que se asoman a la pantalla podían haber precipitado la historia hacia un acantilado, donde seguro se hubiera hecho añicos. Sin abandonar las zonas templadas de la superfice, Wendy y Jon consiguen zurcir el pespunte final a la historia de su padre, y poner hilo a la aguja de su nueva relación fraternal, sin ocultar en el trayecto las turbulencias que mas les bullen en sus adentros. Pienso que sin la mano segura y la mirada amplia de la señora Jenkins, el estado mental que exige al espectador su peli no hubiera sido posible.
miércoles, 1 de junio de 2011
ASESINATO
Decidí cometer mi primer asesinato aprovechando la jornada de huelga que se habia decretado en mi empresa y, también, el jolgorio que tenían montado los indignados en la plaza. Se esperaba una fuerte presencia de la pasma por toda la ciudad.
Yo también estaba indignado, lo que pasa es que lo quería manifestar a mi manera. Haciéndole un homenaje a la vida o si se quiere gastándole una broma pesada a la muerte. Hablar esta visto y comprobado que no conduce a nada que no sea seguir hablando. Callar lo vivo siempre como una derrota. La situación requería, por tanto, una acción sin vuelta atrás. Como en los duelos de honor, que es lo que la situación requería. Pensé que matar a una persona no tenía la entidad de la estadística para que se hicieran eco lo medios de comunicación, pero ante mí simbolizaba de manera inéquivoca mi oposición a los acampados y a quienes querían desalojarlos. Y si lo hacía como imaginaba, me parecía un buen ejercicio de estilo para mi vida, que últimamente andaba un poco roma.
Se me ocurrió utilizar el amparo de la noche para llevar a cabo mi aventura, pero me pareció caer en una rotunda hipocresía. No sé, la noche esta para otras cosas. A la luz del día, mezclado entre el tumulto de los acampados, no era una mala solución pero me pareció poco elegante. Al final, elegí los subterraneos del Metro. En las tripas de la ciudad era donde mejor iba a encontrar a la víctima ideal para mis propósitos, y además sintetiza y representa mejor que ningún otro lugar, creo yo, toda la corrupción y miseria que se ha apoderado de la ciudad. El lugar idoneo para llevar a cabo la ceremonia de la catarsis.
No pudiéndome comprar una pistola, ya que mi quebrada hacienda me lo impedía, tendrían que ser las manos o un arma blanca las que se encargasen del asunto. Sin que mi mujer se diera cuenta, escondí en el bolsillo de la chaqueta un cuchillo mediano de cocina y disculpé mi ausencia durante todo el día por mis obligaciones como huelguista. Sin prisa, me introduje en la boca del metro mas próxima. Sabedor de que disponía de mucho tiempo por delante, preferí fijarme con atención en las posibilidades que se me iban ofreciendo. Pasaban la horas y no acababa de decidirme, lo cual me hizo temer que aquellas no volvieran a repetirse. Bien porque en el vagón no coincidíamos solos la víctima y yo, bien porque habia una máxima concurrencia de viajeros, noté que me iba deleitando más en lo que daba de sí mi imaginación que en hacerlo realidad. A mediodía, después de recorrer muchos pasillos y distintas líneas, no habia conseguido vislumbrar como conseguir tener éxito en la misión que habia impuesto. Fue entonces cuando decidí cambiar de táctica.
Opté por preguntar directamente si alguien deseaba abandonar este mundo y no tenía suficiente valor. La crisis estaba dejando a mucha gente al borde del abismo, y seguro que esperaban que alguien le diera el definitivo empujoncito. Ya se que asistir a la muerte no es lo mismo que retarla a pecho descubierto, ni es lo propio de un indignado radical como yo. Seleccioné entre los muchos prodioseros, que ocupaban pasillos y andenes, los que me parecieron que se encontraban en una situación más lamentable. Uno a uno agradecieron mis buenos propósitos, pero desistieron que yo apuntillara su vida ya que me veían como un diletante.
Bien entrada la noche estaba totalmente abatido y con el sentimiento de la fustración cercándome inmisericorde. Volví a mi casa y sin decir nada a nadie me metí en la cama. A la mañana siguiente me incorporé a mi puesto de trabajo. Noté, al entrar, miradas extrañas. Me palpé la chaqueta y comprobé que todavía llevaba el cuchillo de cocina. No habían pasado ni dos horas cuando se acercó un compañero y, sin venir a cuento, me llamó esquirol. Lo miré de soslayo. Dejé el bolígrafo sobre la mesa y sin mediar palabra enterré el cuchillo en su prominente barriga.
