miércoles, 16 de febrero de 2011
VALOR DE LEY, de los hermanos Coen
UN WESTERN QUE NO ES UN WESTERN
Inopinadamente los Coen ofician al mismo tiempo que Eastwood en la ciudad donde vivo. Ir a ver lo que hacen tipos así es algo mas que ir al cine. Es como un espasmo antiguo, no relacionado con mi biografia sino con la del mundo. Con esa necesidad primera que tuvieron nuestros antepasados de hace quince mil años, al dejar sobre las paredes de la cueva aquellas pinturas, tan perfectas en su trazo como en su aliento. Está también, la presentación de la peli en sociedad. Los de Minessota se presentan a competir, en el centro actual de la creatividad cultural europea, con un western, mejor dicho, con un remake de un western. ¿Hay que tener un par y ganas de querer llamar la atención? ¿O lo que quieren es dedirle algo a esa élite cinematografica deslumbrante, que se reune a las orillas del Spree a principios de cada año, para ver quien enfoca y planifica mas moderno?
¿El remake de un western es otro western? Le aconsejo que lea las primeras páginas de la novela de Charles Portis y entenderá la oportunidad de la pregunta. Todavía no me he sentado en la butaca. Le estoy hablando de ese algo mas de ir al cine, que le dije al principio. Lei las diez primeras páginas de la novela en la librería. No seguí por deferencia al librero, así que opté por comprármela. Ahora, después de ver la película, estoy a punto de acabarla. En esas primeras páginas encontré lo que realmente pedía ser contado en la pantalla. Sin menoscabo para la voz de la narradora, y a diferencia de otras pelis, el alma de aquel relato con palabras intuí que debería tener su latido paralelo en las imágenes. A los cazadores del paleolítico no tenían quien les ecribiese, por eso solo nos quedan la hermosura y el esplendor de sus caballos y bisontes sobre la roca, que así se liberaron del yugo de ser solo de aquel tiempo para llegar a ser también del nuestro, para llegar a ser eternos. A los hombres y mujeres que forjaron el oeste norteamericano, por el contrario, si tuvieron desde el principio de su descomunal epopeya quien los escribiera, los pintara y los filmara. La mayoria se quedaron como un documento local e histórico. Solo unos pocos consiguieron alcanzar la condición de intemporales, es decir, de no ser porque estaban ahí desde siempre. Los Coen, junto con Eastwood, son de los pocos sacerdotes vivos que son capaces de ofrecernos semejante liturgia con sus pelis.
Ahora, si le parece, nos sentamos delante de la pantalla. Lo primero que vemos es una frase que representa un proverbio bíblico, que más o menos dice: el impío huye después de cometer su impiedad, solo, sin que haga falta que nadie lo persiga. Hay un momento en la vida — más o menos, al entrar en la treintena — en el que uno empieza a preguntarse qué tipo de persona es y prueba a verse a sí mismo como lo ven los demás. No es fácil. Lo importante es el esfuerzo que uno ponga en ello, pero no hay ninguna garantia de tener éxito sobre todo si ese esfuerzo esta mal dirigido. Si se mira todo lo que viene a continuación del proverbio bíblico a través de esta lente, ya no se ve un western, pongamos, a lo John Ford, muchos de cuyos western están a servicio y gloria de la naciente república americana, con sus coordenadas de racionalismo empírico y determinación religiosa. Veremos lo que siempre ha existido debajo de ese manto de coyunturas y objetivos de dominación sociopolítica y económica, y que da lo mismo se escenifique en Arkansas o en Berlin, en el siglo XIX o en el XXI. Ese tipo de personajes que pueblan las escenas que sostienen el esqueleto de la película, y que se parecen mas a la explosión de los volcanes o a un jauría de lobos que a la limpia y hermosa sintaxis de la Declaración de Independencia y la Constitucion Americana, no han merecido la atención preferente del cine hasta fechas muy tardías, cuando se pensaba que el western habia muerto para siempre, por que obedecía a una exigencia histórica. Los Coen han sabido romper con ese corsé historiscista y nos ofrecen este excelente poema a través de lo que recuerda una mujer madura cuando tenía catorze años. No esta nada mal el envite, después de quitarse de encima la pesadez y axfixia de la herrumbre histórica.
¿Por qué los recuerdos de la niña Mattie Ross, de catorce años, ponen la música y dirigen la sinfonia del viaje a la busca del impío, Tom Chaney, que mató a su padre? ¿Por que ella contrata y se pone al frente de esa fuerza desbocada de la naturaleza, implacable y cruel, que es el comisario Rooster Cogburn? ¿Por qué Francisco Goya, pionero en esto de llevar al ámbito del arte lo que el arte nunca quiso ver ni fijarse, dibujó en uno de los grabados, que representan los desastres de la guerra, la figura de una joven sensual, robando el diente de oro que atisba en la boca sangrante de un hombre colgado como un despojo en medio del camino?
Cuando el misterio se apodera de todo, no se me ocurre manera más acertada de hacer soportable el tránsito de la mirada entre la magia y la furia de semejante violencia tan ancestral como perenne, tan olvidada por nuestros remilgos como escasas veces así convocada y evocada. Y de poder volver, después, a la normalidad entero y con el suficente sentido del humor, como para desear contarlo.