Depende donde uno ponga el ojo todo esta muy mal o nos quejamos de vicio. No hay una unanimidad en el diagnóstico de lo que ocurre ni en los caminos para encontrar la salida. Hay mucho run run antiguo de asalto inminente al Palacio de Invierno, y mucho de que todo va a seguir igual porque, con lo que manejamos, no puede ser de otra manera, y ademas así se quiere que sea. Los asaltantes entonan las palabras de siempre con la misma vehemencia, aunque no se si con la fuerza necesaria para hacer realidad el abordaje palaciego. Nombrar o enunciar no es suficiente cuando se trata de aguantar los embistes del enemigo. Dos bandos enfrentados desde siempre y, cansinamente, de la misma manera, donde uno acaba pasando y el otro tomando cañas en la cafeteria de enfrente del km 0. Nadie está dispuesto a morir en silencio. Los lampedusianos, menos crédulos con la actualidad y la novedad, apuestan a lo que de permanente continua adherido entre las grietas que se abren inmisericordes entre aquellas por el paso del tiempo y la lucha contra los que vienen detrás empujando, a la busca de sus cinco minutos de gloria.
En algo es imposible no estar de acuerdo con los lampedusianos, y es que su falta de entusiasmo y su enorme pereza los coloca en un limbo donde acaba por acontecer lo inimaginable. Descartado que eso pueda ser como consecuencia del enfrentamiento a cara de perro entre los asaltantes y los defensores del palacio, y descartado también que nadie vaya a dar su vida a cambio del advenimiento de un nuevo mundo, el combate ha de ser necesariamente de perfil y en campos de batalla mas sofisticados, o, sino, al menos no tan ruidosos. Un lampeduisano lo que no aguanta es la falta de planteamiento a que atenerse en el momento del choque decisivo.
Sin embargo, lo que hay que agradecer a los asaltantes es que la falta de sentido trágico en sus acciones no les lleve a la desesperación. El palacio de Invierno seguirá en pie pero ellos nunca se arrodillaran, en eso consiste su dignidad. Y lo manifiestan exhibiéndose como si todo fuera una fiesta. Y lo es, sin duda que lo es. Hace ya mucho tiempo que nadie piensa que pueda ser otra cosa.
Yo creo que la única salida razonable depende de que los asaltantes sacudan la pereza y la falta de entusiasmo de los lampedusianos y que estos hagan ver a aquellos que no siempre tirando en la misma dirección se consigue llegar a algún sitio de interés. El palacio de Invierno puede que, después de tanto empeño, esté deshabitado y no sea nada mas que un nostálgico museo, y sus inquilinos quizá haga mucho tiempo que se mudaron a otros lugares, no dejando nota de la nueva dirección.
Huelga decirlo, hoy, antes de la catástrofe final que se avecina, puede ser una gran dia para todos. El único honor que nos queda a los que ya, sin remedio, hemos sido derrotados.
jueves, 29 de marzo de 2012
lunes, 26 de marzo de 2012
FLANNERY O'CONNOR Y LA BUENA GENTE DEL CAMPO
No hay posibilidad alguna de confundir a Flannery O'Connor con una cronista social, resaltando la época y el lugar (el cinturón bíblico de los USA). Ni tampoco con una catequista, ni como uno de esos seres que imparten doctrina con el hisopo en todo lo alto. Ni sus palabras están a servicio de ese método relacional mediante el que todo está atado y bien atado siguiendo la estela un hilo conductor que une el principio con el fin, el origen con el destino, las personas con las personas, las personas con los objetos, los objetos con los objetos. Porque sabe a priori donde comienza lo uno y donde acaba lo otro. Y ese estar todo bien ligado delimita también el lugar que nosotros, los lectores, cómodamente ocupamos.
Todo eso seria así si la voz del narrador, que es quien tiene el mando a distancia del relato, nos lo permitiese. Pero si nos fijamos bien no parece que sea la voz de un cronista social, o la de un predicador, su verdadera intención teniendo en cuenta el uso que hace del lenguaje. De hecho, no me lo imagino, por seguir con el ejemplo, como un periodista a sueldo que está haciendo un reportaje para una revista urbana, a cuyos lectores les pueden resultar curiosas las cuitas de la buena gente del campo. Ese extraño lugar que sigue despertando una inexplicable curiosidad en la gente vencida por el ajetreo de la ciudad. Derrota y curiosidad forman una novedosa alianza, lo que no se es para qué, en la conciencia de quien mira a la gente del campo desde la ciudad. Pero en fin, esa es otra historia. A lo que iba, pienso que este narrador habla desde otro sitio y, sobre todo, con otro propósito, que no tiene nada que ver con el hecho de satisfacer las necesidades de fin de semana que provocan el cansancio capitalino.
Yo creo que habla de y desde ese Otro Mundo que la pereza urbana occidental tiende a transformar en una abstracción intelectual o en un divertimento, según los casos. Ese Otro Mundo que acontece en cualquier época y lugar en cuanto la imaginación humana rompe la superficie ortopédica que impone la ortodoxia dominante, provenga de la teología cristiana o del racionalismo moderno. Y en ese Otro Mundo aparecen tipos como los que encuentra, y nos muestra, la imaginación implacable y temeraria de Flannery O'Connor en el cuento de "La buena gente del campo".
Hay algo que como lector me queda claro al final del itinerario de la lectura que he hecho, y es que el imperativo divino que deambula por el relato no ha podido someter a las criaturas a las que ha pretendido imponerse. Que el anticipo (o revelación) que hay en su obra, la Biblia, no hace desaparecer lo que ya existía allí anteriormente, muy al contrario. Entonces no le queda mas remedio que convivir con ese mundo primigenio, rezando para que sus fuerzas ocultas no se revelen, imaginación mediante, y hagan valer todo su poderío de siempre para relacionarse y entender el mundo. Pero de nada le valen las plegarias. Tarde o temprano esa imaginación aparece, en este caso de la mano de Flannery O'Connor, y pone a Dios y a su mundo imperioso e imperativo donde les corresponde, no donde sus delegados han querido para dominar el mundo. Nunca par entenderlo.
