jueves, 8 de agosto de 2019

CRÓNICAS BÁVARAS 3

ANDECHS
La abadía benedictina de Andechs fue el lugar de la cita con quienes pensaba dar una vuelta por Munich y alrededores. Fue elegida por uno de esos colegas que, a parte de ser natural de Landsberg amo Lech ciudad próxima a la capital bávara, es un virtuoso, digámoslo así, del arte de crear cerveza. De igual manera que de un puñado de teclas se pueden obtener los sonidos más celestiales, de un enorme campo de lúpulo pueden salir un puñado de jarras de cervezas verdaderamente emotivas. No me fue difícil llegar a esta conclusión cuando al desplazarme de Dachau a Andechs, pude contemplar los campos del preciado cereal que había a un lado y otro del carretera. Una imagen que se repetiría muchas veces en los días sucesivos. La abadía o el monasterio de Andechs es un lugar de culto religioso y también una fábrica, tan antigua como el monasterio, de fabricación de la cerveza que lleva sus nombre. De donde se intuye que las plegarias y las jarras de cerveza han corrido paralelas en este santo y tabernario lugar desde hace siglos, dándole la marca de peregrinación espiritual y laica de que goza en los circuitos turísticos. La imagen de la abadía es impecable y su promoción publicitaria se ajusta con acierto a ella. Todavía se puede decir que el original está por encima o es mejor que la copia, lo cual tiene que ver, a mi entender, con el origen de todo el conjunto. Rezar y beber han sido por estos pagos, desde entonces, una y la misma cosa, complicidad que se extiende, a poco que uno se fije, a la formación del carácter de la región y sus habitantes. En efecto, Baviera es un estado federado de Alemania con profundas raíces religiosas católicas y también es uno de los mayores consumidores de cerveza, sino el que más. O dicho de otra manera, el paso de los siglos no ha conseguido arrumbar la fuerza de su momento fundacional. Se nota de inmediato en la visita a la iglesia de la abadía envuelta en el estilo rococó con que te recibe, dentro de la cual, por cierto, se encuentra la tumba de Carl Orff (1895-1982) autor de obras como Carmina Burana. Y, como no, se nota en el restaurante adjunto y en la forma de bailar que tienen las jarras de cerveza desde el grifo a las mesas y desde la mesas a los mingitorios. Con un poco de imaginación uno puede trasladase al siglo XIII y siguientes, que es cuando cogió su forma y su música todo lo que hoy rodea al peregrino. El problema, a mi parecer, está en este último o, mejor dicho, en algunos de sus especímenes actuales. Hay algo en la digitalización actual que favorece a la visualización del pasado, pero que al mismo tiempo, por boca de sus predicadores o usuarios lo enturbia, y de paso, hace lo mismo con cualquier imagen del futuro. Así todo es presente, al estilo de las amebas. Lo que quiero decir es en Andechs propiamente no hay peregrinos, aunque siga vestido como si continuaran existiendo y pasando por allí. Y no los hay no por qué lleguen en coche calculadamente desastrados y sin cara de pasar hambre, no los hay porque han perdido ese instinto. La necesidad de habitar y conversar en un lugar sagrado, bendecido por dios y por la cerveza. No haya sitio, como el de una cervecería de origen monacal, en el que la perfecta armonía con que viven estos dos avales, uno y el otro estrictamente y rigurosamente espiritual y material respectivamente, que consiga plasmar la verdadera alegría de vivir. A la mayoría de los que vi en la abadía de Andechs les faltaba algo. Creer en algo o en alguien. La abadía y su cerveza vienen atravesando con tesón el desencantamiento progresivo del mundo hasta hoy, pero hoy ya sólo quedan desencantados sin mundo. No cuesta nada verlo en sus rostros bidimensionales, sin profundidad y sin ganas de tenerla. La cerveza por si sola no logra que se desprendan de sus máscaras. Incluso van menos veces al mingitorio. Únicamente la comicidad fácil y chulesca logra abrirse paso entre jarra y jarra. El chiste, las risas tontas y torpes, la ultima foto del móvil va haciendo poco a poco tediosa y triste lo que se convocó como una jornada valiosa y merecida. Hablo de toda esa impedimenta con que se abastece el ser humano cuando desea poner distancia respecto a lo que no quiere entender. Luego llegaron los brindis, se subieron en alto las jarras y se apostó por el futuro delante de no se cuantas cámaras de fotos, y, como no, se brindó también porque nos volviéramos a ver otra vez empinado el codo y haciendo clicks sin parar. Todos quisieron hacer ver que les salía de dentro, que se han movido mucho, en fin, como decirlo, que son muy viajados, pero a mi me dio la sensación de que haccía tiempo que no se movían. Que siempre van a sentarse bajo la misma roca o el mismo árbol mediante los que descubrieron la primera sombra de la infancia, después de quedar deslumbrados, casi ciegos, con la primera y esplendorosa luz de su nacimiento. A la salida del restaurante alguien pidió que nos hiciéramos una foto de grupo. Eligió el sitio y a quien la iba a hacer, creo que fue un turista inglés, quien hizo cuatro disparos para que eligiéramos el mejor. Cuando miramos los resultados nos percatamos de que estábamos al lado de un enorme crucifijo. El que estaba a mi lado en ese momento dijo, con sorna, que parecíamos los feligreses de la parroquia del barrio. Las risotadas no tardaron en dejarse oír. Yo en ese momento me dirigí al mingitorio exterior, pues se me había olvidado ir al del restaurante.