jueves, 10 de agosto de 2023

CRÓNICA DEL RÍO SPREE 2

BERLÍN: EL PUENTE DEL EJÉRCITO ROJO




Como toda ciudad grande a Berlin se puede entrar por las diferentes puertas que se han ido configurando a lo largo de su historia oficial, la de los que tienen el poder de contar, y de su historia oculta, la de los que tienen que buscar las rendijas de esas murallas oficiales para contarla. En definitiva, todo sigue igual que siempre, desde la Ilíada. Las revoluciones llegan donde llegan, pero no se puede estar en éxtasis revolucionario toda la vida. Como diría un revolucionario vocacional, ¡es que me aburro! Toda ciudad, por tanto, es una ciudad “amurallada y controlada” por los representantes de sus moradores, que muestra al visitante las puertas por donde puede entrar. Hoy, por ventura civilizatoria, no hay oposición explícita a que una vez dentro este visitante pueda explorer por su cuenta y riesgo los rincones que quedan ocultos a aquella mirada oficial.

Esta fue la cuarta vista a Berlín, lo cual me convierte en un visitante avezado o con criterio. La capital alemana está hecha - digámoslo así: la alegría de vivir lo que hoy aparece ante las pedaladas del ciclista - de la cicatrización de dos colosales heridas. Una, la que dejó la Segunda Guerra Mundial en su última batalla europea, llamada no en balde la batalla de Berlín. Dos, como no, la que le produjo el muro de Berlín, fruto de la guerra fría que comenzó, sin solución de continuidad, antes de que acabará la última gran guerra caliente, bombas atómicas mediante. Recorrer así Berlín es, a mi entender, aprender a recorrer también la Europa de post guerra, para reflexionar cuál es nuestro papel en el mundo después de aquella etapa colonial e imperialista europea, autoaniquilada por sus propios excesos bélicos y anti humanitarios, que han quedado representados para la historia en los innumerables campos de batalla, en los lager de exterminio  nazi, en los Gulag soviéticos y en las bombas atómicas norteamericanas. No nos queda más remedio que definir nuestro destino, como civilización dos veces  milenaria, caminando o pedaleando entre aquellas brumas que produjeron la cicatrización a toda costa de aquellas dos heridas colosales y estas otras que producen el tener que seguir viviendo inventando una forma de olvidar que no es otra que convertir aquellas marcas en una moda: la de los tatuajes post coloniales e imperialistas con vitola de postmodernos, superpuestos o camuflados, unos entre otros, en un batiburrillo de garabatos crípticos sobre la piel de cada cual. Unas pieles tatuadas que, junto a las sorprendentes innovaciones arquitectónicas urbanísticas, hoy forman parte inexcusable e inconfundible del paisaje berlinés. Ah, y un árbol, mi amor botánico, que lo volví a abrazar frente a la filarmónica, donde sigue impertérrito el paso del tiempo sin dejar de ser testigo viviente de los peores tiempos pasados. 


Así que, llegados a la estación central de ferrocarril, km 0 del mitte capitalino, desayunamos y nos fuimos a ver el puente por el que según las crónicas bélicas irrumpió, con toda su maquinaria  destructora el ejército rojo en abril de 1945, a la almendra de la ciudad. El búnker del Furher estaba cada vez más cerca y bien que lo sabía el del bigotito. Hubo que esperar al dos de mayo (Stalin había ordenado que fuera el uno de Mayo, por hacerlo coincidir con la fiesta del trabajo) para que se consumara la victoria soviética en lo que acabó denominándose en los libros de historia como la batalla de Berlín, última de la Segunda Guerra Mundial en el continente europeo. El puente que entonces recibió a los soldados soviéticos a las afueras de la ciudad, en medio del campo, se encuentra hoy en perfecto estado de revista turística, aunque tiene que competir de forma desleal con toda la imaginería ingenieril - hecha de diseño a base de cristal y acero, usando todas las formas retorcidas que aquella tiene a bien ofrecer al espacio público - que se le ha echado encima en los últimos treinta años. Aun así, una vez que el visitante consigue llegar hasta él, después de superar toda aquella maraña que lo cerca, imagina con facilidad lo que debió suponer a los primeros soldados del ejército invasor llegar hasta su orilla oriental, y ver o atisbar desde allí el Reichstag, la ópera Kroll, la puesta de Brandeburgo, la embajada suiza y algún que otros edificio que desde esa orilla se ofrecían como postal de bienvenida a quien entrara a la ciudad por ese puente, único que permitía salvar el escollo natural del río Spree. Lo que que ocurrió en 1945 es que la bienvenida a los soldados soviéticos tenía forma de cañones y francotiradores alemanes no localizados y difícilmente localizables, que estaban dispuestos a no dejarse amedrentar por orden directa del Führer. Atravesamos el puente de una orilla a otra, despacio con la bici entre las manos no entre las piernas, alejándonos poco a poco del mundanal ruido de la estación de ferrocarril y llegamos así hasta el Reichstag, hoy Bundestag. Evidentemente no solo nadie nos cerró el paso con los fusiles en ristre, sino que además nos recibió una gran cantidad de turistas despreocupados tumbados en las praderas colindantes o dando vueltas cerca de sus monumentales paredes o fisgoneando desde lo alto de la cúpula del arquitecto Foster. Así que nos miramos a la cara y nos dijimos agradecidos que el Führer bien podía esperar quietecito en el fondo de su búnker.