No están enfermos. Sencillamente eligen el mal como fuente de conocimiento. La enfermedad no se elige, ni anuncia nada ni comporta conocimiento alguno. Pero ese mal no es lo opuesto al bien, como pudiera suponerse sino nos dejamos llevar por el maniqueísmo bíblico. Es el mal que necesita acompañarse por la inocencia para manifestarse, como así reconoce la intelectual Huga cuando el vendedor de Biblias le distingue su particularidad en el hecho de llevar una pata de palo. Escena sublime que resume toda la fuerza y el sentido del relato.
Todo eso seria así si la voz del narrador, que es quien tiene el mando a distancia del relato, nos lo permitiese. Pero si nos fijamos bien no parece que sea la voz de un cronista social, o la de un predicador, su verdadera intención teniendo en cuenta el uso que hace del lenguaje. De hecho, no me lo imagino, por seguir con el ejemplo, como un periodista a sueldo que está haciendo un reportaje para una revista urbana, a cuyos lectores les pueden resultar curiosas las cuitas de la buena gente del campo. Ese extraño lugar que sigue despertando una inexplicable curiosidad en la gente vencida por el ajetreo de la ciudad. Derrota y curiosidad forman una novedosa alianza, lo que no se es para qué, en la conciencia de quien mira a la gente del campo desde la ciudad. Pero en fin, esa es otra historia. A lo que iba, pienso que este narrador habla desde otro sitio y, sobre todo, con otro propósito, que no tiene nada que ver con el hecho de satisfacer las necesidades de fin de semana que provocan el cansancio capitalino.
Yo creo que habla de y desde ese Otro Mundo que la pereza urbana occidental tiende a transformar en una abstracción intelectual o en un divertimento, según los casos. Ese Otro Mundo que acontece en cualquier época y lugar en cuanto la imaginación humana rompe la superficie ortopédica que impone la ortodoxia dominante, provenga de la teología cristiana o del racionalismo moderno. Y en ese Otro Mundo aparecen tipos como los que encuentra, y nos muestra, la imaginación implacable y temeraria de Flannery O'Connor en el cuento de "La buena gente del campo".
Hay algo que como lector me queda claro al final del itinerario de la lectura que he hecho, y es que el imperativo divino que deambula por el relato no ha podido someter a las criaturas a las que ha pretendido imponerse. Que el anticipo (o revelación) que hay en su obra, la Biblia, no hace desaparecer lo que ya existía allí anteriormente, muy al contrario. Entonces no le queda mas remedio que convivir con ese mundo primigenio, rezando para que sus fuerzas ocultas no se revelen, imaginación mediante, y hagan valer todo su poderío de siempre para relacionarse y entender el mundo. Pero de nada le valen las plegarias. Tarde o temprano esa imaginación aparece, en este caso de la mano de Flannery O'Connor, y pone a Dios y a su mundo imperioso e imperativo donde les corresponde, no donde sus delegados han querido para dominar el mundo. Nunca par entenderlo.
No están enfermos. Sencillamente eligen el mal como fuente de conocimiento. La enfermedad no se elige, ni anuncia nada ni comporta conocimiento alguno. Pero ese mal no es lo opuesto al bien, como pudiera suponerse sino nos dejamos llevar por el maniqueísmo bíblico. Es el mal que necesita acompañarse por la inocencia para manifestarse, como así reconoce la intelectual Huga cuando el vendedor de Biblias le distingue su particularidad en el hecho de llevar una pata de palo. Escena sublime que resume toda la fuerza y el sentido del relato.
domingo, 25 de marzo de 2012
SMOKE, de Wayne Wang
Antes de escribir esta nota me he dedicado a leer sobre la pelicula de Wang un numero incalculable de comentarios de todo tipo: desde lo que han escrito los espectadores hoplitas hasta lo de los críticos de alta graduación, que aspiran a sentarse al derecha de Dios padre, se encuentre éste donde se encuentre. Entre todos circula una rara corriente de unanimidad que se resume en que es una película excelente. Y todos recomiendan que la vea todo el mundo. Muchos coinciden en que no es cine, sino que es la vida misma. Y otros muchos reconocen que les ha cambiado su forma de ver las cosas.
A todos les une una sensación muy similar de bienestar por lo que han visto, lo cual me hace pensar en una identificación con lo que ha aparecido en la pantalla. Su mirada no se cuanta amplitud ha llegado a tener, pero si me doy cuenta, aunque ellos no lo hayan explicado así, de que a todos los comentaristas la película los ha asomado a las puertas de un territorio del que hasta entonces no tenían noticias de su existencia. Y también se han fijado que ese territorio no está alejado de donde viven ni en ningún lugar exótico. Esta ahí mismo en el estanco de la esquina (o en el bar, la tienda de verduras, la panadería,...) y lo que allí pasa tiene que ver con lo que les pasa a ellos cada día.
