No hay posibilidad alguna de confundir a Flannery O'Connor con una cronista social, resaltando la época y el lugar (el cinturón bíblico de los USA). Ni tampoco con una catequista, ni como uno de esos seres que imparten doctrina con el hisopo en todo lo alto. Ni sus palabras están a servicio de ese método relacional mediante el que todo está atado y bien atado siguiendo la estela un hilo conductor que une el principio con el fin, el origen con el destino, las personas con las personas, las personas con los objetos, los objetos con los objetos. Porque sabe a priori donde comienza lo uno y donde acaba lo otro. Y ese estar todo bien ligado delimita también el lugar que nosotros, los lectores, cómodamente ocupamos.
Todo eso seria así si la voz del narrador, que es quien tiene el mando a distancia del relato, nos lo permitiese. Pero si nos fijamos bien no parece que sea la voz de un cronista social, o la de un predicador, su verdadera intención teniendo en cuenta el uso que hace del lenguaje. De hecho, no me lo imagino, por seguir con el ejemplo, como un periodista a sueldo que está haciendo un reportaje para una revista urbana, a cuyos lectores les pueden resultar curiosas las cuitas de la buena gente del campo. Ese extraño lugar que sigue despertando una inexplicable curiosidad en la gente vencida por el ajetreo de la ciudad. Derrota y curiosidad forman una novedosa alianza, lo que no se es para qué, en la conciencia de quien mira a la gente del campo desde la ciudad. Pero en fin, esa es otra historia. A lo que iba, pienso que este narrador habla desde otro sitio y, sobre todo, con otro propósito, que no tiene nada que ver con el hecho de satisfacer las necesidades de fin de semana que provocan el cansancio capitalino.
Yo creo que habla de y desde ese Otro Mundo que la pereza urbana occidental tiende a transformar en una abstracción intelectual o en un divertimento, según los casos. Ese Otro Mundo que acontece en cualquier época y lugar en cuanto la imaginación humana rompe la superficie ortopédica que impone la ortodoxia dominante, provenga de la teología cristiana o del racionalismo moderno. Y en ese Otro Mundo aparecen tipos como los que encuentra, y nos muestra, la imaginación implacable y temeraria de Flannery O'Connor en el cuento de "La buena gente del campo".
Hay algo que como lector me queda claro al final del itinerario de la lectura que he hecho, y es que el imperativo divino que deambula por el relato no ha podido someter a las criaturas a las que ha pretendido imponerse. Que el anticipo (o revelación) que hay en su obra, la Biblia, no hace desaparecer lo que ya existía allí anteriormente, muy al contrario. Entonces no le queda mas remedio que convivir con ese mundo primigenio, rezando para que sus fuerzas ocultas no se revelen, imaginación mediante, y hagan valer todo su poderío de siempre para relacionarse y entender el mundo. Pero de nada le valen las plegarias. Tarde o temprano esa imaginación aparece, en este caso de la mano de Flannery O'Connor, y pone a Dios y a su mundo imperioso e imperativo donde les corresponde, no donde sus delegados han querido para dominar el mundo. Nunca par entenderlo.
No están enfermos. Sencillamente eligen el mal como fuente de conocimiento. La enfermedad no se elige, ni anuncia nada ni comporta conocimiento alguno. Pero ese mal no es lo opuesto al bien, como pudiera suponerse sino nos dejamos llevar por el maniqueísmo bíblico. Es el mal que necesita acompañarse por la inocencia para manifestarse, como así reconoce la intelectual Huga cuando el vendedor de Biblias le distingue su particularidad en el hecho de llevar una pata de palo. Escena sublime que resume toda la fuerza y el sentido del relato.