lunes, 31 de mayo de 2010

LA CINTA BLANCA, de Michael Haneke



POR COMPASIÓN

Al igual que en la literatura, hay un cine seminal y un cine crepuscular. En literatura William Faulkner es seminal, Samuel Beckett es crepuscular. El cine de John Ford es seminal, el de David Linch es crepuscular. La peli de Michael Haneke se mueve dentro del ámbito del primero, pero rayando con lo que ha habido en medio hasta la llegada del segundo. ¿Qué ha habido, y hay, en medio? Por un lado, todo lo que ha dado de sí la apabullante y fatua grandilocuente del poder financiero-militar del siglo XX, urbano y occidental, cada vez más abstracto y difuso, con sus dos guerras mundiales y sus centeneras de millones de muertos como las joyas de su cetro y corona a su cuenta particular de resultados . Por el otro, todo ese tipo de relatos e historias de gente que nos caen bien, que no paran de seducirnos con sus gracietas y sus pecados veniales, que se parecen tanto a nosotros que son mismamente como nuestro espejo de cabecera: cobardes, interesados, a menudo obtusos, débiles de carácter pero siempre dispuestos a comerse el mundo, matando a quien haga falta con tal de ser lo que aparentan. Ese aspecto fronterizo es lo que hace a la peli de Haneke muy interesante. No he dicho apasionante, como dice mi amigo, he dicho interesante.

¿Qué quiere decir seminal?, que vuelve al origen, que se nutre de los elementos primarios que lo forman, su fisicidad como cuando el mundo empezaba, o no se movía tanto, es de un rigor inapelable. ¿Qué quiere decir crepuscular?, que con su lenguaje quiere representar que esto, de tanto marear la perdiz, se ha fragmentado sin vuelta a atrás, que ha entrado en una época de acabamiento, su liquidez y evanescencia, su falta de destino dominan el cotarro narrativo. Es la segunda ley de la termodinámica aplicada a la creación artística.

¿Qué hace Haneke?: volver al origen. Podía haber elegido el crepúsculo y lo habría hecho igual de interesante, a este hombre le sobra el talento, pero elige volver al origen. A un cierto origen crepuscular, valga el oximeron, el anterior a la debacle europea. No vuelve en busca de soluciones, ni para culpar a nadie. Vuelve la vista atrás porque mirar solo hacia adelante ya no da más de sí. Aunque le cueste creerlo, vuelve la mirada hacia atrás con la cámara en el presente, y lo hace por compasión hacia nosotros, los espectadores actuales. No se ha ido al mundo rural para decirnos que guapos y qué civilizados somos los urbanos. Pienso que no. Guardamos en nuestro fondo de armario, moderno y civilizado, suficientes horrores y barbaridades como para anegar mil veces a aquel mundo rural. Por compasión hacia el espectador actual, digo, también podía haber elegido como hilo argumental cualquier episodio del final de las guerras napoleónicas, o de la guerra franco prusiana, o de las guerras de religión, en fin, se podía haber ido hasta Carlomagno el inventor del imperialismo europeo que “tantas alegrías” ha dado al mundo mundial. Por tanto, hay que fijarse muy bien en el momento que ha elegido, en el objeto de la narración y no okuparlo con prejuicios historicistas. Haneke sabe, como usted y como yo, que el ser humano es el único ser vivo que no está en su lugar. Vivimos desalojados, y eso nos angustia y es la fuente de todo nuestro dolor y sufrimiento, de ahí la nostalgia que no cesa del paraíso perdido. Haneke no quiere demostrar nada, simplemente lo quiere volver a intentar, desde la intuición y la sugerencia, aunando la confusión del momento actual y la fuerza expresiva y simbólica que supone poner delante de la cámara un mundo desaparecido, que nos pertenece. Frente a la dictadura de la actualidad, de repente, la eternidad.

Creo que fue Pascal, el Haneke del siglo XVII, quien dijo que todos los males nos vienen de no resignarse uno a quedarse tranquilo en casa: un viaje es una insurrección. Justo cuando acaba la peli, comienza el viaje insurreccional definitivo y final, que durara treinta años y que acabara, entre el Auschwitz nazi y el Gulag soviético, con todos los sueños, profusamente imaginados, de convertir a Europa en el paraíso terrenal. Vemos ese mundo rural y a esos tipos que hay echarles de comer a parte: brutales, egoístas, palurdos, intolerantes, antipáticos, también generosos y tiernos, obsesionados por su integridad nunca por su apariencia, siempre viles, humanamente viles, pero que a su manera se quieren con esa nobleza trágica con que funciona el amor en ese mundo. Cuando los dejamos, suben los títulos de crédito, y ha comenzado el principio de lo que más tarde serán los escombros sobre los que ahora nosotros vivimos. Años después, con esa voz cascada propia de una persona anciana y cansada, el maestro del pueblo, representante de la cultura y de la ilustración europea que iba acabar para siempre con todo ese mundo ancestral, irracional, feo y animal, desolado y perplejo no muestra el menor atisbo de satisfacción ni da crédito a lo que ha pasado. Pero usted y yo si lo sabemos. ¿Verdad?

viernes, 28 de mayo de 2010

SOMOS ALGO ASÍ COMO UNA PARADOJA

Le dejé el otro día delante de un reto diabólico: la única manera de conseguir la dignidad es en la intimidad de uno mismo. Vaya panorama. Como para fiarse de ese tal Uno Mismo. No si ya ha ido a la farmacia, si es que no hoy reitero lo dicho y creáme que no le engaño. Como le decía, cualquier intento de tratar con la realidad exterior y sus circunstancias dentro del paradigma dominante es echar a perder la dignidad. Pero no intentarlo de ninguna manera, por el mero hecho de que es un fracaso asegurado, conduce a la locura. Por tanto, nada mas nos queda saber elegir las otras circunstancias bajo las cuales vamos a defender nuestra dignidad.