A mi parece que el descubrimiento es de un rango heroico. Heroicidad que consiste en que, después de conseguir cumplir con los preceptos básicos de la supervivencia, nos damos cuenta de que a nuestro alrededor hay algo mas que no tiene que ver con aquella. Y que ese algo mas nos concierne y nos interpela desde su invisibilidad. Valga, para saber de que estoy hablando, la explicación que dio Paul Bejamin a Auggie Wren y sus colegas del estanco sobre la manera de calcular cuanto pesa el humo que desprende un cigarro mientras se fuma. Dijo así: primero pesar el cigarrillo entero en un balanza, a continuación, y mientras se consume, ir echando las cenizas en el platillo de la balanza, acabado el acto de fumar echar la colilla también en la misma balanza que las cenizas, comprobar su peso, a continuación restar esta cantidad resultante a la del peso inicial del cigarrillo, el resultado es el peso del humo. De repente pensé, que el alma mismamente.
Sin embargo, tiene la película una estructura de comedia dramática de situación, por la que al final ha optado Wang, que no deja respirar ni crecer lo que tiene mas determinación de hacerlo dentro de ella, como es el descubrimiento que Paul Benjamin hace del talento narrativo de Auggie Wren. Las otras situaciones narrativas tienen igualmente su potencial desarrollo, pero tal y como nos las presenta Wang parecen depender de lo que pueda dar de si la relación entre Auggie y Paul.
Es cierto que el azar tiene un peso importante en la vida de las personas. Pero es la necesidad la que al final inclina la balanza. Y Auggie Wren la tiene, y muy fuerte y misteriosa, al hacer una foto diaria de la misma esquina del barrio donde vive. Y Paul Benjamín, escritor en crisis creativa desde la muerte de su mujer, necesita escribir un cuento de navidad, que intuye esta dentro esa necesidad que abraza a Auggie y su maquina de hacer fotos. Necesidades de una fuerza mas que suficiente para que ellas absorbieran todo el protagonismo que el azar quisiera deparar a la película, haciendo girar a las otras criaturas a su alrededor y a su servicio.
A todos les une una sensación muy similar de bienestar por lo que han visto, lo cual me hace pensar en una identificación con lo que ha aparecido en la pantalla. Su mirada no se cuanta amplitud ha llegado a tener, pero si me doy cuenta, aunque ellos no lo hayan explicado así, de que a todos los comentaristas la película los ha asomado a las puertas de un territorio del que hasta entonces no tenían noticias de su existencia. Y también se han fijado que ese territorio no está alejado de donde viven ni en ningún lugar exótico. Esta ahí mismo en el estanco de la esquina (o en el bar, la tienda de verduras, la panadería,...) y lo que allí pasa tiene que ver con lo que les pasa a ellos cada día.
A mi parece que el descubrimiento es de un rango heroico. Heroicidad que consiste en que, después de conseguir cumplir con los preceptos básicos de la supervivencia, nos damos cuenta de que a nuestro alrededor hay algo mas que no tiene que ver con aquella. Y que ese algo mas nos concierne y nos interpela desde su invisibilidad. Valga, para saber de que estoy hablando, la explicación que dio Paul Bejamin a Auggie Wren y sus colegas del estanco sobre la manera de calcular cuanto pesa el humo que desprende un cigarro mientras se fuma. Dijo así: primero pesar el cigarrillo entero en un balanza, a continuación, y mientras se consume, ir echando las cenizas en el platillo de la balanza, acabado el acto de fumar echar la colilla también en la misma balanza que las cenizas, comprobar su peso, a continuación restar esta cantidad resultante a la del peso inicial del cigarrillo, el resultado es el peso del humo. De repente pensé, que el alma mismamente.
Sin embargo, tiene la película una estructura de comedia dramática de situación, por la que al final ha optado Wang, que no deja respirar ni crecer lo que tiene mas determinación de hacerlo dentro de ella, como es el descubrimiento que Paul Benjamin hace del talento narrativo de Auggie Wren. Las otras situaciones narrativas tienen igualmente su potencial desarrollo, pero tal y como nos las presenta Wang parecen depender de lo que pueda dar de si la relación entre Auggie y Paul.
Es cierto que el azar tiene un peso importante en la vida de las personas. Pero es la necesidad la que al final inclina la balanza. Y Auggie Wren la tiene, y muy fuerte y misteriosa, al hacer una foto diaria de la misma esquina del barrio donde vive. Y Paul Benjamín, escritor en crisis creativa desde la muerte de su mujer, necesita escribir un cuento de navidad, que intuye esta dentro esa necesidad que abraza a Auggie y su maquina de hacer fotos. Necesidades de una fuerza mas que suficiente para que ellas absorbieran todo el protagonismo que el azar quisiera deparar a la película, haciendo girar a las otras criaturas a su alrededor y a su servicio.
jueves, 22 de marzo de 2012
PRECIO
Quise ver en el euro y medio de subida en el precio del billete de metro algo mas que una operación de aliño económico. Ni siquiera me inquietó el nuevo agujero que se abriría en mi ya deteriorado bolsillo. Tampoco invoqué a las autoridades municipales para estampanarles mi furia, como en estos casos manda el libreto del buen indignado. Sencillamente llegué a la conclusión de que me perseguían. Tal vez incluso que me pensaban matar.
Soy una adicto empedernido a lo medios de comunicación y en ninguno de ellos, en los días precedentes, había oído nada que pudiera hacer sospechar una inflación monetaria de tal envergadura. No pudiendo dudar de la fidelidad y honestidad de quienes informan, pues seria hacerlo del afán que me mantenía en pie cada día, conciliando así el sueño de forma esperanzada, sin más remedio me ví obligado a arremeter a ciegas contra lo no evidente.
