martes, 16 de febrero de 2010

MIL AÑOS DE ORACIÓN, de Wayne Wang


Ahí le dejo lo que escribí en su día a propósito de la peli del chino Wang. Yo creo que su protagonista, el señor Shi, no solo sabe mejor que el señor Rudi a donde viaja, sino qué es lo que le viaja.

ARMONIAS GENEROSAS

La felicidad, según Gary Cooper, es tener trabajo durante el día y sueño durante la noche. Hacen falta trescientos años para decidir si se puede compartir una barca con alguien. La felicidad, según Bertrand Russell, está basada en la falta de envidia. Hacen falta tres mil años para saber si se puede compartir el cojín con una pareja. La libertad, no se si lo dijo Hegel o Groucho Marx, se reduce a poco más que el gracioso permiso para obedecer a la policía. Mil años de oración...

Todavía no se por qué me impactó la primera secuencia de la peli, cuando el padre se encuentra con su hija en el aeropuerto. Pero intuyo que ahí está todo el tomate del asunto. En ese giro de la cabeza del protagonista al atravesar el umbral de la puerta, en lo que deja detrás y en lo que busca con anhelo por delante. Como le decía el otro día, el arte esta ocupando espacios inesperados y fugaces, ya no hace falta ir obligatoriamente a los museos para darse cuenta y poder disfrutarlo. Mientras me voy aclarando he rescatado entre mis apuntes una citas, que las he entremezclado con las que menciona Takeshi en la presentación de la peli, simplemente por que creo que pueden hablar entre ellas, y con usted y conmigo mismo. Al rozarse entre sí, lejos de provocar disonancias, tengo la sensación de que alcanzan una cierta armonía promiscua. Se las dejo para que así sea.

No llega al aeropuerto americano el campesino inculto que viene del fondo de la China profunda, como ya hemos visto en otras pelis. No llega alguien que no sepa de contradicciones. ¿Hay hoy en planeta un lugar con más contradicciones que en la China, de donde viene este padre de apariencia bondadosa? Lo de Wall Strett (no olvide que en la actualidad las salvajadas del capitalismo se ceban con especial ahínco en el país asiático y sus alrededores) y sus juegos del monopoli son divertimentos de gente aburrida, que es lo que más abunda en Occidente. No llega un padre que no entienda por qué su hija se separó de su lado. Su cuerpo enjuto y ligeramente encorvado, su gorra, su maleta al hombro y, sobre todo, su manera de mirar y caminar en esa primera secuencia, delatan que estamos ante un hombre que sabe. Que viene del lugar donde ha aprendido a base de sufrimiento, que es como de verdad se aprende. Hay que hacer un esfuerzo para ponerse en la piel de alguien que estuvo interesado en su juventud por los misterios del espacio exterior y que de adulto ha sobrevivido a la implacable y despiadada lógica interior de la Revolución Cultural Maoísta (lo de menos es cómo), no se ha suicidado todavía y aún le quedan ganas y fuerzas para volver a ver a su hija. Lo que me conmueve es que no se le nota. Y lo que más me conmueve es que quiere cuidar a su hija como si fuera una niña abandonada. Es decir, que viaja a América en busca del tiempo perdido. Aquí o en China, hay que rebobinar, no hay otra manera de sobrevivir. Esa transversalidad del rebobineo no solo me conmueve, sino hace que el señor Shi me sea familiar. Me hace ver con lucidez al reconocerle como el otro con ojos rasgados, el otro distinto. Es el momento en que la película se hace grande. Un hombre que no conozco de nada, que no he visto nunca y que viene del otro lado del mundo, un hombre que además no es real y por tanto no tengo posibilidades de conocerlo jamás, me resulta más cercano que mi vecino.

No es el asombro del pardillo poco experimentado lo que oculta la mirada del señor Shi, mientras espera a que vuelva su hija del trabajo. ¿Cómo poder verlo como un pudoroso remilgado en el momento en que la vecina rubia se le acerca hablando sin parar, cuando viene de un país que se encuentra en plena efervescencia respecto a estos asuntos? Ya digo, no viene a comerse el tiempo presente, viene a buscar el pasado, que no es lo mismo que correr para recuperarlo. Acostumbrados aquí a que los machos provectos no dejen de tener la entrepierna siempre disponible, que mejor imagen que la de la piscina, como contrapunto a las disponibilidades emotivas del señor Shi. Como en las citas del principio forman una armonía promiscua y generosa, a la que pone broche la hermosa imagen final, juntos padre e hija, juntos y sentados mirándose frente al agua. Por esta vez permítame que no diga armonía global. En honor al espíritu del señor Shi, déjeme decir ecuménica.