La dignidad humana tiene que ver con la comunicación, y esta presupone un estado de pureza o de transparencia, necesarias para la compenetración. La transparencia necesita un lenguaje y éste de su traducción (¿qué dices? o mas aún ¿qué me dices con lo dices, o con lo que callas?). Llegados aquí se acabó la ilusión de llegar al otro. Todos nuestros problemas derivan de la proverbial incompetencia de nuestra naturaleza para aceptar eso. La incomunicación que de ello se deriva nos precipita al abismo una y otra vez. No se quede embobado delante de los picos de oro, fíjese con atención y les notará el carton de todas sus trampas entre tanto brillo. No se enfade ni sospeche de quienes nunca dicen nada, fíjese y observara igualmente los atajos oscuros de su silencio. En fin, fíjese en cualquiera que hable en una conversación cualquiera un dia cualquiera, y dedíquele diez minutos a analizar lo que han dicho. Si es que ha habido, lo cual no se lo voy a a negar, determine de que lado ha caido, y hacia donde apunta, la inteligencia, la sensibilidad, la torpeza o el cinismo. Le hablo de eso que los lingüistas llaman los ideolectos. Todos, sin excepción, el brillante, el mudo, el inteligente, el torpe, el cínico, el normal, usted y yo mismo, nos apropiamos del lenguaje común que es patrimonio de nuestra cultura y tradición, y lo adaptamos a nuestros intereses personales y del momento a la hora de dirigirnos a los demás. Lo que decimos ya no es lo común heredado, sino nuestro particular manara de traducirlo, nuestro ideolecto, que como es fácil deducir ya nadie entiende. Aunque las formas de las palabras sean las mismas, el sentimiento y el sentido que las arrastra ya no es el común del origen, sino que tiene que ver con los intereses de uno mismo. Esa apropiación de lo que es de todos, equivocadamente, le llamamos comunicación cuando en realidad es una de las formas de la supervivencia de la especie, que es lo mismo que decir una de las formas que coge el poder. No puede soslayar que lleve, en su firme determinación de ser así (hay que tirar para adelante, mandando y obedeciendo), su propia indignidad. No vea en ello un cuestión de moralina barata, vea su inevitabilidad. Resultado: lo que conocemos como comunicación humana, dialogo y tal, no es otra cosa que un sinfin de ruidos ininteligibles emitidos entre esos especímenes que se parecen a uno mismo. Ese jolgorio puede llegar a valer para mantenernos dentro de la vida económica, política y social con sus componendas y complicidades, pero no para la verdadera comunicación.

Por tanto, las verdaderas circunstancias de la comunicación solo vale la pena buscarlas y elegirlas dentro del ámbito de la ficción, el lado oculto y oscuro de lo real. Ahora la pretendida objetividad y voluntad de medirlo todo, antes que entender lo que se pueda, de éste, es sustituida por la sugerencia, lo simbólico y metafórico de aquella. Yo creo que estos ambientes son los que mejor le sientan a nuestra dignidad. Esta forma de la comunicación se puede entender como una farsa, o como algo de cuya necesidad se puede obtener algún tipo de beneficio. En el primer caso es justamente seguir al pie de la letra el tópico tan vilmente aceptado y publicitado por quienes fundamentan sus intereses en que no decaiga: yo leo o voy al cine para distraerme y no pensar, que bastantes cornadas da la vida. O sea, fe irreductible en la vida a pesar de sus embestidas, usando la ficción en plan analgésico y tal. Lo que acontece es que las farsas terminan más tarde o más temprano.

Es más interesante lo segundo. Que sea imposible (no nos entendemos, como decía el americano impasible de Graham Greene), no quiere decir que la comunicación no siga siendo necesaria y beneficosa cuando se intenta. Paradójicos que somos los mendas de esta especie nuestra. El esfuerzo de llevar cabo esa tentativa sin esperanza, produce unos lazos lo suficientemente fuertes que evitan caer en esa catatonia que sería nuestro final. Nuestras contradicciones, nuestra lagunas mentales y de las otras, las diferencias entre lectores y espectadores, son las que producen la tensión necesaria para qué el conocimiento y nuestra actitud delante de él produzcan algún tipo de beneficio, como decía antes. El sentido de todas esas experiencias está asociado al sentir, es decir, a la forma como provoca nuestro sentimento y, en consecuencia, al cambio de percepción que de ahí deviene.

A lo largo de mi vida, en diferentes instancias y a variopintas distancias, he conocido matones de todo pelaje, pero nunca conocí a un asesino de verdad hasta que vi, y vuelvo a ver, a Lee Marvin en la peli Los asesinos. Ni le cuento la cantidad de adolescentes que he tenido que oir y aguantar, empezando por el que yo fui en su día, a lo largo de mi biografía, pero ninguno me ha dicho tantas verdades a bocajarro y con tanto sentido como el quinceañero Holden Caulfield, en la novela El guardian entre el centeno. Me he enamorado unas cuantas veces y he escuchado pacientamente a mis amigos-as los temanejs de sus amorios, pero nadie ha dialogado desde lo mas hondo y con mas honradez sobre su historia de amor como lo hacen Bogart y Bergman en la transtienda del bar de Rick en Casablanca. Solo son unos ejemplos, seguro que usted tiene los suyos, de como la comunicación verdadera cuando se busca con ahinco y dignidad se encuentra.

martes, 25 de mayo de 2010

LA DIGNIDAD Y SUS CIRCUNSTANCIAS


El Gran Macho Proveedor lo ha dicho, y junto a él toda la cohorte de sus palmeros: sigo siendo el mismo, las que han cambiado son las circunstancias. Creo que no ha dicho la contraria: que si las circunstancias no hubiesen cambiado, a él no lo reconocería ni la madre que lo parió. Los grandes machos proveedores eran quienes traían la caza a la cueva cuando entonces. Ya se puede imaginar en manos de quienes estamos. ¿Se puede vivir, amar, odiar, desertar, gobernar, en fin, se puede uno morir sin circunstancias?

No sé a qué dígito del coeficiente intelectual he de atenerme para medir lo que pasa por la cabeza a gente así. Tampoco sé muy bien el qué decir delante de alguien que tiene como orgullo prioritario no cambiar en la forma de pensar o percibir. Cuando lo propio del paradigma histórico en el que vivimos y convivimos, y que, con nuestras rabietas, más o menos aplaudimos, a saber: la racionalidad científica, la innovación tecnológica, el sistema de mercado libre y la democracia política, es el cambio permanente de personas y sus circunstancias, me hago cruces de las del antiguo paradigma teocrático al escuchar aquello de que yo pienso lo mismo que cuando tenía veinte años, así que cambien las circunstancias, sí quieren, o sino que se jodan. Tanto me da si quien así se expresa solo tiene puesta su confianza ciega en el recuerdo del futuro o si lo que le hace levantarse cada mañana es su fe inquebrantable en el invento del pasado. Son en el fondo dos maneras irreductibles del mismo inmovilismo, dos estilos suicidas que siempre están en disposición de poner al borde del precipicio el paradigma en el que vivimos. Digo más, cualquier hombre o mujer de cuando el mundo era mil años más joven tenían un sentido del cambio y de la permanencia más arraigado y equilibrado. Tenían también más hambre y la violencia era más explícita y diaria, podian morir en cualquier amanecer o puesta de sol, la seguridad era nula o muy escasa, pero nunca perdieron la dignidad necesaria al pensar que todo venía del cielo.