La mayoría de los usuarios del metro abonaron sus billetes, sin manifestar protesta alguna. La resignación acabó por imponerse. La falta de lógica, que se empeñaba por si sola en explicar aquel trastorno, comenzó a ponerme nervioso. Intenté que fuera la taquillera la que me diera alguna respuesta convincente, pero fue inútil. Encima lo interpretó como el propósito, ciertamente intrépido, de que yo la quería cortejar. Hasta llegué a detectar por su parte, al otro lado de la cristalera, un atisbo inusual de ternura. Ella, que siempre recibía cada mañana a los usuarios con esa cara de sapo inconfundible. Sin proponérnoslo, los tímidos podíamos llegar a ser muy originales, me dije. Cuando comprobó que mi desasosiego iba en aumento, me respondió que el cartel anunciador de la subida de precios llevaba pegado a la ventanilla desde una semana antes que comenzaran a entrar en vigor. Además los medios de comunicación habian sido reiterativos sobre lo mismo. De repente me puse hecho un basilisco y empezé a insultarla y a aporrerar la cristalera que nos separaba. Ella me respondió que si no me calmaba tendría que avisar a los vigilantes de seguridad. Los que habían formado cola detrás mia, se pudieron de parte de la taquillera y comenzaron a hacer corro a mi alrededor.
Acorralado, me aparté contra la pared dispuesto a agredir a quien, incluso, solo quisiera amablamente pedirme si necesitaba ayuda. No estaba dispuesto a hacer concesiones en tales circunstancias, ya que podía resulta fatal para mi supervivencia. Cuando me quedé solo, abandoné despacio el lugar evitando en todo momento dar la espalda a la mujer de la taquilla, y vigilando con esmero a quien pudiera descender por las escaleras de la boca del metro. Ya en la superficie, respiré hondamente y traté de tranquilizarme. Luego detuve un taxi y le pedí al conductor que diera vueltas por la ciudad durante hora y media. También le supliqué que no me hablara mientras durara el recorrido.
Soy una adicto empedernido a lo medios de comunicación y en ninguno de ellos, en los días precedentes, había oído nada que pudiera hacer sospechar una inflación monetaria de tal envergadura. No pudiendo dudar de la fidelidad y honestidad de quienes informan, pues seria hacerlo del afán que me mantenía en pie cada día, conciliando así el sueño de forma esperanzada, sin más remedio me ví obligado a arremeter a ciegas contra lo no evidente.
La mayoría de los usuarios del metro abonaron sus billetes, sin manifestar protesta alguna. La resignación acabó por imponerse. La falta de lógica, que se empeñaba por si sola en explicar aquel trastorno, comenzó a ponerme nervioso. Intenté que fuera la taquillera la que me diera alguna respuesta convincente, pero fue inútil. Encima lo interpretó como el propósito, ciertamente intrépido, de que yo la quería cortejar. Hasta llegué a detectar por su parte, al otro lado de la cristalera, un atisbo inusual de ternura. Ella, que siempre recibía cada mañana a los usuarios con esa cara de sapo inconfundible. Sin proponérnoslo, los tímidos podíamos llegar a ser muy originales, me dije. Cuando comprobó que mi desasosiego iba en aumento, me respondió que el cartel anunciador de la subida de precios llevaba pegado a la ventanilla desde una semana antes que comenzaran a entrar en vigor. Además los medios de comunicación habian sido reiterativos sobre lo mismo. De repente me puse hecho un basilisco y empezé a insultarla y a aporrerar la cristalera que nos separaba. Ella me respondió que si no me calmaba tendría que avisar a los vigilantes de seguridad. Los que habían formado cola detrás mia, se pudieron de parte de la taquillera y comenzaron a hacer corro a mi alrededor.
Acorralado, me aparté contra la pared dispuesto a agredir a quien, incluso, solo quisiera amablamente pedirme si necesitaba ayuda. No estaba dispuesto a hacer concesiones en tales circunstancias, ya que podía resulta fatal para mi supervivencia. Cuando me quedé solo, abandoné despacio el lugar evitando en todo momento dar la espalda a la mujer de la taquilla, y vigilando con esmero a quien pudiera descender por las escaleras de la boca del metro. Ya en la superficie, respiré hondamente y traté de tranquilizarme. Luego detuve un taxi y le pedí al conductor que diera vueltas por la ciudad durante hora y media. También le supliqué que no me hablara mientras durara el recorrido.
martes, 20 de marzo de 2012
ESTANCADOS EN EL ESTANCO
Nuestra mirada es tan ciega porque no salimos del "estanco". Permanecemos demasiado tiempo "estancados" dentro del radio de acción que nos proporciona la mirada literal allí dentro. Absorbidos por las urgencias del pragmatismo de la vida cotidiana, nada más vemos lo que nos resulta útil, es decir, lo que se puede medir y contar, que son las coordenadas en las que se mueve la vida dentro del "estanco". Resolver problemas y entuertos. Y descansar o distraerse de semejante fatiga.
Para salir del "estanco", como hace Auggie Wren, hace falta ayudarse con la imaginación. Imaginar no es otra cosa que pensar lo que puede haber fuera del "estanco". Para lo cual hay que moverse en una dirección y hacia un ámbito que no es el habitual mientras estamos "estancados". Ahora hay que salir, movernos, a la busca de algo que nos conmueva. Que nos mueva y nos conmueva, al mismo tiempo, el ánimo. Mientras estamos "estancados" basta con demostrar algo o discursear sobre algo para obtener los beneficios o réditos que buscamos. No es propio del pragmatismo diario conmover, sino hacer transacciones o dictar órdenes. Negociar e imponer. Aunque bien es verdad que sin proponérnoslo expresamente, en el quehacer diario nos podemos encontrar de frente con una conmoción, por ejemplo, presenciar en directo un accidente o un suicidio o un asesinato. Nos conmueve pero no necesariamente nos mueve. Lo habitual es que nos quedemos como estamos.
