sábado, 10 de abril de 2010

EPITAFIO EN LARGO

Fíjese conmigo en estos dos menhires puestos en el sinuoso lienzo del tiempo narrativo:

“Las catedrales son un lugar sagrado. Un lugar donde se puede llegar de verdad a estar en paz con Dios. Lo que pasa es que cuando llegan los curas Dios desaparece y uno no sabe donde se oculta”. Victor Hugo

“La visión convencional actual considera que el hombre europeo ha avanzado a pasos de gigante desde la época de las catedrales. Ha aterrizado en la Luna. Ha conseguido curar la viruela. Ha logrado controlar la energía del átomo. Pero también podría proponerse la perspectiva contraria, a saber, que en un lapso de nueve siglos lo único que ha conseguido el hombre europeo es una mayor complejidad en la manipulación de los materiales, una más asombrosa exhibición de su capacidad de comprender los principios físicos de la materia. Que nos quedamos deslumbrados ante meros estilos de expresión. Que no vivimos una época mística, sino un tiempo de expertos destacados, de ejecutores. Que la construcción de las catedrales fue el último avance visionario del hombre europeo, antes de recluirse otra vez en los confines de su intelecto”. Barry Lopez, en Sueños Árticos.

Me lo contaron de otra manera, pero, en realidad, sucede tal y como se lo cuento.

Él no había hecho otra cosa en la vida que sobreponerse como buenamente había podido a este desnivel emocional heredado, que hay entre las dos fitas mencionadas. Había sido creyente y ateo militante, es decir, blindado a cualquier viento exterior. Nadie le explicó nunca el porqué de esas dos formas de sectarismo. Pero desde hacía un tiempo era, digamos, agnóstico. Una sábana que le envuelve y da seguridad, pero que sabe, y tolera, está llena de agujeros por donde entra de todo.

El otro día se coló sin previo aviso la muerte y entierro de su madre. Se le coló su origen y una parte fundamental de su pasado. Aunque sabía que estaba al caer, la noticia de la muerte de su madre sabía, también, que iba ser de repente. Fue otra manera de sentir la fragilidad de su vida. Su madre ya no era pero seguía estando, solo le quedaba recordar. La vida, casi sin darnos cuenta, se aguanta por eso.

En el entierro no hubo elementos retóricos que maquillaran y ayudaran a sobrellevar algo que, por otra parte, es lo más natural del mundo: alguien se muere, porque previamente ha vivido, ergo, hay que enterrarlo. Fin del primer capítulo de esa historia. No hubo poses, ni gestos hieráticos o previsibles. Pero la ceremonia de qué hacer con sus cenizas, si levantó una cierta poética, un cierto estilo interior en los miembros de una familia, de suyo, sin formas de conjunto reconocidas según algún canon vigente o ya periclitado. De esta gente no se puede decir que fueran progres, ni tampoco carcas. Por tanto, no podía haber liturgias en consonancia. Su forma de ser sincrética dejó más a las claras, en esos breves instantes, el auténtico momento de la verdad de la muerte y entierro de aquella señora.

La cita familiar para coger las cenizas fue a las cuatro de la tarde en el mismo recinto donde las iban a depositar. Nadie sabía cómo era el procedimiento. Era la primera vez que se moría su madre. Sabían, mediante experiencia ajena, alguna de las posibilidades, pero también sabían que en cada caso es diferente. De repente su sobrino mayor se dio cuenta de que no tenía el justificante que avalase en el trabajo su asistencia al entierro de la abuela. Hacía poco que trabajaba en ese puesto y no quería perderlo, por interés profesional y porque necesitaba el dinero. Su hermana, la madre del chico, le indicó donde estaban las oficinas y a continuación decidió acompañarlo para enterarse, de paso, que había de lo suyo. A pie de mostrador, el funcionario de corbata de la morgue le entregó lo que quedaba de su madre en una urna cilíndrica forrada de verde, al tiempo que selló el justificante de asistencia al chico.
- Aquí tiene las cenizas de su madre
- ¿Y qué hago con ellas, quien las lleva al nicho?
- De eso se encargan ustedes, a pie de nicho les esperan unos trabajadores para echarles una mano en lo que les haga falta.

Su sobrino mayor con el justificante en la mano y su hermana con las cenizas apoyadas sobre el regazo salieron juntos de la oficina. Los demás estaban, más o menos esparramados, en la pequeña explanada adyacente. La escena, desnuda de cualquier adorno, le ofreció el mayor grado de desamparo desde que había llegado la noche anterior. Todas las miradas se dirigieron hacia la puerta de la oficina. Había que enterrar las cenizas de su madre, pero cómo. No había guión previo, o al menos las cosas, no sabía por qué, pensó que deberían ser de otra manera. Su hermana, inmensa en el papel que sabía estaba representando, cruzó la mirada con los demás y luego la fijó en lo que tenía pegado a su vientre.
-Vamos, lo tenemos que hacer nosotros – dijo a continuación.

Y empezó a caminar despacio al lado de su hijo. Cada uno de los demás giró sobre sí mismo he inició el recorrido de doscientos metros hasta el nicho final. Sin voluntad previa, a los pocos pasos su hermana y las cenizas de la madre ocupaban el centro de la comitiva. Nadie había dicho nada que indujera a adoptar ese orden. Así llegaron al pie del nicho. En doscientos metros el desamparo había desaparecido, dejando su hueco a una suerte de comunión espontánea, formada por lo que cada uno iba destilando sin poder evitarlo. Aquellas cenizas habían conseguido reunir a gente que se parecían, aparentemente, como un huevo a una castaña.

Que en situaciones como ésta se reúna gente así es normal, es lo que pide el protocolo. Pero, afortunadamente, el protocolo no tenía suficiente fuerza para detener los sentimientos, que se precipitaron al borde del abismo de las cenizas que iban en la urna de verde. Como apenas sabía leer y escribir, su instinto creativo y creador lo fijó en los dos hijos que trajo al mundo. Lo que había dado de sí ese inconmensurable esfuerzo estaba delante de sus cenizas para decirle gracias y adiós. De repente toda su vida adquirió sentido delante de los que estaban fuera de la urna. Fuera porque la silicona es un material más reciente que la arena, fuera porque era una urna y no un ataúd de madera, fuera porque era un pequeño nicho y no un agujero, en fin, fuera por que todo era muy iconoclasta, mientras el funcionario de la morgue de mono azul sellaba el primer lado del nicho cuadrado, el llanto del nieto pequeño de la fallecida rompió el silencio. Porque habían estado espiritualmente muy cerca en los últimos años, porque los dos pensaban como actuaban, a palo seco, o porqué una por demasiada edad y el otro por demasiada poca, vivían al minuto, ¿alguien lo podría haber hecho mejor? No. Ni se esperaba, ni podría haber sido de otra manera, así que el llanto se convirtió en un aullido necesario, desgarrador y, como no, elemental y primitivamente poético. Y contagió a los demás, que discretamente hicieron lo propio. Menos su marido que incapacitado para el llanto, porque los líquidos se le habían ido secando, miraba fijo a la silicona, que sellaba para siempre su larga convivencia con aquella mujer, transformada, ahora, en restos de humo.