viernes, 23 de abril de 2010

LECTORES O EXPERTOS. ESPECTADORES O EJECUTORES

Vuelvo sobre esos dos menhires de hace unos días. Es porque somos modernos y, henchidos de magnificencia, porque queremos aspirar a hacerlo todo, a conseguirlo todo. Una depresión es la única manera actual de acceder a una situación mística. Aunque estemos fuera de ese cotarro competitivo, no podemos evitar respirar sus humos. Somos depresivos pasivos de la megalomanía que nos rodea y estercola. Cuando no estamos deprimidos somos, como dice López, meros ejecutores (te organizo, pongamos, una exposición para que vayas a verla, la dos caras necesarias de la ejecución) o expertos destacados (yo que sé, te la explico para que, tu que no sabes, la entiendas, las dos caras necesarias de la especialización). De otra manera, como no lo entendemos, repartimos los papeles: yo te lo mido y tú lo cotejas con la plantilla que te he dado, y así parece que todo va funciona como un reloj, que es como le gusta a los expertos y ejecutores que funcione el mundo. Solo notamos y sufrimos la verdadera y perversa dimensión de los expertos-medidores-ejecutores cuando estamos deprimidos. La mística tiene connotaciones medievales, malas connotaciones medievales, pero forma la parte esencial de nuestra naturaleza. Nuestra forma de vivir como especie solo se explica porque nunca sabremos porque lo hacemos así. La literatura, el cine, la pintura, la música, etc solo me interesan, en primera instancia y en última, en tanto en cuanto me coloquen delante de ese espacio inconmensurable e inabarcable. Su relación con ellas (no digo comunión porque soy laico) crean espacios misteriosos (de ahí mística) y por tanto sagrados. Espacios donde todo ser humano (incluso los analbafetos) puede vivir y entender sus emociones, sus sentimientos en sus complejas e inaprensibles formas de amor, violencia y llanto. No somos superiores a los indios arapahoes o a los del paleolítico superior, lo que pasa es que no podemos medir lo que nos asemeja, solo lo que nos diferencia que es un proeblema técnico, que es lo único que se puede medir. Necesitamos esos espacios sagrados, llámelos club de lectores o de espectadores o de oidores, si quiere. Lo que pasa es no los hemos construido. Un dia dia llegaron los ejecutores y los especialistas y nos los robaron. La nostalgia de su ausencia nos deprime hasta el ahogo, pero para eso estan los especialistas y los ejecutores, para devolvernos a la orilla, hasta que volvamos a sentir la asfixia. El lenguaje que el autor ha empleado para colocarme ahí es una preocupación secundaria, que en ningún caso debe perturbar la condición sagrada del texto, ni ocultarlo con su apabullante sintaxis, ni afectar a la relación de lectores o espectadores, ni malbaratar la geometria de donde coincidan para comentarlo. La función del moderador es cuidar de ese lugar sagrado, evitar que allí entren las conductas de los expertos y los ejecutores. Aunque el mejor moderador es el que no existe.

Cuando entro en una modesta iglesia románica o en una majestuosa gótica lo primero en que mi fijo es como puedo sentir la distancia de la gente que allí ha rezado durante siglos. No me fijo en las líneas de fuerza que aguantan las pilastras de aquellos muros. Trato de imaginarme la distancia espiritual que mediaba, dentro de aquellos muros, entre aquella gente y su dios. Ese dios para mí ha desaparecido, no así la distancia que ahora no concluye en una figura definida y salvadora. Por tanto, abismo y soledad cósmica se me aparecen perturbadoramente enfrente. Dios ha muerto, bien, pero el hueco que ha dejado persiste, sin nadie que lo ocupe hasta ahora, por mucho que la ciencia y la técnica lo han intentado desde hace trescientos años con un inasequible al desaliento. Que sean los expertos y los ejecutores quienes manejan el asunto más que tranquilizarme, me desasosiega. Solo me queda el consuelo de las prácticas artísticas que lo sugieren entre la incertidumbre y las sombras que nos rodean. La literatura, el cine, la pintura, etc, son experiencias con el lenguaje, lo cual no implica saber sobre las tripas de ese lenguaje. Eso es propio de los filólogos, gramáticos, sintácticos, semióticos, académicos, en fin, de los expertos, ejecutores e intérpretes. De ese tan temor tan suyo, siempre presente en la transtienda de sus palabras: ¡qué nadie sepa que no sé!

Con lo que contrasto lo que leo, lo que miro, lo que oigo, etc, es con mi experiencia vital, una de cuyas partes puede ser la de experto especializado o ejecutor hiperactivo, pero la más gorda es la de ser ignorante. Querer imponer lo pequeño y conocido (lo que se sabe) a lo gordo y que se ignora (lo que quiero saber), querer ahogar lo gordo con lo pequeño es un fraude intelectual y emocional, además de un gesto de arrogancia desesperada y estéril. La depresión sigue acechando. Sentir el latido misterioso de la vida, mediante la relación, dígale comunión si quiere, con la obra artística, es lo propio de todo lector, espectador y oidor. No es interpretarla. Sentir la vida apunta en sentido contrario a interpretar la vida. Sentir la vida es lo propio del individuo, cuando se atreve a salir de la tribu y caminar solo. Interpretar la vida es lo propio del jefe-dominador, cuando se aúpa por encima de la tribu para mangonearla. Sentir la vida sugiere lecturas y miradas distantes y distanciadoras, nada familiar a la idea de representación. Nietzsche oponía a la interpretación el poder leer y mirar lo hechos sin falsearlos con interpretaciones, sin perder, por afán de comprender, la precaución, la paciencia, la sutileza. Por eso sospecho siempre de la palabrería de los expertos y ejecutores. Por eso confío más en los silencios, si se produecen, de los espectadores, lectores y oidores.