Pero si nos fijamos, lo que busca Auggie Wren al poner la cámara fotográfica donde lo hace es algo mas que ese tipo de conmociones, que a buen seguro ha visto muchas desde dentro o a la puerta del estanco donde trabaja. Lo que busca es comprender algo que cree se puede ver solo desde ahí y que, además, le importa. Y que si sigue "estancado" intuye que no es posible moverse, conmoverse y entenderlo al mismo tiempo. Y tiene claro que eso es lo que necesita.
Para salir del "estanco", como hace Auggie Wren, hace falta ayudarse con la imaginación. Imaginar no es otra cosa que pensar lo que puede haber fuera del "estanco". Para lo cual hay que moverse en una dirección y hacia un ámbito que no es el habitual mientras estamos "estancados". Ahora hay que salir, movernos, a la busca de algo que nos conmueva. Que nos mueva y nos conmueva, al mismo tiempo, el ánimo. Mientras estamos "estancados" basta con demostrar algo o discursear sobre algo para obtener los beneficios o réditos que buscamos. No es propio del pragmatismo diario conmover, sino hacer transacciones o dictar órdenes. Negociar e imponer. Aunque bien es verdad que sin proponérnoslo expresamente, en el quehacer diario nos podemos encontrar de frente con una conmoción, por ejemplo, presenciar en directo un accidente o un suicidio o un asesinato. Nos conmueve pero no necesariamente nos mueve. Lo habitual es que nos quedemos como estamos.
Pero si nos fijamos, lo que busca Auggie Wren al poner la cámara fotográfica donde lo hace es algo mas que ese tipo de conmociones, que a buen seguro ha visto muchas desde dentro o a la puerta del estanco donde trabaja. Lo que busca es comprender algo que cree se puede ver solo desde ahí y que, además, le importa. Y que si sigue "estancado" intuye que no es posible moverse, conmoverse y entenderlo al mismo tiempo. Y tiene claro que eso es lo que necesita.
viernes, 16 de marzo de 2012
RECONOCER AL OTRO LEYENDO
Ahora que Paul Auster nos está anunciando que su vida ha entrado en la última y definitiva etapa, que él llama del invierno, he rescatado para discutir entre lectores disímiles un texto de mediados de los noventa, o por ahí, titulado “el cuento de navidad de Auggie Wren”, que mas tarde se convirtió en una memorable pelicula, Smoke, cuyo guión escribió también Auster y que dirigió su colega Wayne Wang. La intención es no tanto rendir culto al autor, para eso él y sus agentes se bastan y se sobran, sino hablar de lo que se dice dentro de lo escrito y filmado.
Y es que las palabras son de todo el mundo. Nosotros como lectores atentos y responsables tenemos la obligación de hacer con las palabras escritas (para eso leemos) lo que nadie quiere hacer con las que se hablan cada día y a la intemperie. Sea en un estanco (como es el caso del cuento y la peli mencionados), en un parque, en un club de alterne, en el trabajo, con los amigos, con la familia, etc. Sea en Brooklyn (como es, de nuevo, el caso que nos ocupa) o en Tombuctú. Que nadie nos las robe, lo que a la larga, si ocurre, es mucho peor que que te roben la cartera o la hipoteca, ni que las digan en vano, ya que la mala educación crónica que padecemos no para de echar a la calle a mucho blasfemo laico. Repito, que las palabras sean de todos y que se lean y escriban con sentido y significado.
Auggie Wren reconoce quien es el narrador Paul a través de una reseña de un libro suyo. Paul reconoce a Auggie Wren mediante la historia que le cuenta. Por tanto, el estanquero Auggie Wren y el escritor Paul se reconocen a través de las palabras con que construyen sus historias. Algo impensable antes de ese acto de lectura. Antes se conocían a través de las palabras que daban forma a la chachára cotidiana en el estanco. Únicamente empezaron a reconocerse cuando prestaron atención a la palabras que cada uno decía en sus relatos. Eso quiere decir que las palabras dejaron de tener ese aire de naturalidad y de ausencia de esfuerzo que les otorga la cháchara, y empezaron a ser un problema, es decir, empezaron a significar algo con sentido dentro de la historia que contaban. Así llegaron a formar parte irrefutable de sus vidas.
De otra manera, y para ayudar a entendernos, pasa lo mismo con los pulmones. Respiramos una y otra vez sin ninguna dificultad como si ellos no existiesen, hasta que un dia el médico nos dice que tenemos un cáncer. Entonces los pulmones se convierten en un grave problema, y adquieren todo su significado y sentido en el complejo entremado de nuestro organismo. La enfermedad, paradojicamente, nos hace sentir mas vivos que nunca. Aunque al final la parca nos lleve por delante.
Una vez mas, solo cuando aceptamos que no entendemos lo que nos pasa, empezamos a leer. Es decir, empezamos a escuchar y a reconocer al Otro. Nos llega, entonces, la tentación de saber. De saber en compañía. Como Auggie Wren y Paul.
Alguien, que no me acuerdo, dijo que quien se pregunta sobre el por qué de la lectura acaso, sin saberlo, haya encontrado la respuesta. Quedan, pues, convocadas todas esas preguntas que nos acompañan y conviven con y entre nosotros.
Y es que las palabras son de todo el mundo. Nosotros como lectores atentos y responsables tenemos la obligación de hacer con las palabras escritas (para eso leemos) lo que nadie quiere hacer con las que se hablan cada día y a la intemperie. Sea en un estanco (como es el caso del cuento y la peli mencionados), en un parque, en un club de alterne, en el trabajo, con los amigos, con la familia, etc. Sea en Brooklyn (como es, de nuevo, el caso que nos ocupa) o en Tombuctú. Que nadie nos las robe, lo que a la larga, si ocurre, es mucho peor que que te roben la cartera o la hipoteca, ni que las digan en vano, ya que la mala educación crónica que padecemos no para de echar a la calle a mucho blasfemo laico. Repito, que las palabras sean de todos y que se lean y escriban con sentido y significado.
