lunes, 19 de abril de 2010

LA OTRA ESTADÍSTICA DEL PARO


Le he visto normal, pero le he sentido mal. En él su situación de parado se manifiesta con este doble movimiento del alma. Uno hacia fuera, como los enfermos del corazón, parece que están llenos de salud. Otro hacia dentro, como los enfermos del pancreas, de verdad se están muriendo. No tiene que ver con la apariencia, es un equilibrio en favor a si mismo y una forma de respeto hacia su familia, un ejercicio de responsabilidad que puede tener como respuesta un abrázame, se hará lo que se pueda, pero que cada mañana no le evita tener que caminar solo con ese fardo sobre los hombros.

Nunca había quedado con él en Abril. Siempre le he visto al principio del ciclo de tu tiempo de parado, en Navidad. O en medio de la vorágine laboral, en Setiembre. Paradojicamente, en ese tiempo emocional, con la Navidad le llega la primavera, y con Abril, si no le llaman desde donde espera que le llamen, la tristeza de los días cortos invernales. Ya ve, no hay correlato entre el tiempo atmosférico y el tiempo de su conciencia, para que luego digan los literalistas. Es entonces cuando la espera delante del teléfono, al contrario que su hija adolescente, se le convierte en una tortura y también en el problema narrativo más acuciante de su vida cotidiana. ¿Cuándo, por dios, cuando me van a llamar? ¿Qué hacer, entonces? ¿Cómo hacerlo? ¿Para qué hacerlo? ¿A quien decírselo? No se atreve a descolgar el telefóno y decir una y otra vez cada día, cada tarde, como lo hace tu hija adolescente, a bocajarro, para hablar con su novio, eh, ¿qué hay de lo mío, me seguís queriendo?. Es la gran putada de ejercer de adulto en solitario, sin mafia o sindicato padrone que lo ampare. Así se le va colando el miedo hasta los zancajos. Llámelo cobardía, si quieres. Es el momento en que le agradaría volver a ser un bendito plasta, como cuando entonces, como cuando tenía quinze años.

Dos de esas llamadas, tan deseadas, le pueden poner al borde del abismo, al oir que el curro se lo han dado a otros mas jóvenes con pedigrí familiar y los dientes afilados como las hienas. Los fantasmas entonces aparecen como los cuatro jinetes del apocalipsis, con el runrun de sus patazas cabalgando, trepanándole el oído. Los puntos de fuga comienzan a hacerse evidentes. Es el camino que va desde todo hiere hasta nada duele. Obsesionado con sus culpas, el destino puede ser despiadado con sus exageradas fijaciones.

Según ve pasar el tiempo, nada hay ya en esa fosa séptica en que se ha convertido para él el mercado laboral, excepto lo que le enfrenta a tus propios límites. Entonces, su organismo, el del parado en cuestión, empieza a creer que hay una relación inmediata y perceptible entre su comportamiento y los resultados que se siguen. Se acerca para él el momento de romper con la realidad. El dolor y la angustia empiezan a desaparecer. Se acerca el momento de Nada duele.