jueves, 26 de enero de 2012

LA CONSPIRACION, de Robert Redford


SOBRE LA LIBERTAD Y SU INJUSTICIA
Vaya de entrada que la intuición del baron de Montesquieu sobre la conveniencia de la separación de poderes es algo permanente. Él le dio una forma concreta hace mas de trescientos años en un libro seminal, el espiritu de las leyes, pero esa necesidad estaba ahí desde siempre. Como correlato al hecho de que el poder político no acepta jamás división alguna, ya que no se comparte voluntariamente. Así desde que el mono de Kubrick alzó la porra en forma de hueso y amenazó al que hasta entonces habia sido su colega. Al poder político se lo conquista, se lo consolida y se lo expande y, en un sistema democratico, eventualmente se lo pierde. Pero nadie en su sano juicio lo comparte, o lo cede, al menos que esté inevitablemente forzado a hacerlo. Ergo, la divisón de poderes es un atentado directo a la linea de flotación de la ambición absolutista de cualquier poder político ejecutivo. Una espacio para que pueda respirar la justicia.

Sabemos quien elige, cuando hay oportunidad, a los legisladores, pero quien elige a los jueces. Los jueces, sin duda, sino serian politicos. Injusto, sin duda, pero no mas que la forma de elegir a los legisladores o la de ejecutar el poder politico su accion diaria. La democracia no es un sistema para impartir justicia, sino que es un sistema, el único sistema, donde cabe la posibilidad de la division de poderes. Esa es su grandeza. Si eso es realmente así, eventualmente, puede que se llegue a impartir justicia. Lo que esta claro es que si no hay división de poderes, la impartición de justicia es imposible siempre. Y el sentimiento de igualdad ante las leyes, que ha diseñado el legislador, inexistente.

Robert Redford, en su nueva película, nos vuelve a recordar todo esto que, de tan obvio, se olvida con demasiada frecuencia. Y lo hace a partir de un episodio histórico, la conspiración urdida para asesinar al presidente Abraham Lincoln. Pero, aquí radica su interés, no para llevar la Historia al cine, sino para hablar del destino de las personas cuando quedan atrapadas en ese infernal delirio que llega a ser el poder politico ejecutivo, cuando logra convertirse en el unico poder existente. Eso que se conoce, eufemísticamente, como la razón de Estado.

Sin alardes de puesta en escena, como es habitual en él, sabe poner la cámara en ese lugar preciso para que al espectador le brote un sentimiento que viene a rubricar lo dicho al principio: la justicia no tiene que ver con la ideología politica. No tiene que ver con ser buenas o malas personas. De otra manera, un gran defensor de las grandes causas, quizá no haya habido otra como la de la abolición de la esclavitud, puede ser también el mas tenebroso de los criminales. Talmente el ministro de la guerra del presidente Lincoln, Edwin Stanton, que busca venganza y ejemplaridad, a costa de la sospechosa Mary Surratt.

¿Donde queda, entonces, la justicia? La justicia no se puede representar, es una cuestión de fe. No es demanda de ella lo que se deprende de las imágenes que construye Redford, suficientemente elegante para no querer escarbar demasiado en nuestros bajos intestinos. Su peli apunta mas arriba y sugiere que nos preguntemos por el lugar que la justicia debe ocupar siempre. Su ambito de nidificación. Y la respuesta no puede ser otra que ese inestable y agonico hueco que queda entre la división de poderes que vengo aludiendo desde el principio.

Viendo el cuerpo ahorcado de Mary Surratt, a la que han ajusticiado sin pruebas suficientes de haber participado en el complot para asesinar al presidente Lincoln, pero quien delante de la camara no oculta su odio sureño a la honorable causa de aquel, uno se queda perplejo ante lo que se le echa encima, y que no es otra cosa que la de comprobar que la primera fuente de injusticia es el ejercicio de la propia libertad. Y el de odiar como el mas devastador, y el de la venganza como su correlato mas frío y siniestro.