Auggie Wren reconoce quien es el narrador Paul a través de una reseña de un libro suyo. Paul reconoce a Auggie Wren mediante la historia que le cuenta. Por tanto, el estanquero Auggie Wren y el escritor Paul se reconocen a través de las palabras con que construyen sus historias. Algo impensable antes de ese acto de lectura. Antes se conocían a través de las palabras que daban forma a la chachára cotidiana en el estanco. Únicamente empezaron a reconocerse cuando prestaron atención a la palabras que cada uno decía en sus relatos. Eso quiere decir que las palabras dejaron de tener ese aire de naturalidad y de ausencia de esfuerzo que les otorga la cháchara, y empezaron a ser un problema, es decir, empezaron a significar algo con sentido dentro de la historia que contaban. Así llegaron a formar parte irrefutable de sus vidas.
De otra manera, y para ayudar a entendernos, pasa lo mismo con los pulmones. Respiramos una y otra vez sin ninguna dificultad como si ellos no existiesen, hasta que un dia el médico nos dice que tenemos un cáncer. Entonces los pulmones se convierten en un grave problema, y adquieren todo su significado y sentido en el complejo entremado de nuestro organismo. La enfermedad, paradojicamente, nos hace sentir mas vivos que nunca. Aunque al final la parca nos lleve por delante.
Una vez mas, solo cuando aceptamos que no entendemos lo que nos pasa, empezamos a leer. Es decir, empezamos a escuchar y a reconocer al Otro. Nos llega, entonces, la tentación de saber. De saber en compañía. Como Auggie Wren y Paul.
Alguien, que no me acuerdo, dijo que quien se pregunta sobre el por qué de la lectura acaso, sin saberlo, haya encontrado la respuesta. Quedan, pues, convocadas todas esas preguntas que nos acompañan y conviven con y entre nosotros.
miércoles, 14 de marzo de 2012
LOS HUECOS QUE DEJAMOS ATRÁS
Hubo un momento en que nuestra forma de pensar dejó de ser lo que se creía entonces como esclava o servicial y, buscando liberarse de semejante encadenamiento, se tornó en una forma de pensar peligrosa. Libremente peligrosa. Aupándose con determinación al carro de la exactitud y de la velocidad, abandonó como un apestado al que siempre le habia conducido por los vericuetos imprevisibles de la rigurosidad. Sobrevivir, entonces, requería inexcusablemente de esos talentos. Ahora tenemos que abandonarlo sino queremos estampanarnos de forma irreversible. El vertiginoso desarrollo científico técnico ha colaborado lo suyo en este fatal desenlace.
Tenemos que abandonar ese carro maldito pero no queremos. Seguimos embridados a nuestro dogma preferido: querer ser como dicta nuestra apariencia. El otro día Roman Polanski me lo volvió a recordar con su peli “Un dios salvaje”. Y Delbert Mann lo hará, mas o menos, pasado mañana con su pieza, “Mesas separadas”. Gente que piensa y actua peligrosamente. Gente de por aquí cerca. Gente que cuando mira afuera solo se ve así misma. Gente que hace lo que quiere y quiere, eso cree, también lo que quiere.
Aunque nos cueste admitirlo hemos perdido el mando de nuestros actos. Pensando que lo teníamos todo controlado bajo ese manto de sofisticación en el que todavía vivimos: un pelea escolar de un par de adolescentes reune a sus padres para hablar pacifícamente del asunto (un dios salvaje) o la llegada por sorpresa de una enigmática mujer al hotel donde se han instalado un puñado de huéspedes tejiendo dia a dia su esplendorosa rutina. De repente, todo salta por los aires.
Com decía antes, salir afuera y no encontrarse ante sí mas que a sí mismo, es la fuente de todo ese peligro del que vengo hablando. No existen perplejidades a las que atenerse, ni hay nadie a quien encomendarse para afrontarlas. Todo es exactamente explicable mediante las expresiones adecuadas a la experiencia de los protagonistas. Es esa la actitud con la que el espectador observa que han decidido reunirse los cuatros padres para hablar de la pelea de sus hijos. Y en un registro diferente y menos logrado, igualmente, algunos de los huespedes del hotel.
No hay perplejidades, porque no hay contradicciones ni antinomias que conjugar, ni necesidad de hacerlo en relación a algo que no sea ellos mismos y su forma de pensar (un dios salvaje). Convencidos como están de que ésa es ajena a las escisiones internas. Así comienzan y trenzan las conversaciones, sin que se preocupen de los huecos que dejan atrás a medida que van hablando. Y lo peor, quien habita ahí dentro.
Tenemos que abandonar ese carro maldito pero no queremos. Seguimos embridados a nuestro dogma preferido: querer ser como dicta nuestra apariencia. El otro día Roman Polanski me lo volvió a recordar con su peli “Un dios salvaje”. Y Delbert Mann lo hará, mas o menos, pasado mañana con su pieza, “Mesas separadas”. Gente que piensa y actua peligrosamente. Gente de por aquí cerca. Gente que cuando mira afuera solo se ve así misma. Gente que hace lo que quiere y quiere, eso cree, también lo que quiere.
Aunque nos cueste admitirlo hemos perdido el mando de nuestros actos. Pensando que lo teníamos todo controlado bajo ese manto de sofisticación en el que todavía vivimos: un pelea escolar de un par de adolescentes reune a sus padres para hablar pacifícamente del asunto (un dios salvaje) o la llegada por sorpresa de una enigmática mujer al hotel donde se han instalado un puñado de huéspedes tejiendo dia a dia su esplendorosa rutina. De repente, todo salta por los aires.
