miércoles, 30 de agosto de 2023

CRÓNICAS DEL RÍO SPREE 5

 BERLIN: EL BÚNKER DE BOROS

Hitler definía a la Naturaleza como “una reina cruel” y pretendía aplicar sus leyes a la historia humana. Sus doce años en el poder convirtieron esa fantasía en realidad, escarneciendo cualquier idea de progreso. Nada representa mejor esta visión del mundo que la red de búnkers de muy diversa forma y emplazamiento, que nada más comenzar la Segunda Guerra Mundial el Führer mandó  construir a lo largo y ancho de la geografía alemana. El búnker civil, por así decirlo, se convirtió en la segunda residencia común de la población alemana que vivía en las grandes y medianas ciudades del Reich, donde acudían para protegerse de los bombardeos aliados y donde cada vez pasaron más tiempo de sus vidas hasta el final de la contienda. Desconozco si hay un catálogo que certifique el número de los búnkers que quedan en pie en la actualidad en todo el país germano y el estado de su conservación. Los bombardeos masivos de los aliados, por un lado, y la mala imagen que tienen de cara a la práctica de la memoria histórica posterior, hicieron que muchos de ellos quedaran totalmente derruidos y los que quedaron a medio derruir los vencedores, después de la guerra, concluyeron la labor que las bombas dejaron inacabada. Valga como ejemplo más significativo el búnker del Führer, que fue derruido totalmente por los soviéticos, al menos en su parte exterior para que no fuera lugar de peregrinación de los nostálgicos del régimen nazi. Hoy, ese espacio exterior en una zona de estacionamiento para coches en medio de una zona de viviendas normales. Solo un cartel que espera a los turistas nos recuerda, que en los bajos fondos de ese estacionamiento automovilístico se encuentra lo que fue la residencia en Berlín del Führer y sus cuates en el tiempo final de la guerra: una red de búnkeres debajo del Gran Búnker, construido cerca de la Cancillería del Reich. Todos construidos bajo la batuta  del ministro de la guerra y arquitecto de confianza del Führer, Albert Speer. 


Pero a lo que me quería referir, como se anuncia en el título de esta entrada, es al búnker de Christian Boros. Todo el mundo sabe que hasta ahora el dinero se suele relacionar con todo lo otro que forma lo que llamamos realidad, a saber con la guerra, con la paz, con las dictaduras, con las democracias, con el arte, etc. Lo que no es habitual es que el dinero medie entre, pongamos, la guerra y el arte al mismo tiempo, no solo como moneda de cambio: el traslado de los cuadros del museo del Prado para salvaguardarlos de los bombardeos franquistas costo dinero público. Una transacción meramente preventiva y comercial. La novedad del relato de Christian Boros consiste en lo siguiente. El ciudadano polaco es un millonario y publicista aficionado además, fíjate, al coleccionismo de arte mas vanguardista, cuyos cuadros esperan en diferentes sótanos habilitados hasta que llegue la hora de su exposición. Hete aquí que un día cualquiera el ciudadano Boros decide comprar el búnker de la calle Reinhard de Berlín e instalar allí, en la planta alta del búnker (ver foto adjunta), la vivienda habitual de él y su familia en la capital alemana, y las otras cinco plantas del búnker convertirlas en otras tantas salas de exposición, donde exhibirá sus numerosos cuadros que ha ido coleccionando. Queda claro que la decisión de Boros se aparta de la tendencia dominante en las modas del artisteo, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, en las que demasiadas veces, por no decir todas, se confunden intencionadamente el arte, el dinero, el talento y la fama. Asumiendo la paradoja de meter en un búnker nazi, cuyo régimen consideraba al arte moderno como arte degenerado, las obras más vanguardistas del llamado arte contemporáneo, Boros nos propone dar una vuelta entre los pasillos y pasadizos del búnker-sala de exposiciones para contemplar las obras de su colección. Dicho de otra manera, donde hace ochenta años se vivió el dolor y el espanto inimaginable de la condición humana, hoy se puede contemplar lo último de la imaginación humana. El acierto de Boros es minimizar la distancia entre esos dos momentos de la experiencia humana. Al contrario de tantos gobernantes paniaguados, que se gastan el presupuesto público en construir inverosímiles museos de arte contemporáneo con tal de estar a la moda, no porque sean necesarios, el millonario Boros se gasta sus millones en adaptar un mamotreto de cemento, lleno del significado histórico del horror de nuestra herencia, para meter dentro las ocurrencias de los artistas actuales. Y a ver que pasa. Y lo que nos pasó en la vista que concertamos fue que a esta propuesta de Boros acudieron, mayoritariamente, jóvenes reales y jóvenes en estado de apariencia cuya relación con su pasado inmediato no va más allá del hecho histórico de la llegada al mercado del primer iPhone de Apple. Nunca en ningún otros ámbito expositivo post moderno experimenté el significado profundo del adanismo, esa ideología dominante en el presente que no significa otra cosa que creer firmemente que el mundo empezó a rodar el día que tú naciste. Da igual el envoltorio con tal que afiance al espectador en ese dogma. Así el búnker de Boros deviene como si nada hubiese pasado hace ochenta años, y todo esté ocurriendo en el momento de la visita a sus salas de exposiciones interiores. No hace falta insistir que las obras que se mostraban representan cabalmente la visión del tiempo adanista de sus autores, a la que me he referido antes. El arte comenzó a existir en el mundo el día que ellos nacieron.