No es difícil imaginar por qué Billy Wilder decidió usar, para iniciar la historia que acabaría siendo la película que hemos visto, las imágenes documentales que muestran, a vista de pájaro, el Berlin del tercer Reich totalmente destruido, como nunca antes se había visto. Y tampoco es difícil imaginar, que tomó esa decisión a sabiendas que el mundo mundial también era conocedor de las imágenes complementarias de aquellas: las de los lager nazis y, como no, las de los primeros efectos sobre los habitantes de Hiroshima y Nagasaki de las bombas que los norteamericanos lanzaron sobre ellos. Estos tres bloques de imágenes, eran inéditos y sorprendentes para los espectadores de entonces, 1947, nunca antes nadie había visto nada igual. Sin embargo, a nosotros esas mismas imágenes, más las de los del gulag soviético, ya nos llegan envueltos bajo un etiqueta que todavía no sabemos que hacer con ella, sino es otra cosa que añadirla a los múltiples eslóganes publicitarios con los que convivimos cada día. Me refiero, como no, a La Destrucción Total del Legado Espiritual y Material de la Humanidad Occidental, que se inauguró oficialmente en aquellos años. Lease “En el mundo de ayer”, de Stefan Zweig.
Por primera vez en la historia del legado de esa misma Humanidad Occidental su destrucción total no es una amenaza o castigo divinos en forma de plagas o alguna de las lindezas a que nos tenía acostumbrado el Dios Creador en sus escritos bíblicos, sino una obra propia de los Seres Humanos, hechos Dioses, justo en el momento histórico en el que habían adquirido la imagen inmortal de sí mismos más elaborada. Imagen que no ha menguado con el paso de los años y el mayor conocimiento de aquellos acontecimientos, faltaría mas. Muy al contrario, nuestra imagen inmortal actual (esa es la única herencia que se salvó de la quema) ha crecido hasta unos extremos que nos induce a pensar, al ver el inicio de la peli de Wilder, que estamos ante unas imágenes rudimentarias, propias de las primeras películas del género ciencia ficción, hoy felizmente superadas por los formidables efectos especiales de la tecnología digital. Ahora que lo pienso, ¿podemos mirar esas primeras imágenes de otra manera, si nos atenemos al estilo de vida material y virtual en el que vivimos, que impide nuestra percepción de las presencias reales? Otro asunto es preguntarnos, ¿por qué aquella horrible herencia ha acabado así de edulcorada entre nuestras pantallas?
Bajo estos imperativos mentales o prejuicios del
tipo-ilustrado-romántico-digital transcurrió, a mi entender, la tertulia de “Berlín occidente”. Solo hacia el final, y como un gesto de cortesía, los participantes parecimos aceptar algún tipo verosimilitud narrativa en la historia que nos había contado Wilder, gracias a su habilidad al colocar entre los escombros la acción divina de Marlene Dietrich y su influencia en los demás protagonistas, caricaturizados ante su presencia. Una actriz, y esto es lo importante para la causa de nuestra inmortalidad vigente, que nos sigue pareciendo que sigue ahí, viva y coleando como cuando entonces. Aunque tengamos localizada la tumba de su sueño eterno. “Berlin es Marlene”, dijo el perspicaz Billy Wilder antes de la Gran Catástrofe. Berlin sigue siendo Marlene, caiga quien caiga y caiga lo que caiga sobre la capital alemana, podemos decir hoy satisfechos los espectadores-ilustrados-románticos-digitales.