Los del paradigma moderno apostamos toda nuestra dignidad a las instancias científico-tecnológicas o del mercado y a las elecciones cuatrianuales, pero no queremos entender que la dignidad no tiene sentido en esos ámbitos. Está fuera de sus dominios ya que, como dicen los expertos, no poseen sistemas de autorregulación. Es lo que mejor hemos inventado para resolver los problemas sociales, digamos, para no matarnos un día sí y otro también, pero eso no garantiza que no se pueda ir todo a la mierda en el mejor de los mundos posibles. Ya lo ve. No queremos entender que apostar ahí nuestra dignidad es perderla para siempre. De repente, cuando hemos conseguido no matarnos tan a menudo, cuando hemos conseguido vivir holgadamente, resulta que nuestra dignidad se convierte en un problema. Pasa lo mismo que con las palabras, que solo nos damos cuenta de su complejidad cuando se hace evidente leyendo un texto. Mientras, hablamos y hablamos como si fuera lo más natural del mundo. Difusamente queremos seguir teniendo nuestra dignidad intacta, pero no sabemos cómo hacerlo. Tenemos de todo pero no sabemos de qué va eso de ser dignos. O nos fugamos hacia ninguna parte, o mejor quedarnos como estamos, que tenemos mucho que perder. Ya le digo, los dos movimientos suicidas en que estamos embarcados. Dos bandos para los que no tienen otra cosa que el orgullo pertinaz y resentido de decir que siempre han pensado de la misma manera. Como si ese comportamiento y los resultados que de él se derivan tuvieran una relación inmediata. Y Dios, que hace cuatrocientos años que no dice ni mu, no va venir ahora a echarnos una mano. Probablemente ni vuelva a aparecer por estos lares.

La dignidad se logra y se mantiene a base de tratar con la realidad y sus circunstancias de frente, no dándole la espalda o negar que existe, inventándonos una a la carta. La dignidad es un concepto ético, no científico-técnico, económico o político. Es un concepto individual e íntimo. He leído por ahí que, tal y como está el patio, algún espabilao lo pretende comercializar en las farmacias como un psicotropo. Claro está, sin receta médica.

domingo, 23 de mayo de 2010

FRÈRES, de Igaal Niddam










LA ISRAELIANA DE CANNES

Lo dijo muy claro el director de la peli (en la foto) antes de comenzar la proyección: la he filmado porque cada vez me preocupa más la deriva fanática y sectaria que está tomando la forma de gobernar en Israel. Venía a ser como una advertencia, un pancartazo, una llamada de atención del modo como se está haciendo la gobernanza en ese país del oriente mediterráneo.

Tres fuerzas en liza en un territorio lleno de espiritualidad y arena, ganado ovino y unas pocas hierbas, y una ciudadanía que no está dispuesta a olvidar que son los que de milagro quedan después del Gran Holocausto Nazi. Una a muerte contra todo lo que no tire con igual fuerza y en la misma dirección: la de los ultraortodoxos, que cada vez tienen más influencia y cada vez piden tener más, claro está a costa del erario público que costean entre todos. Otra la de Aaron, rabino ortodoxo, que viene de Estados Unidos y pretende, via el diálogo y la persuasión, convencer a los demás de que lo mejor para Israel es que se convierta en un estado judío, es decir, regido bajo los principios del judaismo. La tercera, la del hermano del anterior, Dan, que regenta con éxito una granja de ovejas (kibboutz), está felizmente casado con una mujer que es música y tienen dos hermosas hijas, y lo único que le importa es seguir así, sin mas interferencias ni de los unos ni del otro. La resultante de la pugna de las tres fuerzas, como puede imaginar, se lleva por delante, mediante tres puñaladas en el estómago en un callejón de la parte vieja de Jerusalen, al rabino ortodoxo, que, para mí y con diferencia de seis kipas, es el personaje que mejor encarna la enorme complejidad de lo que allí está pasando.

Aaron es el que mejor ha leido la Tanak (La Biblia judía, que viene a coincidir con el Antiguo testamento cristiano), que junto a la memoria permanente del Holocausto forman las dos señas de identidad básicas del pueblo judío. La peli no lo hace, ya lo advirtió el director al principio, pero es lo que a mí más me hubiera interesado. Enfrentar al Libro Sagrado con la Memoria del Mal absoluto: lo mismo que mirar la erupción de un volcán de frente y tratar de sacar la calculadora. Del Holocausto no se habla en la peli, pero no pude dejar de pensar sino es la fuerza determinante de todas la demás, incluso de la lectura que hace ahora de la Tanak el rabino Aaron, y que le lleva a estar convencido de las excelencias de un Estado judío, es decir, regido por aquella ¿Sabía cuando así hablaba que quienes lo gobernarían serían, al fin y al cabo, quienes lo acabarían asesinándolo a traición en medio de un callejón de la Ciudad Santa? Evidentemente no. No lo ve, no quiere verlo, a pesar de que su hermano se lo advierte, y sobre todo a pesar de lo que la Tanak le dice. A estas alturas Aaron se ha convertido en un mal lector, es, sin saberlo, un lector cristiano de la Biblia. Quizá valga la pena señalar, a fuerza de ser esquemático, que la radical diferencia entre la lectura judía de la Tanak y la lectura cristiana de la Biblia es que la judía ha leido el relato mediante relatos, en una reescritura constante, mientras la cristiana se ha evaporado en teosofía, en interpretaciones finalistas y concluyentes del mundo, en sectas y sus sectarios. Los resultados de estos dos procedimientos tan distintos han producido dos culturas de una gran diferencia en cuanto a la actitud ante el Libro Sagrado y ante el pensamiento, en lo sagrado y en lo profano. No hace falta que le diga la herencia que mamamos y que padecemos los de este lado occidental del Mediterraneo, donde se concentraron los valores absolutos de la cristiandad después de la espantada de los romanos del imperio romano. Creame si le digo, que el sectarismo ambiente actual tiene que ver, en parte, con la forma de leer durante siglos y siglos el Libro Sagrado en el mundo cristiano y católico occidental. Ese jodido punto de vista ha calado en nosotros hasta el último pliegue del alma. Lo de la laicidad, que Niddam definió acertadamente como el reconocimiento del Otro, es una capa fina de sensatez, de cambio en el punto de vista, de apenas un puñado de años de existencia. Ergo, el pelo de la dehesa totalitaria anida con vivacidad inusutada en nosotros, a pesar de la voluntad maquilladora de aquella.

