miércoles, 24 de febrero de 2010

ES LO QUE NOS QUEDA


De nada sirve salvo de consuelo. En comparación con muchos de los protagonistas de nuestras pelis y lecturas vivimos muy, pero que muy felizmente. Atados a lo cotidiano como estamos, incapaces de arrancarnos de lo coloquial, del entorno aprendido a fuerza de repetir una misma forma de hablar y de usar el lenguaje, sea en pantalla grande o pequeña, sea en libro convencional o electrónico, sea delante de lo que sea, ya pueden caer delante de nosotros todos los chuzos de punta habidos o por haber, nuestra reacción será siempre a cuenta del consuelo comparativo que nos hace comprender que después de todo no estamos tan mal.

La función propagandística de la industria cultural dominante, o como se diga, es y ha sido siempre ésta: no abrirnos al Otro, sino reforzar nuestra identidad dentro de la sociedad del bienestar a la que pertenecemos. Bien mirado sería suicida que esta industria cultural, pieza clave en esta sociedad del bienestar nuestra, tiraran a dar contra su propia cuenta de resultados. Igualmente sería suicida que los espectadores y lectores empujáramos contra esa barrera que no se ha de mover nunca, y que deja claro que lo que digan los productos de aquella y nuestro bienestar van cada una por su lado, que estudian en escuelas diferentes y beben en bares distintos. Los ciudadanos del bienestar necesitamos sentir esa discriminación emocional en nuestras vidas, necesitamos que ese aparheid no acabe nunca. El bienestar social es el principal activo del progreso así entendido, y su cara oculta es una rémora por ser una maldición individual. Se penaliza así al individuo en tanto en cuenta pueda darse cuenta y describir la fuerza que se aloja en el fondo de su corazón, y que lo convierte en lo que es. Se penaliza el que no pueda, o no quiera, mantenerse ajeno a ella.

A la luz de tanto malestar que vemos, oímos y leemos cada día, será difícil aceptar que justo la cultura del bienestar y el principio del placer que la sustenta producen realmente un tipo de barbarie, que, sin embargo, se empaqueta y vende como algo de latitudes africanas o suramericanas, por decir algo. Dígale al buenista que tenga más a mano que reconozca el espantoso precio que pagamos debido a la manera de entender este cotarro. Dígale que la seguridad que nos proporciona la industria cultural dominante con sus finales felices, sus mensajes morales e ideológicos, con sus lágrimas y su violencia gratuita, con sus ocurrencias del todo vale, es una manera de eludir el espantoso desorden que la presencia de la muerte representa. Nuestra muerte, me refiero a nuestra muerte, que es en última instancia su objetivo primordial, para ocultarla, hacerla desaparecer de nuestras vidas, haciéndonos creer que somos inmortales, la manera más rápida y corta de convertirnos en un dato estadístico, o, lo que es lo mismo en humo. Dígale todo eso y verá como le pone la cara.

Nos queda, entonces, viajar en vida. Por amor a lo invisible, en busca de alguien más grande que nos habla y cuya lengua no entendemos. Para encontrarnos voluntariamente con la soledad de la que nos despoja lo coloquial y la rutina. Porque hay algo irremediablemente perdido, aunque no sepamos qué es, pero sí que es necesario partir en su búsqueda.