lunes, 15 de febrero de 2010
KIRSCHBLÜTEN, de Doris Dörrie
¿QUÉE?
Qué terrible es cuando uno dice te quiero y en la otra parte la persona grita: ¿quéee? (J.D. Salinger, in memoriam)
Desde que perdemos la capacidad de amarnos simétricamente, dicen los expertos que allá por los nueve años, todo nuestro itinerario emocional se encuentra amenazado bajo la espada de Damocles de esa terrible y devastadora frase. Nuestro jodido sentido de lo práctico se entromete siempre entre medias de la grieta con ingenierías diversas: sociales, médicas, políticas, civiles, psicológicas, etc, ya sabe, de esas en las que tuerca busca tornillo para que, apretando con fuerza concluyente, cerrar la herida que produce el ¿quée? para siempre. Es un tipo de utilidad que se inspira en la lógica mercantil del tipo: si no me salen las cuentas pongo a funcionar la máquina de hacer dinero, si no me gusta tal o cual persona le corto la cabeza, en fin, que nadie está dispuesto a sentir sino es a cambio de obtener beneficio de algo. El sentimiento se convierte así en una mercancía más, que cotiza en bolsa al lado del Ibex o de cualquier fondo basura. Si mira la tele con frecuencia entenderá de lo que le hablo. Un tipo de utilidad que renuncia a la búsqueda de lo verdadero, lo bueno y lo bello (esa forma de buscar, de mirar, que existía antes de que nos invadiesen las recetas ingenieriles en sus diferentes versiones y derivados) a cambio de poner el kiosko en el mercado de las emociones. No sé cómo se lo montan, los de la tuerca y el tornillo, pero cuando aprietan el cataplasma, el vértigo que viene después del ¿quée? deja de tener la función catártica necesaria, la que como una segunda voz, como un segundo yo que nos habla, parte en pedazos nuestra empobrecida y autocomplaciente individualidad, doblándonos, mutiplicándonos. No se trata, entonces, de tirar de arbitrariedad frente al dolor del abismo donde te coloca la pregunta de arriba: yo hago lo quiero, yo miro como quiero, yo leo lo que quiero, en fin, yo no necesito a nadie para seguir adelante y tal. No se trata de hacer el góndola, ya que por mucho que uno lo disimule la vida nos ha partido irremediablemente el alma. Es más que un efecto arrebatador, la pregunta nos arrebata de nuestra simplicidad y nos coloca delante de nuestra complejidad hasta ahora oculta. Se acabó, entonces, el recreo, la rutina complaciente de nuestras vidas.
La peli de la señora Dörrie tiene mucho de todo este mondongo, pero me parece que no lo envuelve con la tripa y el orden necesario para que produzca el sentido más eficaz y expresivo que aquel se merece. Dicho de otra manera y a las bravas: chirría mucho (no tengo el metro de medir chirridos, y mi ingeniero de cabecera está de vacaciones) ese itinerario que el protagonista hace desde la profundidad del espíritu alemán hasta el fulgor del monte Fuji y los cerezos en flor, allá en el corazón del imperio del sol naciente. No sé como decírselo de otra manera. Percibía mucha ortopedia cuando veía el deambular del dolor y pesar de ese personaje. A eso me refería antes cuando hablaba del uso que se hace de los diferentes tipos de ingenierías.
El hipertecnicismo, o como se llame todo este ruido que nos sitia en formas diversas pero iguales, nos ha hecho perder la capacidad de escuchar la tradición oriental, la otra, que hay bajo la cultura oficial europea. Le recomiendo que lea el tratado espiritual del hombre noble, del maestro Eckhart, una paisano del prota nacido en la región de Turingia (Alemania) allá por el año 1260. Quiero decir que este europeo, tal y como nos lo presenta la señora Dörrie, no necesita irse al Japón para empezar a rendir cuentas de la vida que ha vivido en su tierra. La redención del destierro la puede hacer en el parque de al lado, o en la estación de tren que coge cada día. Pero si insiste, la señora Dörrie debería haber cuidado que el monte Fuji y los cerezos en flor no aparezcan como excelente postales turísticas, que ornamentan con estudiado e impactante diseño los últimos días de la existencia del protagonista. Debería haber pensado a qué lleva a su criatura tan lejos. A este hombre me lo presenta caminando de casa a la oficina, de la oficina a casa. Me lo presenta humilde, taciturno, instalado en una complaciente rutina, y en boca de su mujer, me lo presenta como un hombre que desea que no cambie nada. ¿Qué significa que desea que no cambie nada? ¿Qué significa la rutina? ¿Quién ha dicho que la rutina nos es portadora de cambio? Y de repente se muere su mujer y le cae encima todo ese jaleo. Yo, entonces, estaba instalado en su rutina, a la espera de ver y sentir como daba todos sus frutos. Ya le digo, algo me chirrío en el oído. Me sonó a programa de Inserso y tal.
“Hacen falta trescientos años para decididr si se puede compartir una barca. Hacen falta tresmil años para saber si se puede compartir el cojín con un pareja”
Ahí le dejo el luminoso proverbio chino (éste sí da más luz que la estampa del monte Fuji o los cerezos en flor), con que arrancaba la reseña de la peli, Mil años de oración, de Wayne Wang, proyectada en esta casa hace más de un año, y que hablaba de un caso parecido pero cuyo itinerario era a la inversa. En fin, que hace falta más que la buena voluntad para llevar a los personajes a morir a su cabal destino.