Llegado hasta aquí, me pregunto que si no hubiera existido el genocidio nazi lo que se atreve a pensar el rabino Aaron hubiera sido inevitable, como sin duda nos quiere hacer creer. Uno puede ciertamente hacer lo que quiera, pero no puede querer lo que quiera. Es la ostinación y sectarismo de raiz cristiana y católica frente a este dilema universal, lo que le lleva a encontrarse con las navajas de los estudiantes ultras, a los que pretendía aleccionar en la buena senda del judaismo ortodoxo.

Lástima que lo único que el director quería hacer era solo llamar la atención al mundo, no que el espectador, cualquier espectador, pudiera entender y sentir lo que en tierra santa se está cociendo.

Después de la proyección, tres y media de la tarde, en el coloquio lleno de espectadores añosos de cineclubs de los de antes, quiero decir de los de los colegios universitarios de los sesenta y setenta, o de la gauche parisina, el asunto derivó, faltaría más, como los debates de antes, eso sí, con ese juego limpio francés que nunca dejaré de agradecer. El turno de palabras se respetó escrupulosamente, y, al menos, parecía que todo el mundo escuchaba al que la tenía en uso. Poco antes de concluir tuve que salir por piernas a coger el autobús, ya que a las cinco empezaba, no lejos de allí, la peli alemana de un realizador de treinta y ocho años que no sabía como se llamaba.

miércoles, 19 de mayo de 2010

CANNES 2010


Me gusta ir al Festival de cine de Cannes porque es un nolugar y un lugar a partes iguales. Los Oscars son un superlugar y, marginalmente, un nolugar. Los demás festivales, Gijón por ejemplo, el señor Takeshi tiene la palabra. Me gustan los nolugares como las estaciones de tren, los aeropuertos, las escaleras mecánicas, los hoteles, las galerías comerciales, las obras públicas, los vestíbulos de los cines, los puentes, los ascensores adornados. Me gusta ir Cannes por lo mismo. Me gusta ir tres días a lo sumo, sin organizar nada, un catre digno y poco más, ver tres o cuatro pelis en sala, si pueden ser gratis mejor, pasear por La Croisette, si es con un pastel de queso en la mano estoy cerca de la excelencia, y ver una peli a la hora entre perro y lobo que, con luna o sin ella, proyectan en la playa (este año La nuit de Varennes, de Ettore Scola, con un Marcello Mastroianni en estado de gracia). Luego volver a casa. Novecientos kilómetros, nueve horas de viaje, ida y vuelta. Más allá, creo que sucumbiría. No hace falta que le diga que soy un espécimen de los nolugares. En el ambiente de los Oscars me moriría. En Gijón no he estado pero creo que me encontraría muy cómodo. Por eso me atrae Cannes. Es una experiencia de riesgo, quiero decir de ese tipo riesgo al que yo me puedo atrever a enfrentarme. Ya me entiende.

En Cannes, las estrellas cinematográficas existen pero no se ven. Se mueven como los fantasmas y los gangsters, en limusinas y acojocoches de cristales ahumados. Si se ven, y a mansalva, a quienes únicamente las pueden hacer visibles a los mortales: las cámaras y sus propietarios, que esperan sin desfallecer veinticuatro horas sobre veinticuatro. Esperan delante de la alfombra roja, del hotel Carlton, o de cualquier sarao organizado allí mismo. Las cámaras babean de satisfacción la llegada de la gran instantánea, bajo el sol, el viento, la lluvia, la subida de la marea que este año se llevó por delante parte de los tenderetes que se encontró a su paso, y bajo la oscuridad de la noche, con luna y sin luna, que de todo hay en Cannes en mayo. Esperan y se aburren con parecida intensidad, porque las estrellas no acaban de salir nunca. Quede claro la apreciación, las estrellas cinematográficas no llegan, salen de los lugares que ocupan, y asoman su palmito a los nolugares, como lo caracoles sacan los cuernos al sol.

Ese empate del que le hablaba antes entre lugares y no lugares, hace que Cannes no tenga el record de ser la mayor concentración de vanidades del mundo por metro cuadrado. Pero, a cambio, el roce entre los rostros conocidos pero invisibles y los anónimos pero visibles produce unas chispas especiales que contaminan el ambiente sin remedio. Y también determinan la jerarquización de los nolugares. La fuerza imantadora, la capacidad seductora y ausente de los dioses cinematográficos pone orden en el aparente caos de los espacios anónimos. En primer lugar, y con diferencia, los tacones de vértigo sobre los que se desplazan, apunto de despeñarse, veinticuatro horas sobre veinticuatro (como verá, Cannes en mayo es sinónimo de full time), las aspirantes de síncope a salir del puto anonimato del nolugar. No paran, siempre van corriendo y dan la impresión que sin rumbo fijo. Para mí, lo más interesante de Cannes. Ya puede advertir que pelis he visto muchas y el cuché me tiene al día de cómo va la vida al margen de la crisis de los dioses cinematográficos. Pero los tacones de vértigo no serían nada sin las cámaras aburridas que esperan y esperan a las grandes estrellas. Lo tacones desean fervientemente que se fijen en ellos, que alguien los quiera, las cámaras están hasta la entrepierna de esperar y aceptan el reto. Quien sabe, pueden captar hoy el rostro y el cuerpo del mañana. Marilyn Monroe empezó así. Ver ese maridaje de conveniencia en directo es una de las escenas más hermosas y conmovedoras de Cannes. No solo es vanidad, mucha vanidad, que sí, es también todo lo que los grandes dioses cinematográficos ya han perdido: sencillez elemental en las poses, frescura en el trazo de las sonrisas que a todo ello acompaña, movimientos peristálticos llenos de nerviosismo como las gallinas, hambruna de brillar en lo más alto. Es la fragilidad e intensidad de quien se sabe efímero ante la amenaza de la frustración de que nadie llame, y que no deja de reflejarse en unos rostros a veces cansados de sostenerse a esas alturas estratosféricas. Entonces se bajan del andamio y se las puede ver andando descalzas y cabizbajas, con los tacones de vértigo entre los dedos echados sobre la espalda. Es la vida misma. Es el cine.