Nunca he sido partidario de los crímenes por ideas ni tan siquiera por sobrevivir. Pero he de reconocer que el arte de asesinar también había rebajado sus pretensiones de impunidad y era necio por mi parte ir contra corriente. Lo importante es que he conseguido iniciarme.
Yo también estaba indignado, lo que pasa es que lo quería manifestar a mi manera. Haciéndole un homenaje a la vida o si se quiere gastándole una broma pesada a la muerte. Hablar esta visto y comprobado que no conduce a nada que no sea seguir hablando. Callar lo vivo siempre como una derrota. La situación requería, por tanto, una acción sin vuelta atrás. Como en los duelos de honor, que es lo que la situación requería. Pensé que matar a una persona no tenía la entidad de la estadística para que se hicieran eco lo medios de comunicación, pero ante mí simbolizaba de manera inéquivoca mi oposición a los acampados y a quienes querían desalojarlos. Y si lo hacía como imaginaba, me parecía un buen ejercicio de estilo para mi vida, que últimamente andaba un poco roma.
Se me ocurrió utilizar el amparo de la noche para llevar a cabo mi aventura, pero me pareció caer en una rotunda hipocresía. No sé, la noche esta para otras cosas. A la luz del día, mezclado entre el tumulto de los acampados, no era una mala solución pero me pareció poco elegante. Al final, elegí los subterraneos del Metro. En las tripas de la ciudad era donde mejor iba a encontrar a la víctima ideal para mis propósitos, y además sintetiza y representa mejor que ningún otro lugar, creo yo, toda la corrupción y miseria que se ha apoderado de la ciudad. El lugar idoneo para llevar a cabo la ceremonia de la catarsis.
No pudiéndome comprar una pistola, ya que mi quebrada hacienda me lo impedía, tendrían que ser las manos o un arma blanca las que se encargasen del asunto. Sin que mi mujer se diera cuenta, escondí en el bolsillo de la chaqueta un cuchillo mediano de cocina y disculpé mi ausencia durante todo el día por mis obligaciones como huelguista. Sin prisa, me introduje en la boca del metro mas próxima. Sabedor de que disponía de mucho tiempo por delante, preferí fijarme con atención en las posibilidades que se me iban ofreciendo. Pasaban la horas y no acababa de decidirme, lo cual me hizo temer que aquellas no volvieran a repetirse. Bien porque en el vagón no coincidíamos solos la víctima y yo, bien porque habia una máxima concurrencia de viajeros, noté que me iba deleitando más en lo que daba de sí mi imaginación que en hacerlo realidad. A mediodía, después de recorrer muchos pasillos y distintas líneas, no habia conseguido vislumbrar como conseguir tener éxito en la misión que habia impuesto. Fue entonces cuando decidí cambiar de táctica.
Opté por preguntar directamente si alguien deseaba abandonar este mundo y no tenía suficiente valor. La crisis estaba dejando a mucha gente al borde del abismo, y seguro que esperaban que alguien le diera el definitivo empujoncito. Ya se que asistir a la muerte no es lo mismo que retarla a pecho descubierto, ni es lo propio de un indignado radical como yo. Seleccioné entre los muchos prodioseros, que ocupaban pasillos y andenes, los que me parecieron que se encontraban en una situación más lamentable. Uno a uno agradecieron mis buenos propósitos, pero desistieron que yo apuntillara su vida ya que me veían como un diletante.
Bien entrada la noche estaba totalmente abatido y con el sentimiento de la fustración cercándome inmisericorde. Volví a mi casa y sin decir nada a nadie me metí en la cama. A la mañana siguiente me incorporé a mi puesto de trabajo. Noté, al entrar, miradas extrañas. Me palpé la chaqueta y comprobé que todavía llevaba el cuchillo de cocina. No habían pasado ni dos horas cuando se acercó un compañero y, sin venir a cuento, me llamó esquirol. Lo miré de soslayo. Dejé el bolígrafo sobre la mesa y sin mediar palabra enterré el cuchillo en su prominente barriga.
Nunca he sido partidario de los crímenes por ideas ni tan siquiera por sobrevivir. Pero he de reconocer que el arte de asesinar también había rebajado sus pretensiones de impunidad y era necio por mi parte ir contra corriente. Lo importante es que he conseguido iniciarme.
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