Com decía antes, salir afuera y no encontrarse ante sí mas que a sí mismo, es la fuente de todo ese peligro del que vengo hablando. No existen perplejidades a las que atenerse, ni hay nadie a quien encomendarse para afrontarlas. Todo es exactamente explicable mediante las expresiones adecuadas a la experiencia de los protagonistas. Es esa la actitud con la que el espectador observa que han decidido reunirse los cuatros padres para hablar de la pelea de sus hijos. Y en un registro diferente y menos logrado, igualmente, algunos de los huespedes del hotel.
No hay perplejidades, porque no hay contradicciones ni antinomias que conjugar, ni necesidad de hacerlo en relación a algo que no sea ellos mismos y su forma de pensar (un dios salvaje). Convencidos como están de que ésa es ajena a las escisiones internas. Así comienzan y trenzan las conversaciones, sin que se preocupen de los huecos que dejan atrás a medida que van hablando. Y lo peor, quien habita ahí dentro.
martes, 6 de marzo de 2012
VOLVER A IMAGINAR DE NUEVO
Lo que la vida esta haciendo con nosotros, ¿es un drama o una tragedia? Oyendo el otro dia a algunos de los lectores del artículo de Lucien Sève, o a muchos de los que salen por la tv o en las otras pantallas que la tecnología nos ha proporcionado no sabría, ni por aproximación, que decirle. Lo que si creo es que lo que no hay es sentido del humor frente a lo que nos está pasando. Esa forma que coge la inteligencia y que hace de puente entre lo que soñamos como ideal y el principio de la tosca y áspera realidad donde vivimos. Y también creo que hay mucha esperanza infundada, fuera del ámbito de la representación que le es propia: que ocurra el milagro, que el crimen finalmente no se ejecute, que la víctima salga ilesa, que la policía o la ambulancia lleguen a tiempo. Y tal.
La vida es sin suspense y sin esperanza. La vida es un monton de barro dispuesto a que alguien le de forma. Le inyectamos buenas dosis del uno y de la otra porque sino la vida sería invivible. Pero hay épocas en que nos falla “el camello” y nos entra un mono inaguantable. En esas estamos. Entonces todo son gritos y lamentos pensando que detrás hay una fuerza que los acompaña, que tarde o temprano acabará con todo esto. Sant Just, uno de los mas brillantes del grupo de revolucionarios franceses de hace mas de doscientos años, lo dejó claro por escrito: cuando fallan los principios, los hombres solo tienen un modo de salvarlos, y de salvar su fe, consistente en morir por ellos. Los principios sobre los que hemos levantado muchas de nuestras esperanzas estan hechos trizas, pero ya no hay tipos como Saint Just. Únicamente nos queda, entonces, volver a imaginarlos de nuevo.
¿El mundo se ha vuelto intratable y peligroso, o nuestra forma de pensar no da mas de si y se ha hecho inservible para entender lo que pasa y, sobre todo, lo que nos pasa con lo que pasa? ¿Que le hemos hecho a la vida para que nos maltrate tanto? Creyéndolo verlo todo no nos dimos cuenta quien habitaba en los puntos ciegos de nuestra mirada. ¿Qué huecos hemos pasado tercamente por alto en nuestros edificios mentales, en los capullos en que vivimos?
No cabe duda de que somos seres valiosos. Pero tambien megalómanos y presuntuosos, incurablemente codiciosos. Hemos sido capaces de enfrentarnos a todo, y a todos, porque pensábamos que nunca nos íbamos a estrellar. Pobres almas.
La vida es sin suspense y sin esperanza. La vida es un monton de barro dispuesto a que alguien le de forma. Le inyectamos buenas dosis del uno y de la otra porque sino la vida sería invivible. Pero hay épocas en que nos falla “el camello” y nos entra un mono inaguantable. En esas estamos. Entonces todo son gritos y lamentos pensando que detrás hay una fuerza que los acompaña, que tarde o temprano acabará con todo esto. Sant Just, uno de los mas brillantes del grupo de revolucionarios franceses de hace mas de doscientos años, lo dejó claro por escrito: cuando fallan los principios, los hombres solo tienen un modo de salvarlos, y de salvar su fe, consistente en morir por ellos. Los principios sobre los que hemos levantado muchas de nuestras esperanzas estan hechos trizas, pero ya no hay tipos como Saint Just. Únicamente nos queda, entonces, volver a imaginarlos de nuevo.
¿El mundo se ha vuelto intratable y peligroso, o nuestra forma de pensar no da mas de si y se ha hecho inservible para entender lo que pasa y, sobre todo, lo que nos pasa con lo que pasa? ¿Que le hemos hecho a la vida para que nos maltrate tanto? Creyéndolo verlo todo no nos dimos cuenta quien habitaba en los puntos ciegos de nuestra mirada. ¿Qué huecos hemos pasado tercamente por alto en nuestros edificios mentales, en los capullos en que vivimos?
No cabe duda de que somos seres valiosos. Pero tambien megalómanos y presuntuosos, incurablemente codiciosos. Hemos sido capaces de enfrentarnos a todo, y a todos, porque pensábamos que nunca nos íbamos a estrellar. Pobres almas.
domingo, 4 de marzo de 2012
SALVAR EL GENERO HUMANO NO ÚNICAMENTE AL PLANETA, de Lucien Sève.
Publicado este articulo en diciembre de 2011, en la edición española de la revista Le Monde Diplomatique, el autor mete los contenidos de lo
que quiere contar,, y que dice tienen que ver con un proceso galopante de deshumanización, en esos cinco apartados que muestro a continuación.
La mercantilización generalizada de lo humano.
La abolición de toda escala de valor.
