martes, 27 de abril de 2010

LA MANCHA HUMANA, de Philp Roth (novela) y de Robert Benton (película)


SOBRE USOS Y ABUSOS DEL LENGUAJE

El alma humana es una zona de penumbra que elude el rigor de las leyes de las zonas iluminadas. El alma humana no es susceptible de ser iluminada, fijada y puesta bajo el manto legislador. Si así fuera ya sabríamos como funciona. Pero ni los regímenes más totalitarios lo consiguen. El alma humana es, por tanto, un misterio que solo puede ser tratado respetándolo. El lenguaje se ha de adaptar a ese misterio al acercarse al alma.

Lo que de Coleman Silk le atrae al ciudadano Nathan Zuckerman es su itinerario vital en el uso de la libertad, el misterio que encierra esa alma poderosa, algo que él no puede hacer (es impotente debido al cáncer de prostáta del que ha sido operado) y porque ha decidido no hacerlo (retirado en la cabaña de los Bershires). Pero, sobre todo, lo que verdaderamente le atrae como escritor es el miedo a que decubran quien es. Como si Coleman Silk le dijese al oido: que nadie sepa que no se, que soy fragil, que tengo miedo.

El catedrático de clásicas Coleman Silk se presenta ante el escritor Nathan Zuckerman con esa retórica de ingenieros (no me refiero a las personas, tengo amigos ingenieros que son unos estupendos lectores y mejores espectadores, me refiero a la opinión tan arraigada en la sociedad sobre las bondades eternas y excluyentes que tienen la ciencia y la técnica a la hora de enfrentarse a todo lo humano y lo divino) que todo lo pretenden saber y controlar con su arte de tuercas y tornillos, iones y protones, lineas, planos y estructuras. Un Catedrático que siempre se cree en poder del código. Que se cree como dios, al que piensa ha sustituido.

¿Qué hace, ante la amistad inesperada de este especímen que se le ha colado de rondón en su cabaña, el escritor Nathan Zuckerman?

En la peli, digamos, le sigue su rollo y se convierte en el narrador lineal de la intriga racial sexual del catedrático, que tiene que ver con su pasado y con su amante actual, la limpiadora Faunia. Abandona la complejidad de lo que pudiera dar de sí su condición de escritor con esos materiales y se entrega al trabajo de investigador por encargo, como si estuviese a sueldo en cualquier agencia de detectives. Como si fuera Marlowe o Spade, se dedica a describir el comportamiento de cada uno de los elementos que forman parte de la trama, con la vana ilusión de que al final todo cuadre en la última escena final. Pero lo que el guión no ha previsto es qué hacer con la figura del exmarine y exmarido de la limpiadora, Lester, un tipo que si no se le dibuja de otra manera, no tiene ninguna intención de colaborar a que el final sea modélico y ordenado en su comprensión. Al final de la peli, al detective Zuckerman le puede el escritor del mismo nombre y se acerca por sorpresa al exmarine Lester, que esta pescando en medio del lago helado. Se acerca para volver al enigma y dejarnos con él a los espectadores en, por otro lado, la mejor secuencia de la peli. Pero ya es demasiado tarde, ya que desde el principio nos había hecho creer que sabía la solución, no que nos dejase a solas con esa bomba de relojería a punto de estallar .

En la novela no pierde ni un minuto es seguir la cantinela ególatra del catedrático de clásicas Coleman Silk. Varado en su creatividad, como un cetaceo en la arena, el tsunami que supone la vanidad sin control de aquel soplagaitas que ha llamado a su puerta lo va a devolver al mar océano, a todo el poder de su imaginación. De repente se da cuenta que tiene delante de si la historia de su vida y se apropia de ella. Con un par, se apropia de ella no para resolver el enigma, sino para representarlo, para contruir un enigma sobre otro enigma. Como debe ser en literatura, en el arte en general. El no se siente dios como Coleman Silk, Zuckerman escribe como si tuviese a dios delante, su misterio y su inabarcabilidad, que, a poco que se fije, no es lo mismo. Se lo dice al lector para que no se venga a engaño. A las pocas páginas, su poderosa voz narradora se hace dueña absoluta del cotarro tan misterioso como seductor. El talento de Nathan Zuckerman sabe que la literatura es una experiencia con el lenguaje, no un compromiso literal, como si fuera un periodista, con la historia que le ha contado Coleman Silk. Zuckerman se debe al lector implícito de su relato, se debe al misterio y trascendencia de la literatura, no a las cuitas biográficas del chalao de su vecino. Si le hubiera hecho caso la novela se parecería a la película, sería una historia más entre otras historias intercambiables. Pero no sería una experiencia con el lenguaje, sería un chanchullo entre vecinos, un intercambio entre vidas reconocibles, es decir homologables, sean parecidas o distintas, a la del lector. Sería un crónica social de finales de los noventa en USA, con el morbo de las felaciones de Mónica Levinsky al presidente Clinton. Sería un uso, yo diría que espurio y abusivo, del lenguaje.

Cada cual puede hacer el uso del lenguaje que le venga en gana, pero no todas las lecturas son igualmente legítimas.