A otro nivel inferior ya se encuentran los periodistas, los gorilas que cierran el paso a los anónimos a los lugares VIPS de verdad, los críticos de cine y sus sentencias a punto de email, los vendedores de lo que haga falta, los azafatos y azafatas, también a buen ritmo, no corriendo como los tacones de vértigo, pero sin parar, veinticuatro horas sobre veinticuatro.

En el nivel siguiente toda la fauna que compone la selva del nolugar que existe en Cannes en estos días. Cada uno con su ritmillo, siempre masticando y con algo entre las manos, sin dejar de mirar y de ser mirados, ni un instante, porque Cannes es eso, descubrir que hay muchos otros que son como tú pero no son tú. Gentes que, al contrario de los habitantes de los otros niveles superiores, aparentamos que sabemos a dónde vamos y de dónde venimos. Gentes a las que los nolugares nos proporcionan una extraña sensación de paz entre tanto ajetreo y ostinada búsqueda de fama en la tierra y destino en el cielo.

Únicamente quedan al margen de este jolgorio, aunque con el mismo horario, los barrenderos y los polis, que limpian y vigilan, digamos, como lo hacen en Cannes los servidores públicos de lugares y nolugares, una clase especial de funcionarios que solo existen aquí y durante estos días.

Vi tres pelis. Una israeliana, una alemana y una mexicana. Y la que va a inaugurar el festival: Robin des Bois, de Ridley Scott. Si pienso algo, y me lanzo, ya le tendré al corriente. Mi mujer me dijo que había visto a Russel Crowe dentro de un bar bebiéndose una cañita. No seré yo quien le lleve la contraria. Monsieur Des Bois es un personaje capaz de todo lo que se proponga, hasta hacerse visible en medio del gentío boscoso que formamos los nolugareños de Cannes.

sábado, 15 de mayo de 2010

GIGANTE, de Adrián Biniez


LO QUE IMPORTA ES EL ALMA

La cuestión no es hacer buen o mal cine, la cuestión es hacerlo con alma. Para lo primero se necesita a un juez, o a dos, o a tres, que determinen que es lo bueno y que es lo malo, lo cual implica, necesariamente, una sentencia, o dos, o tres. Para lo segundo se necesita solo un espectador, lo cual implica, necesariamente su alma.

Yo creo que cualquier actividad creativa se ha de enfrentar, si no lo esta haciendo ya, a este dilema. O pongo el alma en lo que hago, o me saldrá una carcasa vacía. Con toda la pirotecnia digital que quiera, pero sin alma. Lo dije el otro día, hay que tener mucho cuidado con los nihilistas sin compasión. Los que no ponen bombas se refugian detrás de los cascarones vacíos que inundan y amamantan nuestra vida cotidiana. Dicho en campanudo, alerta contra todos esos signos huecos que inundan nuestra vida estética.

Desde las épocas gloriosas del ser humano primitivo, en toda cueva y en toda alma coexisten dos conceptos, si quiere de forma nebulosa y no del todo consciente, que son la composició de las formas que cogen los objetos y su color. Es más, seguimos ahí dentro, lo que pasa es que ahora la cueva tiene la forma de las diferentes pantallas que manejamos. Y creyendo que así lo controlamos todo, le damos a la mojarra sin parar. Y dándole a la mojarra sin parar, nos ólvidamos del alma y le vamos dando forma a la carcasa vacía. La vida democrática tiene innumerables ventajas, pero es un peligro para la concepción tradicional del Arte: cualquiera cosa puede ser arte, cualquier persona puede hacer cualquiera cosa. Fin de una época. Vuelta a comenzar. Metidos en cualquiera de nuestras cuevas, dígale pantallas si todavía se escandaliza, somos los primitivos de una nueva era que comienza (Azua, dixit).

Se apagó la luz de la sala (¿no es eso la mejor representación de lo que es una cueva moderna?) y apareció un armario de tres cuerpos que se llamaba Jara, Jarita para los colegas. Hora y media después, aquel tipo que caminaba como un oso, había dejado de ser lo que había visto, convirtiéndose en lo que sentía, una metáfora, un signo de todos los guardias nocturnos (y de mucha más gente) que en el mundo sobreviven así, que para mí se llamarán Jara o Jarita. Nada de eso habría sido posible si desde las primeras secuencias no hubira conseguido arañarme, sin yo proponérmelo, algún rincón de mi alma. Esta bien, dígale conciencia si se encuentra flojeras.

No le de más vueltas, ni lo demore más. La experiencia artística de la nueva época, como la de la primera hace miles de años en la cuevas de los antiguos cazadores, ha de comenzar así. Pintando lobos, ciervos, osos, armarios de tres cuerpos, Jaras o Jaritas. O lo que es lo mismo, fijando una elemental y necesaria experiencia de amor, sin previo aviso. Lo demás es carcasa y chatarrería al servico de un puñado de bancos y multinacionales. Esos que dominan el mercado del arte, esos que nos han dejado a los pies de los caballos, que ya nadie pinta.

miércoles, 12 de mayo de 2010

LAS CENIZAS Y LOS MERCADOS


Ahora que las cenizas del volcán islandés nos nublan el cielo y los mercados nos oscurecen las retinas en la tierra, ahora que allí arriba y aquí abajo todo apunta a la incertidumbre y la sombra, sea quizá el momento de dejar de jaztarnos que controlamos nuestras vidas. No hay nada peor que un nihilista sin compasión disfrazado de optimista convulso riendose todo el día. No es un juego de palabras, es lo que hay cuando todo es ruido y furia, porque en verdad no hay nada. Una montaña en un lugar tan lejano que cuesta imaginárselo y media docena de bancos y multinacionales han conseguido ponernos en nuestro sitio. No se me ponga a estas alturas estupendo, ni desempolve la pancarta y se lance a la calle a llenarla con mas ruido y furia, si cabe. Ese tiempo ya ha pasado. Lo que hay que hacer es pararse y no seguir corriendo. Hay que saber retirarse, para que la derrota no sea un desastre, para que pierda su significado. Ganar y perder es cosa de pobres de espíritu.