El incontrolable desvanecimiento del sentido.
Una descivilización sin orillas.
La proscripción sistemática de las alternativas.
Como siempre que leo diagnósticos sobre lo mal que va el mundo me pasan dos cosas. Una, que me resulta imposible estar en desacuerdo. Nadie en su sano juicio se pone detrás de una pancarta para pedir que las cosas no son mejorables, porque ya están bien así. Alguien que está exactamente bien como está no sale a la calle, ni se pone a escribir, porque no tiene nada que decir, ya que sabe todo lo que hay que saber. Dos, que no se otra cosa que hacer a continuación de una que no sea continuar estando de acuerdo. Lo cual, si me fijo con detenimiento en ello, no me sirve para mucho ni, por tanto, me lleva a ningún sitio de interés. Y no puedo evitar, entonces, una sofocante sensación mortuoria de acabamiento. Queriendo prevenir y avisarnos de los peligros que nos acechan al desvelar su diagnóstico de la enfermedad de la humanidad, el autor, utilizando el lenguaje que utiliza para ello, escribe un capítulo mas de su propio testamento como observador del mundo. Y el lector se queda embutido en su soledad, frente al abismal galimatías que tiene delante.
Entre los diferentes lectores que compartimos la noche lectora hubo quien reconoció el diagnostico como ya dicho, pero no le sentó nada mal volver a oirlo una vez mas. Sin ponerse en la texitura de llegar a afirmar que, llegado el caso, morirían luchando por los principios que el autor defiende como irrenunciables, si hicieron uso del turno de su palabra, digamos, de una forma inequívocamente "armada". Otros se apuntaron, no como los anteriores a la obligación de tener que dar respuestas apuntando desde la trinchera o desde la garita, sino a ejercer el derecho que les asistía de hacerse preguntas en medio del albero. Así quisieron saber donde se habían escondido los intelectuales que otrora estaban al frente de la causa de la humanidad. O qué lugar ocupaba ahora la sacrosanta palabra libertad, banderín de enganche de tantas ilusiones y esperanzas, hoy en vias de extinción. O como digerimos los miedos que día tras día nos están haciendo masticar desde los altares de la política, amplificados, cuando es menester, por los altavoces de los medios de comunicación, cómplices necesarios en esta barbarie propagandística que padecemos y nos esta haciendo añicos.
Tengo la impresión de que en este tipo de debates una gran parte de quienes en ellos participan hacen uso de las palabras como una buena percha donde acomodar a la medida aquello que ven o leen. Cuando yo creo que se trataría mas bien de conjugar lo que nos parece contradictorio. Abandonando la idea, que de tanto usarla se ha vuelto ya estéril, de alinear siempre y organizadas para la batalla todas las antinomias que se nos presentan en nuestro paso por la vida.
que quiere contar,, y que dice tienen que ver con un proceso galopante de deshumanización, en esos cinco apartados que muestro a continuación.
La mercantilización generalizada de lo humano.
La abolición de toda escala de valor.
El incontrolable desvanecimiento del sentido.
Una descivilización sin orillas.
La proscripción sistemática de las alternativas.
Como siempre que leo diagnósticos sobre lo mal que va el mundo me pasan dos cosas. Una, que me resulta imposible estar en desacuerdo. Nadie en su sano juicio se pone detrás de una pancarta para pedir que las cosas no son mejorables, porque ya están bien así. Alguien que está exactamente bien como está no sale a la calle, ni se pone a escribir, porque no tiene nada que decir, ya que sabe todo lo que hay que saber. Dos, que no se otra cosa que hacer a continuación de una que no sea continuar estando de acuerdo. Lo cual, si me fijo con detenimiento en ello, no me sirve para mucho ni, por tanto, me lleva a ningún sitio de interés. Y no puedo evitar, entonces, una sofocante sensación mortuoria de acabamiento. Queriendo prevenir y avisarnos de los peligros que nos acechan al desvelar su diagnóstico de la enfermedad de la humanidad, el autor, utilizando el lenguaje que utiliza para ello, escribe un capítulo mas de su propio testamento como observador del mundo. Y el lector se queda embutido en su soledad, frente al abismal galimatías que tiene delante.
Entre los diferentes lectores que compartimos la noche lectora hubo quien reconoció el diagnostico como ya dicho, pero no le sentó nada mal volver a oirlo una vez mas. Sin ponerse en la texitura de llegar a afirmar que, llegado el caso, morirían luchando por los principios que el autor defiende como irrenunciables, si hicieron uso del turno de su palabra, digamos, de una forma inequívocamente "armada". Otros se apuntaron, no como los anteriores a la obligación de tener que dar respuestas apuntando desde la trinchera o desde la garita, sino a ejercer el derecho que les asistía de hacerse preguntas en medio del albero. Así quisieron saber donde se habían escondido los intelectuales que otrora estaban al frente de la causa de la humanidad. O qué lugar ocupaba ahora la sacrosanta palabra libertad, banderín de enganche de tantas ilusiones y esperanzas, hoy en vias de extinción. O como digerimos los miedos que día tras día nos están haciendo masticar desde los altares de la política, amplificados, cuando es menester, por los altavoces de los medios de comunicación, cómplices necesarios en esta barbarie propagandística que padecemos y nos esta haciendo añicos.
Tengo la impresión de que en este tipo de debates una gran parte de quienes en ellos participan hacen uso de las palabras como una buena percha donde acomodar a la medida aquello que ven o leen. Cuando yo creo que se trataría mas bien de conjugar lo que nos parece contradictorio. Abandonando la idea, que de tanto usarla se ha vuelto ya estéril, de alinear siempre y organizadas para la batalla todas las antinomias que se nos presentan en nuestro paso por la vida.
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