miércoles, 3 de febrero de 2010

FROZEN RIVER, de Courtney Hunt


CONVIENE NO OFRECER RESISTENCIA AL VERTIGO

Ya lo he dicho en alguna que otra ocasión: creo que el cine, cuando merece la pena, cosa que no sucede todos los jueves, es básicamente un trabajo sobre los sentimientos. Poco después de la presentación de las protagonistas supe que en sus rostros, pálido y arrugado el de la mujer blanca, cobrizo y liso el de la india mohawk, estaban la geografía y la geología de la historia que me iban a contar. Cuando digo supe, no me refiero a esa forma de sabiduría ligada a la estadística, los algoritmos y tal, sino que lo que supe fue que aquellos rostros me estaban colocando delante del abismo. Era una forma de saber jodida, como lo oye, que no iba a tener arreglo desde la butaca. Me pusiera como me pusiese, no se iban a mover de ahí en todo el metraje de la peli, también lo sabía. Ese par de rostros se habían colocado allí para quedarse, y a mí me correspondía tratar con ellos. Dos mujeres delante y una detrás de la cámara dando cuenta del fracaso de una civilización. Me vino de repente este pronto apocalíptico. Lo que pasa es que los seismos del alma humana tienen otro ritmo, y las placas tectonicas del craneo, donde se aloja, dejan pasar sus erupciones también a su manera.

La inmensidad de un territorio por conquistar y la eternidad del mismo espacio donde vivir de la misma manera por los siglos de los siglos - dos formas de entender el mundo que se enfrentaron con la violencia de un choque frontal de trenes a toda máquina hace ciento cincuenta años, en las grandes llanuras del medio oeste norteamericano - me dio la inmpresión que daban sus últimas bocanadas en aquella frontera de hielo, oscuridad, odio y resentimiento. Se agradece a la señora Hunt el que se haya aguantado las ganas de colocar entre medias, o en los extremos, alguna secuencia para desengrasar, donde el sol hiciera turismo con su brillantez sobre paisajes y paisanaje. El espectador, siempre propenso a ahogarse en un vaso de agua, habría cogido aire, pero se habría abaratado, y mucho, el logro final de los propósitos narrativos del relato. Dicho de otra manera, no eran imágenes lo que Hunt había filmado (al menos esa forma acabada de construir las imágenes, prestas al impacto y satisfación visual inmediata), lo que yo veia eran mujeres y hombres enlazados en una maraña de luz y sombra, de pasión y duda, sobre la raya de una frontera helada. La teleraña en que, por mor del trabajo de Hunt y sus heroicas mujeres, se iba convirtiendo aquella tierra baldía, lo he ido sabiendo después, era más antigua que cualquier documento conocido. Más antiguo que la fatuidad de los rostros pálidos por querer apropiarse de todo, mas que la crueldad de los indios por creer ser sus únicos y eternos herederos y transmisores. Esa falta de asidero documental es lo que yo llamo el sentimiento, esa zona oscura de la emoción y del alma humana, esa especie de cangilon donde, al ver la peli, se vuelca todo el sentido del mundo. Conviene, entonces, me dije, confiar en todo el vértigo, en todo el desasosiego que se me echó encima. Como el funambulista, conviene hacer del vértigo que produce el abismo la solución, no el problema. Le puedo aegurar que no es fácil entender a los seres humanos cuando hablan como lo haría una araña de las moscas, de esas que mutan y sobreviven al balancearse en telarañas a bajo cero.