Si se fija con atención, desde lo griegos, siempre ha sido así. Lo que pasa es que nunca como ahora hemos perdido toda capacidad de perplejidad, y de tener delante la gama de actuaciones que de ella se deriva, apelando a la imaginación, al conocimineto de las semejanzas, de las asociaciones, de lo metáforico, de lo difícil, es decir, de lo que es hasta ese momento oscuro para nosotros, que es casi todo y durante toda la vida. Nunca antes como ahora nos hemos dado a buscar explicaciones adecuadas y plenamente satisfactorias a nuestra experiencia, apelando a la confirmación de los datos de las encuestas y de las estadísticas, que siempre nos devuelve la cara de lo obvio y lo evidente. Nunca antes como ahora hubo tantas estrellas y todas intentado brillar con la máxima intensidad sobre la superficie del planeta. Y todas tan fugaces.

Nos atrae más el ámbito de la información que el de la sugerencia. Seguimos creyendo en la existencia imposible de lo objetivo y despreciamos lo único real y más valioso que tenemos como sujetos. Llegado el extremo, somos capaces de dar la vida por un predicador en lo alto de una tarima, pero no apostamos ni un centavo por lo que nos ha hecho sentir una película, una novela, un cuadro, una sinfonía, o la emoción de alguien que ha visto, leido y oido a nuestro lado. Creemos en la luz vicaria que las palabras de cualquier charlatán nos proporciona, pero no prestamos la más mínima atención a nuestros sentimientos surgidos entre las sombras de nuestra conciencia. Mendigamos tanto, y con tanto ahinco, un poco de sentido en nuestras vidas, que nos vendemos al demonio con tal de que no se nos note, y así nos reinvente una y otra vez. Como todo lo así construido puede tener una fuerza positiva o aniquiladora, pero ya nunca puede desinventarse, y al final explota. Esa pérdida de la capacidad de la perplejidad ante el mundo, de la sencillez primordial, nos aqueja de incertidumbre en el mando de nuestros actos. Tal vez sea ésta, pues, la mas cabal y acertada descripción ante la crisis que padecemos.

Pero las cenizas persisten sin saber muy bien hasta cuando y los mercados han cogido por los arbaitas al máximo baranda, hasta casi cortarle la respiración. Se acabó la luz cegadora del recreo.

lunes, 10 de mayo de 2010

CINCO MINUTOS DE GLORIA, de Oliver Hirschbiegel


SOBRE LO DE MIRAR Y ADÓNDE

Salí de ver la peli tan desconcertado como en tantas otras ocasiones. ¿Qué hacer entonces? Antes, ante un situación así actuaba de dos maneras. Una, el director de la película se ha equivocado, lo que tenía que haber hecho era bla, bla, bla. Dos, no entiendo lo que ha hecho, pero este director es un genio, lo dicen los críticos y sobre todo, lo dice la historia, ergo, esta película ha de ser una obra maestra. Es, de hecho, una obra maestra. Punto pelota.

Un día me levanté, respiré diez veces seguidas y dije se acabó. Como Scarlett O'Hara, juré ante los dioses del Olimpo Cinematográfico que nunca más volvería a pasar hambre ni calamidades en una sala de cine. Solo sería fiel a lo que sintiera con lo que viera en la pantalla o lo que leyera sobre el papel. Por misérrimo que sea, es lo único que tengo, es, por tanto, el punto de partida mas honesto del que dispongo para poder decir o hacer algo con lo que lea o mire. Fiel a lo que sienta no quiere decir definitivo o incondicionado, quiere decir que ese día a esa hora es lo que me ha sucedido al ver tal peli o leer tal libro. Mañana vuelvo a empezar. No muy diferente es la vida misma, superados los mitos del pasado y el futuro, en que nos sumergieron sanginariamente todas las filosofías e ideologías concluyentes y finalistas, con lideres al frente. No es que menosprecie el saco de conocimientos que he ido acumulando a lo largo de mi vida, pero no quiero que me acaben produciendo cataratas en los ojos, evidente peligro siempre.

Yo creo que leer y mirar, mirar y leer, se ha de parecer mucho a lo que hace un bebé cada día delante de las palabras que escucha en su entorno familiar. Escucha y escucha y no sabe de lo que le hablan, pero es lo único que tiene para salir con vida del lío en que le han metido sus padres al echarle al mundo. Hay que entender la mirada y la lectura como una mirada y una lectura que de pronto se enfrenta a imágenes y palabras que no podemos entender. Pero tenemos que salir adelante, ya que sino perecemos como lectores y espectadores. Bien es verdad que siempre nos quedará el pesebre donde nos echan de comer palabras e imágenes a mansalva a lo largo de nuestra vida, pero esa es otra historia.

No he leido otra metáfora mas luminosa, por paradójica, que ésta para explicármelo y explicárselo. No he encontrado otra manera de garantizar mi honestidad espiritual e intelectual, es decir, la forma de que operen siempre juntas, evitando que cada una vaya por su lado.

No sé por qué pero el rostro de Liam Neeson abrió hueco en algún lugar de mi alma. Y la desazón incontrolable del hermano de su víctima propiciatoria me dejó descolocado. Veinte años después de su trágico primer encuentro no me podía imaginar a uno tan laxo y a otro tan histérico. Rasgado por dentro y descolocaco hacia afuera, no era la mejor manera de querer y poder hacer algo con la peli. Al menos, ahora si sé que ello fue mi flotador frente al desconcierto en el que estuve sumido unos cuantos días. Tampoco se por qué, pero fue lo único que tuve para tratar con esa peli. Como el niño con esas palabras familiares, no tenía otra cosa, pero era verdadera. Entonces puse toda mi atención, toda mi concentración a su servicio.

