Cuando uno decide dejar de ser un voyeur y quiere convertirse en alguien que mira, a lo primero que tiene que adaptarse es a la diferencia que hay entre ver y mirar. Al mirar lo importante no es lo que se ve, sino, que le hace a uno lo que ve, y que hace con eso que le hace a uno lo que ha visto. No es una galimatías. Veamos.
La actitud del voyeur es pasiva y no requiere de ninguna aptitud para serlo. De hecho es lo que hacemos, como respirar, cada día. No hay, por tanto, voluntad ni intención comunicativa. Si habla, lo hace de lo que ha visto, que es lo mismo que han visto los otros voyeurs.
La actitud de quien quiere mirar es activa y requiere poner en movimiento toda la capacidad de atención, concentración y coraje para estar a la altura de lo que se cuenta, de quien lo cuenta, y para que lo cuenta. En este caso la voluntad y la intención comunicativa es plena. No estoy hablando de especiales dotes intelectuales adquiridas mediante cursos de especialización extrema. Ni estoy hablando de extraterrestres, sino de lo que pasa en la vida donde existen los seres humanos. Nuestro cerebro y nuestra conciencia están programados para contar y escuchar historias. Si se fija con atención es lo único que hacemos cada día. Incluso el mas excelso, companudo y prestigioso de los próceres divinos no hace otra cosa, cada vez que habla, que contarnos una historia. Por eso, siempre me ha resultado inquietante y misteriosa la gente que, como Bibiana Kaulestia, delega este trabajo en los expertos. ¿Qué hacen cuando no tienen a un experto a su lado? ¿Es posible hablar y escuchar siempre por delegación, y actuar por imitación? Sí, si se concibe la vida como un tiempo sin problemas, normalita dice Bibiana Kaulestia, en una espacio de ciudadanos iguales. No quieren oír hablar de problemas. Y si, sin quererlo, aparecen, entonces echan mano del experto que sabe como resolver cada problema. ¿Y si los expertos, como ocurre en el momento presente, no saben que decir, ni que hacer, cuando les reclaman su intervención? Entonces, como es el caso de Bibiana Kaulestia, llega a un extremo en el que ya ni siquiera se enfada. Ni probablemente, con el paso de los días, nada le duela. Es la muerte dulce, el correlato inevitable de entender y de aspirar a una vida sin problemas. De creer a pies juntillas en la normalidad de un futuro lleno de bienestar y exento de miedos. Un mundo feliz, indudablemente merecido.
La pregunta con la que acabo es, ¿a quien le conviene esta forma de contar y de escuchar lo que ocurre en la vida? ¿A quien esa forma de actuar? No, sin lugar a dudas, a la individualidad particular de cada ciudadano. Ni tampoco a la necesidad de comunicación que esa particularidad tiene de encontrar a otra, reconocida sin aspavientos como distinta a ella.