ROMA DE FELLINI, TIENE QUE GUSTAR
Y de hecho gusta. Sus imágenes preciosas y preciosistas así lo corroboran. Por decirlo sin tapujos, Roma de Fellini “no puede no gustar”. Sin embargo, si una tarde de verano, cincuenta años más tarde, un puñado de espectadores, más o menos entusiastas o distantes, es decir, más o menos apegados a la época que les ha tocado vivir, comparten su experiencia visual sobre aquel acontecimiento romano…¡Ay!, tal vez la hubieran titulado, “Diario de un hombre de cincuenta años.” Quedaría más acorde con una mirada universal, de cualquier tiempo y lugar.
La recaída romántica de la mirada del director italiano y la otra cara de esa vuelta a las andadas: la “irracionalidad” que acompaña a la “alegría de vivir” que nos muestra, hacen que - ahora si lo comprendo - sea la nostalgia (como dijo una colega) y no el amor (como estuvimos manejando durante casi toda la tertulia) el sentimiento que mueve la acción evocadora, que no narrativa, de Fellini. Lo cual no quiere decir que no haya amor en esa nostalgia, y viceversa. Es más, es esa nostalgia la fuerza que trae de nuevo a la actualidad mental del director italiano, y nuestra como espectadores, la necesidad de dejarse abrazar por el calor inconfundible e irrepetible de aquel amor de juventud romano. Es esa necesidad inaplazable la que hace aflorar la honestidad profunda del director en el trato con su pasado, dejando de lado las veleidades propias de quien se cree un genio caprichoso y sabelotodo, pléyade de aduladores mediante. Aviso ejemplar para espectadores maduros (entre treinta y noventa años, pongamos). No hay más futuro que el pasado. O el mañana tiene que ver con el ayer. O para dar un paso hacia adelante hay que dar dos pasos hacia atrás. O para hacer Amarcord, en fin, Fellini tuvo que hacer antes Roma.
Bien es verdad que detrás del sintagma “no puede no gustarnos” se esconde todo el misterio de nuestra naturaleza humana, algo que saben muy bien los publicistas postmodernos. Lo cual no significa ponerse en contra de la recaída romántica y de la irracionalidad de la vida alegre, arriba mencionadas, como salida al aburrimiento imperante o para salvaguardar nuestra maleta de creencias. Aunque sí debemos ser conscientes de que mejor que enarbolarlas como bandera auto-propagandística cada mañana, pensemos sobre ellas, al caer la noche, como la herencia inequívoca que todos hemos recibido.