Volví a la convención aristótelica, al trayecto y la dirección donde apunta su forma de imaginar. Al final estaba el director Oliver Hirschbiegel que me esperaba: ¿sólo te mueves en esta dirección, solo si hay una resolución al final a lo que imaginas así?. A partir de los mismos datos de la peli, ¿imaginar en otra direción es posible?. ¿Y si estos datos son el único punto de luz del relato que vuelve mas oscura y espesa, si cabe, la negra conciencia de los protagonistas? ¿Y si sólo tienen eso? ¿Y si después de todo la vida de esta gente es únicamente eso, el punto de luz del fogonazo del disparo, un trozo de un pedazo, en medio de la nada? ¿Por qué te parece insuficiente esta imagen de lo que significa el terrorismo? De otra manera, espectador: no es que me haya equivocado, no por meter mas luz se puede entender mejor a estos personajes, ni si es posible ver como se arrepientan y se reconcilien. Con la luz del razonamineto empírico ya se, ya sabes a donde podemos llegar. Tu y yo sabemos de sus exigencias, y de sus servidumbres, y de sus límites. Lo mismo que dios ha desaprecido, pero queda la distancia, los fines concluyentes de la razón empírica pueden desaparecer, pero sigue quedando la distancia. Espectador te hago una propuesta: como Monet en sus cuadros, dejo la peli a medias y destartalada, pero te dejo la distancia del aparente despróposito. Fíjate en los rostros de los protagonistas. Sobre todo en el del terrorista. He elegido a este gigantón adrede, lo he dibujado a conciencia. Fíjate en la cantidad de primeros planos que le dedico. No te oculto de donde viene, ahí tienes todo el prológo. Ni te niego la frase de adulto, justo cuando va al encuentro del hermano de la víctima para arrepentirse y reconciliarse: hace veinte años lo tenía que haber matado. Fíjate cómo se encuentran y se pelean en el lugar del crimen de antaño, torpemente, sin haberse reconocido todavía. Fíjate cómo se separan para siempre, sin haberse matado. Si te fijas con intensidad y durante tiempo puede aparecer lo inimaginable, que es de lo que está hecho la imaginación, ese lugar a donde no llega nunca la racionalidad empírica. Alerta, no estoy hablando de fantasías desbocadas, o lo primero que se me ocurra, o que se nos ocurran. Hablo de la racionalidad poética primordial, que es anterior a la racionalidad empírica.

Más todavía. Espectador, ¿como imaginamos sin los mimbres de esa racionalidad empírica tan socorrida, y sin la ayuda de los conocimientos adquiridos? Supongamos que se arrepienten y que se reconcilian, eso tranquilizaría a la audiencia, al director del programa televisivo, tranquilizaría a dios o a su sustituta, la razón empírica, pero no nos enfrentaría con la distancia de su ausencia. ¿No eso de lo que está hecho el agujero negro del terrorismo? La ausencia de dios y de razón. ¿Qué es eso de arrepentirse y de reconciliarse? ¿Se puede atrapar con un par de palabras y con un golpe de ojo su run run, su música? Después de Auschwitch, ¿cómo nos encaramos al dolor extremo y al mal absoluto, las dos caras de la misma moneda de canto ancho, representada por los dos protagonistas? Yo creo que el arrepentimento y la reconciliación les interesa a la moral, es decir, a los epígonos de la convivencia humana, a que a pesar de todo hay que seguir adelante con una cierta dignidad maltrecha. No le interesa al dolor y al mal, ni a su representación. Ni al señor Hirschbiegel, que después de haber tratado con Hitler en su anterior peli, sabe que en el cine y la literatura lo único que queda es lo de mirar y leer, y adónde.

No sé si Cinco minutos de gloria es una obra maestra o no. Ya no convivo con ese tipo de preguntas. Lo que si creo es que es una experiencia artística. Le dejo a usted el adjetivo para cuendo la vea y la comparta. Si quiere.

miércoles, 5 de mayo de 2010

TODOS LOS HOMBRES DEL PRESIDENTE, de Alan J. Pakula. NIXON-FROST, de Peter Morgan, dirección Âlex Rigola del Teatre Lliure



DUELO A MUERTE EN EL POTOMAC.

A orillas del rio Potomac, testigo de tantos enfrentamientos, en Washington DC, entre junio de 1972 y mayo de 1977, se batieron en duelo y hasta la última sangre todos los hombres del presidente de los Estados Unidos de América. Cuando digo todos quiero decir todos, los que lo auparon a la gloria y los que lo bajaron al infierno. Fue, sin duda, el duelo en tiempos de paz mas importante del siglo XX, el mas violento entre el poder político mas poderoso del planeta y uno de los poderes mediáticos mas influyentes, también el que dejó escrito con su reguero de víctimas como se iban a desarrollar los duelos políticos periodísticos (los genuinos duelos de la modernidad urbana) de los siguientes años y décadas. Y como las pistolas de aquel duelo de titanes en el OK Corral, cien años antes en las sucias calles agrícolas de Tombstone (Arizona), las maquinas de escribir y las cámaras de televisión de los años setenta del siglo XX dispararon sus balas, haciendo morder el alquitrán de la capital federal a muchos de los contrincantes.

De una parte la Casa Blanca, cuyo inquilino era Richard Milhouse Nixon, presidente de los Estados Unidos de América, y todo su equipo de colaboradores. De otra, en el primer asalto del duelo, The Washington Post, cuya propietaria era Kathariene Graham, estaba dirigido por Benjamin Bradley y el gerente Howard Simons, bajo cuya tutela trabajan los reporteros locales, Carl Bernstein y Bod Woodward y todos los hombres del periodíco, más la traición decisiva del confidente Garganta Profunda. Fue un duelo a cara de perro entre instituciones, fue un duelo antiguo. En el segundo asalto del duelo, David Frost, reportero estrella de audencias de aglomeración masivas y sus padrinos, contra Richard Nixon, ciudadano estadounidense. Fue un duelo entre dos ultranarcisistas a cara amable, con mucha ínfula y algo de magia, fue un duelo ante las cámaras de TV. Fue el primer duelo moderno.

Al contrario que en Tombstone, lo político y lo periodístico no se acabaron de matar al primer encuentro y se fueron buscando, a medida que evolucionaban e iban perdiendo gravedad, trabados en un insensata guerra privada durante cinco años. La lucha con el otro, para acabar con el otro, fue así, sin paradojas, el verdadero fin de su existencia durante esos cinco años. La cara sin rasgos de las intituciones fue dejando paso a los rostros individuales. Lo colectivo durante ese tiempo se diluyó y aparecieron los atributos propios de lo individual.

Antes de que todo ocurriera era dificil imaginar como héroes legendarios a unos tipos que estaban embotados en sus cuitas cotidianas. En la Casa Blanca, Nixon trataba de emular la seducción de Kennedy, que tanto le había jodido en su carrera política, y se había ido a saludar al mismísimo Mao a la China. Aunque Vietnam se le iba de las manos, no era propio del comandante en jefe del ejercito mas depredador del mundo manifestar algo parecido a un sentimiento de perplejidad. Solo sabemos por Oliver Stone que no fue así, que en realidad era un paranoico con episodios continuos de delirio y locura, antes que por todo lo que estaba pasando, por como infringía y laceraba su frágil estado de ánimo. En The Washintong Post, Bernstein y Woodward querian ser alguien en el periodismo, pero eso mismo lo querían ser miles de periodistas a su alrededor. Y muy lejos de allí un desconocido Frost velaba sus armas televisivas con la audiencia australiana, pero sabía que el bacalao de la gran televisión se cortaba en Estados Unidos, y eso le quedaba muy lejos. Esperaba.

