Nadie me dijo por qué no tenia derecho a un cabina blindada, que me protegiera de los peligros provenientes de la interminable humanidad, que todos los días pasaba delante de mi. Y nadie, tampoco, me dio explicaciones de por qué tuve que ocupar la que ahora es mi lugar de trabajo, que mas bien parece una jaula de ganado, antesala del momento de ir al matadero. Está situada en un pasillo donde no hay más transeuntes que las cucarachas y alguna que otra rata, y una vaharada puntual de alcantarilla cada media hora. Las preguntas personales dejaron de están permitidas. Y lo personal esta reñido ahora con todo lo que puede desprender sensibilidad. Así han hecho los cambios que, dicen, se necesitaban para tirar hacia adelante.
Acodado sobre la estrecha ventanilla de la jaula, con el rum rum del transistor en la mano izquierda, y el tampón de sellar en la derecha a la espera de quien nunca llega, paso las horas recordando cuando mi vida laboral era un trasiego permanente entre billetes y monedas de calderilla. Mi horizonte, entonces, se dibujaba nítido entre billete y billete y la charla que, de vez en cuando, le daba a quien quería ser un héroe pasándose sin pagar delante de mis narices. Después de oír todo el repertorio que le caía encima, siempre con el guardia de seguridad a mi lado (un tipo de dos metros, que de espalda parecía un armario de tres cuerpos), la aventura épica del listillo se acababa pidiéndome disculpas, como un pordiosero, por el despiste que había tenido. Eso era vida. También recuerdo las caras de precipitación de muchos de los viajeros, que en el momento de las horas punta escupían su ira sobre el cogote de quien tenía delante en la cola, quien torpemente asumía su culpabilidad disculpándose, o bien se enfrentaba dispuesto a que la sangre llegara al suelo.
Esas vidas de los otros vistas desde mi antigua cabina me devolvían un sentimiento de intruso que me hacia sentir bien. De hecho era lo mas interesante de mi trabajo. Ellos a mi ni me veían, balbuceaban algo parecido a unas palabras al pedirme el billete y salían disparados hacia el andén. Iban como animales a cumplir el imperativo de sus destinos. Eso de ver en el gesto de muchos de ellos el atisbo de lo que, con toda probabilidad, les podría amargar el día, me producía, allí dentro, una total ausencia de alarmas que tuvieran que ver con el miedo o con que estuviera cometiendo una mala acción. Simplemente me regodeaba al saber de que no estaba en su lugar, desquiciado como ellos al otro lado de la ventanilla.
Ahora puedo preguntar lo que quiera. O mejor dicho, todo se resume en una pregunta, ¿quien es la autoridad que me ha traído hasta aquí? Ya no hay nadie que me mire. Ni a nadie a quien le pueda preguntar airado y amenazante, ¿has pagado el billete?. Los dias pasan, y las cucarachas y las ratas también. La pauta la marca el mal olor que viene de las alcantarillas.