MUNICH: los ayuntamientos
Así fue como se expresó Celes cuando nos reunió a todos los que nos habíamos apuntado a seguir su itinerario turístico muniqués. Aunque todos teníamos en común que hablamos y entendíamos el idioma español, rápidamente me di cuenta que la procedencia era muy variada, predominando, como era lógico, los oyentes latinoamericanos. Hablar el mismo idioma no significa, sin embargo, participar con la misma intensidad y conocimiento de la misma cultura. Y menos de una cultura como la alemana que pienso, esto es un prejuicio mío en toda regla, se presenta ante el turista hispanoamericano como algo bastante impenetrable o, en el mejor de los casos, de difícil abordaje. Tal vez por ello Celes, que de estos asuntos me di cuenta rápidamente era un experto, inició sus palabras en medio de Marienplatz (donde se encuentran los dos ayuntamientos de Múnich) con ese tono simplificador de las redes sociales, tal como dije en la anterior entrada, suponiendo que hoy es como el esperanto moderno. Todos le iban a entender y a seguir sin rechistar. Pronto se dio cuenta de que ese no era el camino y, sin girar ciento ochenta grados hacia el estilo académico ortodoxo, pienso que se coló dentro de un personaje a lo que no fue ajena la lluvia que en ese preciso momento estaba cayendo sobre la plaza. Todo un ejercicio narrativo donde los objetos sin alma, en este caso la lluvia, cumplieron su papel en la creación del efecto expresivo que Celes quiso dar a sus palabras. Noté que se sintió cómodo al descubrir el tono y el ritmo logrado para su relato, y la atención mayoritaria de los oyentes, que observé en un rápido golpe de ojo, fue la prueba fehaciente de ello. Lo peculiar de estos dos ayuntamientos muniqueses no es que coincidan en la misma plaza, eso ya lo he visto en diferentes ciudades europeas, incluidas algunas españolas, sino que su imagen actual contradice la propia historia que albergan. El que tiene el aspecto más antiguo es la sede oficial del poder municipal desde 1874, mientras que sobre el que tiene el aspecto más actual se cierne la sombra de la destrucción y el dolor, que el bullicio permanente de Marienplatz mantiene a raya en su interior. El edificio del ayuntamiento nuevo fue proyectado por Georg von Hauberrisser (1841–1922) en estilo neogótico. La construcción se extendió desde 1867 hasta 1908 en tres fases, siendo un gran ejemplo del esplendor de Alemania a principios del siglo XX. La fachada principal tiene casi 100 m de longitud, 85 m de altura en su punto más alto (la torre central) y el edificio tiene 9159 m² de superficie, con unas 400 dependencias. La mención que Celes hizo sobre el ayuntamiento viejo tuvo que ver con esa sombra que se cierne sobre su reluciente fachada blanca. En efecto, fue en su interior donde se urdió lo que luego se conoció, dentro del catálogo de la barbarie nazi, como la noche de los cristales rotos, en la que las diferentes hordas que formaban parte del régimen hitleriano unieron su fuerzas y dieron un paso más, sentando las bases de lo luego se conocería como la solución final, en la aniquilación del pueblo judío. En esa noche aquellas bandas de bárbaros quemaron, en toda y Alemania y en la recién anexionada Austria, más de un centenar de sinagogas, mataron a noventa ciudadanos alemanes de origen judío y deportaron a un numero mucho mayor a los campos de concentración y de extermino. La noche de los cristales rotos fue el mayor acto de barbarie antes de que estallara la Segunda guerra, todo ello bajo el paraguas de la política de apaciguamiento auspiciada por las democracias europeas, con la Inglaterra de Neville Chamberlain a la cabeza. Es una línea de sombra que ya no emite el viejo ayuntamiento y que aparentemente no oscurece nada, ni a nadie pone delante de lo que significa la destrucción de la humanidad, entendida tal y como la imaginaron los jerarcas nazis, pues queda borrada tras el griterío del gentío que va y viene, y permanece, de forma constante en Marienplatz. Todo ese barullo, muy al contrario, parece transcurrir sobre un arco que se alza con determinación inequívoca hacia una luz cegadora, muy deseable y alcanzable por la fe inquebrantable de todos y cada uno de los turistas que por allí pulula, haya nacido donde haya nacido y tenga el color de la piel que tenga. Es la Luz propia y apropiada de la revolución turística, que, según su ideario, convierte a todas las sombras del pasado en meros episodios fantasmales, adscritos a una obscuridad en claro e irreversible retroceso desde entonces.