Sobre todo porqué el duelo se presentaba muy desigual, no cabía la posibilidad de que se produjese el enfrentamiento. Pero yo creo que se produjo, por un lado, porque Nixon y sus cuates no podían imaginarse, allá en lo mas alto del poder mas poderoso, que alguien del puto suelo les pudiera retar. Por otro, porque Bernstein y Woodward se dieron cuenta de que tal despreocupación en alguien con tanto poder era letal, viendo en ello su mejor baza. Si nadie piensa que la guerra pueda tener lugar, todo el mundo actua y vive en paz, entonces es cuando la guerra estalla con toda su virulencia. Si piensas que alguien te puede hacer sombra, nada más que sombra, de aquí a diez años, lo mejor es que lo fusiles mañana al amanecer (Josif Stalin, dixit).

Por el contrario lo de Nixon y Frost fue un duelo preparado en toda regla, con una bolsa muy jugosa incluida, diseño de diferentes escenarios en diferentes soportes, distintos puntos de vista, árbitros, luz y taquígrafos, quiero decir, la televisión y cuatrocientos pares de ojos pendientes, unos pocos menos en las butacas. Todos los matices que pueden dar de si los cinco sentidos sobre un escenario realista y conceptual al mismo tiempo. Por una vez el periodismo abandonó su linealidad en la búsqueda de la verdad y se arriesgó por los caminos tortusos y ambiguos, que es lo propio para encontrar a tan escurridiza señora. Sobre el escenario Frost perdió las maneras del sabueso perdiguero, y, sin embargo, las representó como nunca vestido de gentelman británico. De todo ello salió vencedora la palabra, que volvió a ser la auténtica protagonista de la velada. No cabía el empate, solo podía haber un vencido. Al contrario que en el primer duelo la preocupación por ambas partes era extrema. El periodista a punto de conquistar la gloria contra el angel caido, que no quería acabar definitivamente en el infierno.

En el primer duelo casi nadie se dio por aludido, disuelto en la abstracción propia de las instituciones en liza, hasta que en agosto del 1974 Nixon presentó su dimisión. En el segundo duelo, sin embargo, lo que se dirimía, en el fondo, era una cuestión de honor personal. Ahora eran dos caballeros. Uno, un periodista con ganas de comerse el planeta crudo, el oltro, el ciudadano-expresidente, libre de toda culpa por mor de su sucesor Ford que lo había indultado años atrás. Habian decidido cruzar el acero a orillas del Potomac para acabar de saldar las cuentas pendientes desde hacia tres años. Para mi, esta segunda cita fue el verdadero OK Corral del Watergate. Cara a cara y estilo florentino en las formas, pero a toda la sangre y a una única muerte en el fondo.

The Wasihintong Post, Bernstein y Woodward mediante, había expulsado a Nixon de la Casa Blanca, alanceándolo sin piedad, pero se les había fugado con vida por la puerta trasera, en un helicóptero, y con las cintas grabadas donde constaba la prueba inequívoca del imperdonable delito. Frost lo tenía delante, de igual a igual, para darle la estocada final. Como en 1960 delante de Kennedy, a Nixon le preocupaba el sudor de su sotabarba y su frente, la inclemencia que con él habían tenido siempre las cámaras de televisión en los momentos cruciales. Le preocupaba el sudor delante de las cámaras, como si se estuviese jugando de nuevo la Casa Blanca, pero no le preocupaba en absoluto la soberbia incurable de su carácter, que fue lo que le hizo perder el lance.

Frost lo dejó para el final. De los nervios, porque se le escapaba de nuevo, a punto de concluir el duelo, le preguntó si sabía que lo de las cintas era un delito imperdonable: no, si lo hace y lo aprueba el presidente de los Estados Unidos de América, contestó el expresidente. En ese momento el ciudadano Richard Nixon dejó de sudar para siempre. Frost no hizo otra cosa que mirar a los espectadores. Ni sonrió siquiera.

lunes, 3 de mayo de 2010

ES LA FORMA DE SENTIR EL LENGUAJE


Me pasa cada vez que lo planteo en el seno de alguna reunión de amigos en las que participo. Cuando digo que la literatura (o el cine) es una experiencia con el lenguaje, no con el argumento, se produce una rebelión a bordo. Pero cuando digo que no solo es la experiencia con el lenguaje entendido como la supremacía técnica expresado por él, sino con la forma de sentirlo, las caras de perdonavidas toman sin disimulo el protagonismo. La saliva, entonces, comienza a aflorar en los labios, iniciando su precipitación hacia la mesa. Manos a las cartucheras.

Esa despreocupación, que no tiene nada de feliz, de la situación del lector (o del espectador, tanto da) ante la creación artística y, por ende, en el mundo, es la que lo coloca como un individuo que se cree al margen de los avatares de la experiencia propia y ajena. Dígale, si quiere, que se cree como dios.

Porque lo peor de insistir en leer o mirar nada más sobre el argumento o sobre los refinamientos técnicos de la obra en cuestión, no es que lo delate como un okupa en el primer caso o un avasallador sin escrúpulos en el segundo, sino que también los descubre, y esto es lo peor, como un lector o como un espectador falto en absoluto de compasión. Esa egomanía tan de moda, que Warhol cifró en cinco minutos lo que fuera prudente que durase, pero que al final se ha convertido en una forma permanente de estar en el mundo.

Un lector o un espectador así son los vigilantes, como antaño fueron los temibles inquisidores, de los dos dogmas que embotan y paralizan en la actualidad el flujo creativo de la humanidad. Me refiero al dogma de la Cultura Popular y el de la Alta Cultura, con sus vaticanos, papas, biblias, santones y profetas, con sus cismas y excomuniones. También la representación mas escandalosa de las sempiternas trincheras, donde se aloja y desde donde dispara el espíritu humano. Hecho pedazos en su solipsismo y aislamiento, en medio del griterío de todos los congeneres.

Al final de la reunión, a veces, recuerdo que la cultura es la forma de producir cosas, también el producto de la comunicación humana. Vanamente, los tiros se han hecho ya dueños del escenario.